Yo era un enano, desarrapado, sí, pero disciplinado hasta la barba, en aquella primaria santacruceña que se llamaba nada menos que como el Viejo Generalísimo. Tal vez porque le temía a los famosos resabios de Máximo Gómez, me insubordinaba solo de vez en cuando: los días del curso en que iban a vacunar.
―¡Enfermera...! -avisaba alguna voz amiga, y con ella yo me daba una licencia y escapaba a toda marcha a un coppelita pequeño donde con apenas 40 quilos (no hay error: dije 40 y escribí quilos) compraba una copa de un frío "analgésico" contra el susto, de naranja piña, fresa o chocolate.
Más tarde regresaba avergonzado, con el rabo entre las piernas (¿dónde si no?, preguntaría aquí cierta presentadora de televisión) y las maestras, irresponsablemente cómplices, me perdonaban aquella repentina ausencia al examen de jeringuillas. Por puro milagro no morí en ese tiempo, de sarampión o de otra enfermedad vedada al resto de los muchachos de mi grupo.
El miedo a las agujas creció conmigo, un poco más veloz, porque creo que ya mide más de mis 5 pies con 10 pulgadas, pero al cabo de los años encontré, al fin, un antídoto eficaz. Charles Darwin o Dios, o ambos, saben muy bien lo que hacen y por eso dotaron a las verdugas que inyectan de esos cuerpos bellísimos que hacen uno olvide el dolor:
―Por favor seño... ¿no tendrá por ahí otra vacunita que ponerme?
Por más que lo cuentes, me cuesta imaginarte en esa travesura. Tienes cara y quilos de no matar ni una mosca.
ResponderEliminarNo lo discuto, Yanetsy, pero, créeme, algún epitafio de mosca he provocado.
ResponderEliminar