Un día, sus sospechas se
cumplieron y tuvo que morirse a solas. Ni él mismo se animó a compartir sus
exequias y partió —cual había intuido— horizonte hacia arriba, sin boleto ni escalas.
Allá lo esperó Dios en persona, deseoso de hacerle una pregunta:
—¿Qué esperabas…? —le espetó
casi el Creador, cansado de los viejos desplantes del recién llegado. Te envié
una y dos y tres… hasta cuatro mujeres escogidas por mí y te diste el lujo de
ignorarlas.
El viajero dejó que el Todopoderoso, con su muy bien ganada fama de Señor hablador, terminara el regaño.
—Ven, te invito a mirar la
muchacha largamente soñada que dibuja mis noches todavía —dijo el nuevo
inquilino al incrédulo Altísimo.
Dios movió con la diestra
toda nube del alba y fue así que la vio, adornando la tierra. Conmovido, el
Divino le echó el brazo al grisáceo hombre de solapa escarlata y le dijo,
fraterno:
—¡Ella…! Ha llenado tu alma
mujer semejante porque vale mil siglos. ¡Continúa esperando. Has ganado el
derecho de tenerla en el Cielo!