martes, 22 de febrero de 2011

Agujas

Yo era un enano, desarrapado, sí, pero disciplinado hasta la barba, en aquella primaria santacruceña que se llamaba nada menos que como el Viejo Generalísimo. Tal vez porque le temía a los famosos resabios de Máximo Gómez, me insubordinaba solo de vez en cuando: los días del curso en que iban a vacunar.

―¡Enfermera...! -avisaba alguna voz amiga, y con ella yo me daba una licencia y escapaba a toda marcha a un coppelita pequeño donde con apenas 40 quilos (no hay error: dije 40 y escribí quilos) compraba una copa de un frío "analgésico" contra el susto, de naranja piña, fresa o chocolate.

Más tarde regresaba avergonzado, con el rabo entre las piernas (¿dónde si no?, preguntaría aquí cierta presentadora de televisión) y las maestras, irresponsablemente cómplices, me perdonaban aquella repentina ausencia al examen de jeringuillas. Por puro milagro no morí en ese tiempo, de sarampión o de otra enfermedad vedada al resto de los muchachos de mi grupo.

El miedo a las agujas creció conmigo, un poco más veloz, porque creo que ya mide más de mis 5 pies con 10 pulgadas, pero al cabo de los años encontré, al fin, un antídoto eficaz. Charles Darwin o Dios, o ambos, saben muy bien lo que hacen y por eso dotaron a las verdugas que inyectan de esos cuerpos bellísimos que hacen uno olvide el dolor:

―Por favor seño... ¿no tendrá por ahí otra vacunita que ponerme?

2 comentarios:

  1. Por más que lo cuentes, me cuesta imaginarte en esa travesura. Tienes cara y quilos de no matar ni una mosca.

    ResponderEliminar
  2. No lo discuto, Yanetsy, pero, créeme, algún epitafio de mosca he provocado.

    ResponderEliminar