martes, 16 de junio de 2015

Caballo de Troya


Me presta un libro y lo menos que hago es interpretarlo como un gesto de afecto. A pesar de que el autor es una pluma enorme que acabo de conocer, a pesar de la trama que atrapa con sentencias sencillas y de los personajes que (se) buscan en la inmensidad de Nueva York, a pesar del enganche que puede provocar, por ejemplo, una historia en la que el detective Azul, contratado por Blanco, debe vigilar la extraña rutina del ¿sospechoso? individuo llamado Negro, a pesar del interés que despierta seguir los pasos de unos y otros por la piel arrugada de la Gran Manzana… yo me zafo de todo.

Mientras leo, trazo mi propio expediente, entre policial y épico, y subo el texto a contracorriente: nado al revés las tres historias, ando de espaldas cada página y cada párrafo y cada oración para buscar las claves de la mujer que me prestó un libro creyendo que —y creyendo que yo lo iba a creer— el gesto sería una acción amiga. ¡Qué mujer para ignorar el tremendo sospechoso que habita en mí!

Yo me invento una fuerza de gravedad hacia arriba porque quiero pisar con pie de arqueólogo cada fonema que ella pisó, quiero tocar hasta la música que ella encontró en las desoladas calles neoyorquinas, quiero treparme —por una idea finísima como su voz—  a ese cerebro real que debe decirme la palabra que desanuda todos los casos verdaderos, la palabra única, la imponderable que, en cambio, no me interesa oír ni siquiera de la hembra exuberante que en la primera historia embosca con besos a Daniel Quinn.

Me desplazo a hurtadillas, de capítulo en capítulo. Los personajes me ven y me confunden. Me toman por un paisano que anda en los predios del West Side o por un tipo que espera lo inesperable en  la esquina Broadway con la 99 . He logrado, en fin, que se adapten a mí: ni el autor —¡tan perspicaz, según se ha visto!— se da cuenta de que soy un injerto en su historia. No sabe que le suplanto y escribo sobre sus páginas el mejor de los policíacos que pueda concebirse: me han prestado su libro y yo tengo 10 años de asedio para entrar, con él, al corazón de una mujer.

lunes, 1 de junio de 2015

Coprocuentos

Un amigo me hizo un relato realista-mágico: resulta que durante una reunión de análisis de problemas comunitarios en un lugar de La Mancha… ubicado en Centro Habana, en medio de calurosos debates, los oradores se pusieron exquisitos y uno empleó este término antológico: «fecalismo al vacío».

Aunque a fina ninguna le gana, la expresión refería una práctica desagradable, hasta entonces ignorada por mí, a fin de cuentas un cándido inmigrante de corta data: en ciertos barrios de La Habana rotunda donde el agua es apenas una invitada veleidosa, los vecinos, que carecen en sus in/sanitarios baños del líquido de la higiene, hacen «popó» en ciertas bolsas que, a cualquier hora de la noche, sobrevuelan la vieja ciudad cual platillos voladores.

¡Fecalismo al vacío…! Yo, novicio en los chismes de la añeja San Cristóbal de La Habana, creí que tenía entre manos una historia extraordinaria y una tarde se la conté, con aires de autor exclusivo, a otra amiga que desconocía la «calificación», pero tenía elementos para elevar mi historia a otro nivel.

—Yo conversé —me contó— con una muchacha que vive semejante rutina. Un día, ella rellenó su bolsita y, como es educada y decente, bajó a la calle a buscar un depósito de basura donde descargar aquello.

Mi amiga prosiguió su contada: la muchacha caminaba tranquilamente hasta que un delincuente, que pasó en bicicleta, le arrebató aquel envoltorio de contenido desconocido —«¿dinero?», se preguntaría el atracador— que ella portaba con tanto celo.

Pero eso no es lo más garciamarquiano de la anécdota. Lo que le da tinte macondiano al asunto es que, a esa hora, la asaltada salió a correr, despavorida, en sentido contrario al del asaltante.

—Su miedo era —me dijo mi amiga— que el caco, al topar con la caca, sintiera ofendido su orgullo de malhechor y regresara a tomar represalias.