Cuando de niño bebía Salgari y comía Julio Verne, estaba convencido de que alguna mañana me esperaría, en la arena fangosa de Santa Cruz del Sur, una botija con contadas monedas —siempre menos de 30, nunca de plata—, solo las necesarias para premiar la silente virtud de mi familia.
Cuando de hombre navego en velero prestado por la Red, no me abandona el sueño infantil de tropezar con una de esas loterías muy virtuales que anuncian por ahí, para repartir la nube entre los míos y hacer que las manos de mi madre descansen en paz sin que se mueran.
Cuando de muerto viole las puertas prohibidas y llegue al Cielo por error, ya no querré botija o premio alguno; simplemente robaré una estrella blanca, limpia como la risa de mi hijo, y la mandaré a la Tierra prendida de un relámpago para cambiar de un flashazo el sino oscuro de mi gente.