jueves, 26 de septiembre de 2013

Tercas rodillas

Señores, seamos justos: a veces hay que reconocer la razón del contendiente. Pese a lo que decimos en Cuba, el Gobierno de Barack Obama tiene un sólido motivo para desatender las dolencias físicas de Ramón Labañino, uno de Los Cinco cubanos condenados en Estados Unidos por infiltrar grupos terroristas que son carne y uña de la Casa Blanca.

Ramón padece una artrosis degenerativa que deforma sus rodillas y les hace cada vez más difícil mover un cuerpo de seis pies y doscientas y tantas libras. Lo ha denunciado Elizabeth, su mujer, y también Laura, una de sus tres hijas, quien en reciente declaración sobre el tema conmovió todo una Isla.

Obama pudiera tomar nota: dicen los familiares del reo que a este fortachón cubano que algunos llaman El Oso la enfermedad le ha robado casi ocho centímetros de altura y, como si los barrotes no fueran obstáculo suficiente, caminar se le ha vuelto un tránsito de dolor.

Pero en honor a la verdad hay que reconocer que el diagnóstico está rodeado de “peros” y de objeciones: a este hombre, que como Martí llevará por siempre las huellas de la prisión, se le recuerda entrando al tribunal con las manos en alto en símbolo de victoria y se le ve sumergido en el yoga o haciendo ejercicios físicos. En pleno encierro, Ramón suma amigos, lee un libro, busca la escucha de noticias cubanas y pelea sus únicas reyertas: las de ajedrez.

Contra lo que sugiere su encarcelamiento injustificado, Ramón Labañino mantiene al Norte de sus rodillas el sueño de abrazar a cada cubano, un esfuerzo millonario. Entre las muchas suspicacias, sin embargo, la que más pudiera desconcertar a Obama y a sus doctores es que, con todo el peso que cargan, la artrosis degenerativa no haya podido doblegar esas rodillas. 

Ramón es muy terco: no ha querido enseñar a arrodillarse a sus rodillas. ¿Habráse visto incultura mayor de unas rodillas? En Cuba, la rectitud de rodillas parece enfermedad nacional, rara epidemia. Un cubano arrodillado sería otra cosa; por un cubano arrodillado, seguramente hasta el señor presidente hubiera buscado ayuda.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Ciudad en pantalones

Ya lo sintió en carne propia el filoso Pedro Navaja: la vida nos da sorpresas. Acabo de enterarme, por la nota de un amigo, de una disposición interesante que rige en nuestro Camagüey, la bella ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Miren ustedes: resulta que en el centro histórico de nuestra apacible urbita de casi 500 años y poco más de 300 mil inquilinos no se puede uno pasear en short porque corre el riesgo de ser multado. 

Quien no me crea debe saber que puedo demostrarlo: un bicitaxista, que no por gusto se llama Cándido, fue cogido in fraganti pedaleando por la ciudad con las piernas desnudas como si tal cosa. En su defensa debo agregar que, por muy cándido que pudiera ser Cándido, el hombre indagó lo suyo, porque no entendía la medida.

No se alarmen; yo no pienso exhibir a plena luz este par de canillas que Dios me dio con generosidad y un poco de lástima y que, de tan flacas, integran el patrimonio intangible de la ciudad, pero he ideado un proyecto para auxiliar a quienes pretendan infiltrar sus extremidades peludas en tierra de pantalones.

Algo que pueden hacer es conseguirse un GPS que les avise el momento exacto del paseo en que se aproximan a esa zona de 55 hectáreas declaradas Patrimonio  por expertos de la Unesco muy dados a los shorcitos. ¿Qué hacer cuando a mitad de una cuadra el aparato comience a pitar? Fácil: en ese momento abren la mochila que prepararon para el cambio y allí, en plena calle, se ponen el largo esmoquin antimulta hecho a base de cuero de vaca, vinil, lona velera y hule petrolero.

Lo otro son los turoperadores extranjeros: hará falta sugerirles que informen a los potenciales viajeros a Camagüey que no coloquen en sus maletas nada de piezas de patas cortas. ¿Por qué? Porque si a un mulato oriundo de la ciudad se le sanciona el atrevimiento, yo supongo que al pálido visitante que muestre sus pantorrillas entre el Tínima y el Hatibonico la insolencia le cueste unos cuantos euros.

Pese al plan tengo mis dudas: ¿pueden o no los niños? Porque un niño privado de short es apenas un enano. Entonces, ¿se permitirá el short hasta una edad o hasta una altura? Quizás una cinta métrica ubicada en la antigua Plaza Mayor pudiera marcar el salvoconducto de aquellos menores de 1.60 metros, por ejemplo. ¿Que su muchacho es joven, pero espigado? ¡Pues que madure… póngale unos pantalones!

Está también lo de la igualdad de género. Me imagino que, si Cándido fue multado, cualquier día empiecen a llover las multas para esa legión de Cándidas que, con toda inocencia, colocan la línea de flotación de sus shores cada vez más alto, en franca zona de pesca.

De todos modos, puede que buena parte de este proyecto sea innecesario. Si a fin de cuentas no se permite usarlos, lo más pragmático sería avisarles a los gerentes de las tiendas de la zona más céntrica de la ciudad que no pierdan tiempo mercadeando piezas cuyos compradores están de antemano impedidos de ponérselas.   

Un sencillo bicitaxista de Camagüey se quedó sin entender, pero seamos optimistas. Tal vez los expertos en artes y ciencias de la Unesco se reúnan por nosotros en un gran cónclave y alcancen a ver las sublimes razones de esta normativa. O quizás un día nos den el premio del estoicismo por renunciar al short justo aquí, donde el trópico no puede más de calor. Nunca se sabe.     

jueves, 12 de septiembre de 2013

Ojo vago

Por fin fui a graduarme la vista. Mi vista no parece una chica muy lista que digamos: se ha graduado cuando estoy a días de cumplir 46. Reconozco que llegué un poquito tarde, pero al menos puedo decir que ya tengo dos títulos: el que me dio la universidad y el que certificó un hospital.

–Su problema -explica amablemente la oftalmóloga- pudo haberse corregido hasta que tuvo ocho años, más o menos.

Así que, más o menos, me retrasé unos 38 años en llegar, pero ustedes saben que el transporte no anda muy bien por estos lares. 

La doctora me revela el nombre de mi mal (ambliopia anisometrópica) y, quizás por delicadeza, evita aludir al apelativo más conocido: ojo vago. Bueno, si es mi ojo tiene que parecérseme, y yo no soy lo que se dice un vanguardia nacional del sindicato; por el contrario, más bien estoy intrigado por saber de dónde sacó su espíritu mi ojo izquierdo, el trabajador.

Les cuento. La ambliopia anisometrópica es la disminución visual de un ojo sin que alteraciones orgánicas lo justifiquen, lo que impide una correcta visión binocular. El cerebro, que casi siempre se las da de inteligente y casi nunca es imparcial, privilegia a su “bombillo” sano y relega al otro, sumiéndolo en progresivo desempleo.

Mientras la especialista me hablaba yo entendía mejor por qué en antiguas sesiones de práctica de los domingos de la defensa me destaqué como el peor tirador y cierta vez hasta fui expulsado de la línea de disparos (imaginen que justo a la pupila derecha confiaba el alza y la mira) con los muy pocos honores del caso.

Leí algo. Resulta que, en efecto, si hubiéramos descubierto el asunto en mi niñez, tal vez tapándome el ojo “bueno”, el izquierdo, entonces el diestro holgazán hubiera tenido que mirarse por sí mismo los frijoles y aportar algo a mi paso por el mundo. A mí, que muy temprano me sentí atraído por las historias de piratas y barcos y de tesoros que jamás encontré, un parche en un ojo no me hubiera caído nada mal.

Ahora es absolutamente tarde. De hecho, los pronósticos para mi faro de estribor pudieran no ser graciosos. Espero los espejuelos que me indicaron con la certeza de que Don Izquierdo es el Lazarillo de su hermano gemelo, el zurdo es el tipo materialista que lee los anuncios y cuenta mi salario exiguo, pero prefiero entenderme con el derecho, ese ojo callado que aun tropezando jamás renuncia a soñar.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El maestro y la pregunta

Un viejito, me avisan, pregunta por mí a la entrada del periódico. Voy a verlo: es Tomás. Acabo de publicar un trabajo sobre la Escuela Vocacional de Camagüey mezclando recuerdos de mi paso por allí con orgullos por la entrada de mi niño, y Tomás va a verme, encorvadito y altivo, porque dice tener una duda.
 
Tomás fue el segundo en la lista de profesores de la Vocacional de inicios de los ‘80 que mencioné en mi crónica. Delante del suyo, solo escribí un nombre: Erlinda. Erlinda y Tomás, los profesores más veteranos de entonces, siempre honrados, siempre honrosos, siempre sencillos y humanos. En las fechas hondas, ambos vestían impecable dignidad florecida en sus medallas.
 
—Erlinda murió, y también Mariano, pero los otros están vivos –me explica en lo que añade detalles de algunos de ellos.
 
Antes de que la pena se pose en el sofá, aquel anciano que nunca me dio clases pero que jamás me negó ejemplo, me pregunta con cara de niño de dónde saqué los datos: “Es la vida en mi cabeza; no hizo falta preguntar”, le explico.
 
Entonces, a sus ojos vuelve la chispa del maestro y sonríe, por un instante sonríe y su rostro adquiere esa luz que no debiera faltar nunca en las personas que han enseñado, pero que en su cara no sugiere permanencia.
 
Parece que mi estampa alumbró pedazos entrañables en biografías ligadas a nuestra escuela. Como si ejecutara el regreso del padre pródigo, Tomás me revela que el 18 de septiembre cumplirá 88 años, que vive en la calle San Esteban, que allí tengo mi casa...
 
Al ratico el anciano anuncia su marcha: Le acompaño a la puerta y sostengo con celo de cirujano su espalda arqueada bajo la camisa ya no del todo limpia y ya del nada impecable.
 
El viejo Tomás me contagió su soplo de emoción y por puro milagro escapé al mimetismo de dos lágrimas que quisieron asomar de sus ojos solo para conocerme. Le di un abrazo de fortísima mesura y lo vi marcharse calle arriba por la rota acera de Cisneros mientras me dejaba la única pregunta mala que le he escuchado:
 
—Vine porque quería saber cómo era posible que un alumno se acordara de mí.