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jueves, 11 de octubre de 2012

Mambisada

En toda la Historia de Cuba solo se reconoce un Generalísimo. Es Máximo Gómez, el dominicano que metió la Isla en su sangre, no solo por tener mujer e hijos cubanos, sino, sobre todo, por pelear por esta tierra con más ardor y altruismo que muchos nacidos aquí y a veces, también, por soportar con humildad nuestras malacrianzas.

No obstante, El Viejo —o el Chino, como también le decían— se las traía, y no era raro hallar en “el cepo” de su campamento mambí a alguno de los nuestros tomando un largo baño de sol por faltar a la disciplina. Que así como le temían los españoles, le respetaban los mismos cubanos.

Gómez fue el primer militar que utilizó el machete de trabajo para cargar contra el enemigo, descubrimiento que por alguna razón los españoles nunca le perdonaron.

Todavía hoy, cuando alguien en Cuba ve un machete largo y pesado, se acuerda del General en Jefe del Ejército Libertador, un hombre enjuto que sin embargo empuñaba su arma con muñecas de jonronero. A algunos centros de trabajo se les entrega su réplica como gran estímulo; el mío, por ejemplo, la recibió.

Por ahí escuché algo que parece leyenda urbana. Resulta que un custodio descubrió en la madrugada que un delincuente rondaba los tejados. Sin pensarlo, el vigilante echó mano en el mural al recio machete plateado de funda de cuero que recuerda la gesta mambisa y se fue a por el bandido, cual si este fuera miembro del Batallón Cazadores de San Quintín.

Ocurrió hace meses, dicen, pero estoy seguro de que, viviendo la hispánica angustia de sentirse perseguido por el mismísimo Máximo Gómez, el malhechor todavía no ha parado de correr.

martes, 22 de febrero de 2011

Agujas

Yo era un enano, desarrapado, sí, pero disciplinado hasta la barba, en aquella primaria santacruceña que se llamaba nada menos que como el Viejo Generalísimo. Tal vez porque le temía a los famosos resabios de Máximo Gómez, me insubordinaba solo de vez en cuando: los días del curso en que iban a vacunar.

―¡Enfermera...! -avisaba alguna voz amiga, y con ella yo me daba una licencia y escapaba a toda marcha a un coppelita pequeño donde con apenas 40 quilos (no hay error: dije 40 y escribí quilos) compraba una copa de un frío "analgésico" contra el susto, de naranja piña, fresa o chocolate.

Más tarde regresaba avergonzado, con el rabo entre las piernas (¿dónde si no?, preguntaría aquí cierta presentadora de televisión) y las maestras, irresponsablemente cómplices, me perdonaban aquella repentina ausencia al examen de jeringuillas. Por puro milagro no morí en ese tiempo, de sarampión o de otra enfermedad vedada al resto de los muchachos de mi grupo.

El miedo a las agujas creció conmigo, un poco más veloz, porque creo que ya mide más de mis 5 pies con 10 pulgadas, pero al cabo de los años encontré, al fin, un antídoto eficaz. Charles Darwin o Dios, o ambos, saben muy bien lo que hacen y por eso dotaron a las verdugas que inyectan de esos cuerpos bellísimos que hacen uno olvide el dolor:

―Por favor seño... ¿no tendrá por ahí otra vacunita que ponerme?