martes, 26 de noviembre de 2013

El zumbido de una J.


Imagino que a Finlay su célebre J. ya lo tenga bien jodido. Casi nadie sabe nombrar al sabio. Casi todos adulteran sin permiso la decisión de nuestro ilustre coterráneo cuando, ya adulto, por los tiempos en que su hijo Carlos Eduardo también se hizo doctor, optó por añadir a su firma de Carlos la letra inicial de su primer nombre y aprobar obras y papeles con el muy conocido Carlos J. Finlay. Pero ver la rúbrica estampada no nos da derecho a leer “Carlos Juan”.

Su nombre era Juan Carlos, Juan Carlos Finlay Barrés, aunque muy pocos parecen hacerle caso. Bueno... no puede decirse que él fuera un hombre afortunado en eso de ser escuchado. Pese a sus estudios en Europa y Estados Unidos, pese a su título del Jefferson Medical College, de Filadelfia, pese a su práctica consagrada, sus contemporáneos padecían con respecto a él una terrible hipoacusia: no le oían en absoluto.

En 1868 propuso medidas sanitarias ante una epidemia de cólera en Cuba. No le hicieron caso. Y en otro "frente" acumuló por veinte años pruebas contra el Aedes aegypti. No le hicieron caso. Más de uno se refería a él como “el loco de los mosquitos”.

Miles de muertos después fue escuchado finalmente y sus recomendaciones resultaron vitales en la erradicación del azote de fiebre amarilla tanto en Cuba como en Panamá. Sin su aporte, el vapor Ancón (que el 15 de agosto de 1914 cruzó primero que ningún otro barco el socorrido Canal) estaría aun fondeado del lado del Atlántico, porque en la época de los trabajos de construcción Panamá era un febril enjambre amarillo.

Algunos norteamericanos le hicieron la guerra del despojo de su descubrimiento, por fortuna conjurada, pero no se equivoquen: la aceptación de su teoría y el otorgamiento de ciertos cargos y agasajos no cambió del todo su sino de hombre “descreíble”. Más de una vez su nombre fue recomendado para el Premio Nobel de Fisiología o Medicina y los responsables se hicieron los suecos ante su candidatura, privándolo de una condición más que merecida.

Yo supongo que en el nivel de los sabios donde le habrán ubicado tras su muerte en 1915 para mantener la inefable sanidad celestial, el científico sufra con desconcierto este último tropiezo comunicacional, derivado de una pésima inferencia entre su firma y su nombre. Porque, desde encumbrados especialistas hasta grandes comunicadores, muchos se empeñan en hablar de “Carlos Juan Finlay”, a menudo con el tono de quien dice las cosas de modo fino y correcto.

—El genio Carlos Juan Finlay... —insisten y, creo yo, el genio alisará sus abundantes patillas preocupado, pensando que otra vez un fulano, ahora, para colmo, de nombre muy parecido al suyo, le quiere escamotear sus méritos.

Infinidad de publicaciones reiteran el error. Hasta la poderosa Wikipedia lo tiene registrado así: Carlos Juan Finlay. Pero no vayamos tan lejos, la mulatísima EcuRed, esa enciclopedia cubana que aspira, como es menester, a ser más cubana y más certera que otras fuentes si se trata de Cuba, abre su texto sobre la figura con el nombre trastocado antes de colocar en la semblanza esta perla que merece un ingreso hospitalario: “Nació en Villa Clara (actual ciudad de Camagüey, en la provincia del mismo nombre)”. Yo me quedo pasmado, pensando que ni en ese año de1833 en que ambos territorios eran parte del Departamento del Centro, ni nunca, Camagüey perteneció a Villa Clara. Lo dicho: Finlay no es lo que llamaríamos un suertudo, ni siquiera ahora que se le reconoce de veras.

Si no queremos decirle Juan Carlos, digámosle Carlos J., pero no innovemos en nombre ajeno. El zumbido de una J. mal leída puede provocar elevadas calenturas, por mucha sangre escocesa y francesa que se lleve en la raíz. Que un cubano es un cubano, por muy epidemiólogo que sea. El error se trasmite cual fiebre amarilla. Solo que esta vez no se puede culpar a los mosquitos.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Invasores

Veo el titular en un periódico: Mamíferos invasores, una amenaza a la biodiversidad, y comienzo a leer. Resulta que han entrado a Cuba, por debajo del telón, unas 30 especies de ilegales de ese orden biológico que se han establecido en los ecosistemas menos imaginables e impusieron su ley a ejemplares locales que a menudo resultan demasiado nobles para luchar (ya se sabe que los cubanos somos en extremo cordiales con los extranjeros).

En fin, la nota refiere casos de bruscas intromisiones y algunas de sus consecuencias, sin embargo me llamó la atención que no dedique una línea, ni siquiera una, al invasor más notorio, ese que por un lado comienza a afectar nuestra típica biodiversidad porque rompe la clásica armonía corporal de las mujeres de la Isla y, por otro, causa ahogos irreversibles en más de un hombre criollo. Lo cierto es que en los países donde ha atacado, este mamífero aniquiló la variedad del paisaje.

Dicen fuentes no oficiales que el intruso a veces llega de China, a veces entra de Europa, yo no sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que, instalado en el pecho de las criollitas, el siliconis eroticus podría desaparecer del mapa el frágil equilibrio ecológico que nos quede.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El elogio destructivo


Supongo que hayamos sido los cubanos los inventores mundiales de eso que todos llamamos crítica constructiva. No se refiere a la exposición de criterios profundos sobre la construcción de edificios (que tendría mucha pared por donde cortar) sino a la manera, por ejemplo, en que se puede dar fustazos en la espalda de alguien esperando que dicho torso muestre artísticas rayitas dignas de figurar en un catálogo.

Yo pienso que la crítica es la crítica y -parafraseando cierta sentencia popular sobre la técnica- sin crítica no hay crítica. Porque cuando empezamos a buscarle apellidos, le pasa a esta señora lo mismo y lo contrario que a Doña materia: se transforma en otra cosa... pero se crea y se destruye. Casi siempre, donde se intenta una crítica constructiva quedan una crítica destruida y un chapucero ileso.

Hablando de destrucción, también en este campo podemos plantar patente. 
Con solo 15 años, mi hijo Daniel acaba de incursionar en el elogio destructivo, una especie de contrafigura de la dama a que aludía. Resulta que el sábado él fue a mi casa, a vernos, a conversar y a buscar, en mis no muy poderosos “archivos”, datos para estudiar sus muy poderosas tareas.

Estaba en casa mi hijo, la visita más importante que puedo recibir, así que previamente tuve que ir al mercado a dejar que los verduleros me hicieran sin jeringuillas otra severa extracción de sangre. Mientras Daniel estudiaba preparé el almuerzo lo mejor que pude y al mediodía, sentados juntos a la mesa, le comenté en un ataque de autocrítica constructiva:

Dany, no quedó muy rico, ya sabes que Papá no aprende a cocinar. Eso sí, está hecho con amor.

A esa hora, por supuesto, yo esperaba una palmada a mi esfuerzo y un diploma a mi cariño, pero los muchachos siempre nos dejan chiquitos.

No te preocupes, Papi, está sabroso -respondió mi hijo llenando mi autoestima, para en un instante rematar-... ¡comparado con el que dan en la escuela...!

domingo, 17 de noviembre de 2013

Mi madre al teléfono

Hoy hubiera llamado a mi madre. Pero ella no está en su casa y allá donde ha ido no tiene un teléfono desde el cual escucharme. A una madre se le llama en cualquier fecha, pero hay días en que me urge cambiar la mano con que cargo el planeta y requiero que su voz me inyecte fuerzas supermánicas.

—¿Cómo estás mi’jo? –dirá ella invariablemente, mas el lugar común a mí me sabrá invariablemente a palabra florecida.

Bienaventurados los aceros humanos, los hijos sin nervio. Lo que soy yo, cuando siento que el encargo que tengo sobrepasa mis fuerzas hablo con ella de las cosas más nimias y resuelvo en la charla dos problemas: por un lado fortalezco mi espíritu con su limpia corriente y por otro le regalo exigencias que saben a caricia:

—¡Cuídese mucho, Mima…!

Yo la trato de usted; soy un hijo jurásico… lo ha pensado de mí más de un contemporáneo. Muy temprano en mi casa invertimos las sílabas, y allí donde casi todo cubano dice Mami, democráticamente optamos por el Mima. Nosotros, siete “tús” diferentes cual urgentes brochazos de arco iris, también nos pusimos de acuerdo para honrar su estatura diciéndole “usted”.

Tan certeros anduvimos que ahora que está así, demasiado viejita para mi susto, ahora que se reduce por la extraña fuerza de gravedad que parece podar a los ancianos, ahora que nos sentimos persuadidos de que la vida le escamoteó el premio que merece, ella se ve más alta y más grande a los ojos de nuestros corazones.

Tanta charla no resuelve el problema, ya lo sé. Este tiempo de texto debió ser otro diálogo telefónico porque hay días sin brújula, sin velas y sin viento en que de poco valdría tener el mejor barco. Hoy la hubiera llamado. ..

No tengo remedio; la engaño porque soy un ser cuidadosamente imperfecto: casi siempre mi madre cree que llamo para saber de ella, cuando en realidad llamo para saber de mí. Sin su guía naif no sé por dónde ando. Tal vez ella se asombre de la simple llanura de mi conversación, de mis temas sin cresta y mi tono tranquilo que linda en el bostezo.

A menudo la llamo para oírme en su voz. Casi nunca le planto dolores en el auricular y de vez en cuando me doy incluso el lujo de la broma para que Mima no sepa que alguna vez su hijo, tan hombre, tan serio, tan sobrio y tan crecido, cuando cuelga se acuerda de llorar.    

jueves, 14 de noviembre de 2013

Dictamen forense



Nunca mostró apuro; mucho menos interés por el asunto, sin embargo acaban de enterrar, a sus 97 años, a Pastora Yuani Sayús. Ya sin vista, pero con intactas ganas de bailar, esta guantanamera singular se llevó su música a la muerte, tal vez con la idea de poner a la Parca —tan aburrida que es esa abrigada señora— a bailar changüí.

Allá por los años '70, cuando muchos de nosotros aprendíamos a leer, una letra todo música inundaba la Isla: “Pastorita tiene guararey conmigo, yo no sé por qué será...” Eran Los Van Van, de Juan Formell, que se llevaron el texto de las lomas orientales y lo regaron por el mundo, convirtiéndolo en el changüí más escuchado.

Roberto Baute lo había compuesto; no para seducir a la mujer, como suele creerse. En realidad él se había enamorado de Petronila, la hija de Pastorita, y parece que a su suegra aquel enlace, marcado por 20 años de “ventaja” del novio, no le gustaba ni un poquito. De manera que tal vez la esquela musical fue hecha para la madre pensando en la hija. En todo caso resultó, porque la propia Pastorita dijo en su momento: “Él compuso la canción para hacerme sentir bien, y con el tiempo me gustó tanto que la bailé muchísimo”.

Música más, palabras menos, Baute era, según la Pastora, un negro alto que halaba una guitarra endemoniada y podía conquistar a cualquier hembra.

El changüí es cosa seria. Como en las grandes historias, un litigio de autoría se dirimió en la Ley, que finalmente, en 1976, proclamó los derechos de Baute.

Soy Pastorita, la del guararey -dicen que dijo la mujer mientras entraba al tribunal, a testificar o a bailar, que para el caso era lo mismo. Y Cuba siguió de fiesta.

Pastorita había nacido en 1916, pero solo en el año 2003 los cubanos nos enteramos de que habíamos estado bailando una mujer real y no una abstracción de autor. Tal fue su vida sumergida, a pesar de la risa y la cintura. La enterraron el martes mientras todos cantaban su himno personal. ¿De qué murió? Es sencillo imaginarlo: seguramente sufrió un ataque irreversible de guararey.

sábado, 9 de noviembre de 2013

La lágrima y las vacunas

Hasta finales de los ‘70 yo iba a aquella tienda una vez al año: siempre a inicios de julio, cuando después de un democratísimo sorteo en la bodega a la vista de todos los vecinos, mi madre nos llevaba, por fin nos llevaba, a comprar juguetes según el número que nos había tocado en suerte. Nunca alcanzamos un turno “bajito” que nos permitiera llevar a casa una de las tres o cuatro bicicletas que vendían por año, pero jamás nos faltó un juguete atractivo: chinos, japoneses, soviéticos… el mundo cabía en una vidriera. Y después era cosa de ponerse a jugar, todos los fiñes juntos, sin exclusiones.

El tiempo, que me regaló unas canas que jamás le pedí, hizo lo suyo. Los niños de hoy nacen con 13 vacunas aseguradas que les evitan enfermedades ya desterradas y ahorran a las familias lágrimas incalculables que nunca hacen falta, mas los peques, que siempre son sinceros, no pueden decir que alguien les garantice un juguete barato, de manera que el sorteo actual es de otro tipo: quien tenga más, comprará aparatos de fantasía a sus muchachos; quien lleve  menos, tendrá que enseñarles temprano a cantar la ronda de la resignación.

Pero esa es otra historia. Voy a seguir con mi tienda, aquel local desvencijado, que jamás nadie se ocupó de pintar, era para muchos de nosotros el más hermoso del planeta Juego. Mis carros de cuerda, mis barcos, mis pequeñas granjas y mis pistolas salieron indefectiblemente de aquella vetusta casona de dos pisos plantada al borde del mar.

Solo cuando crecí alguien me contó los detalles. En su juventud, mi tienda había sido una dama heroica. Así, con su estampa modesta, con su piel quebrada y su vocación de anciana dadivosa con los niños, ella fue el único inmueble que quedó en pie cuando el terrible ciclón de 1932 marcó en Santa Cruz del Sur la peor tragedia natural de toda Cuba.

Fue una mañana como la de hoy, 9 de noviembre. La tradición hace que los santacruceños desfilen ese día hasta el cementerio del pueblo en continuado homenaje a los más de 3 000 muertos. Yo no he marchado; nunca he estado allá para esta fecha. Generalmente, como hoy, ando en asuntos menos luctuosos en la muy mediterránea ciudad de Camagüey, pero aun aquí, a 80 kilómetros de mi mar, pienso en la tragedia.

En días como este rememoro, tanto como a las víctimas de carne y sueño, a esa otra mártir de madera que cayó muchos años después, fulminada por los vientos del abandono: mi tienda de juguetes, la casona curtida que olvidó sus dolores de solitaria sobreviviente para vacunar a los muchachos de mi época con 13 ámpulas de alegrías que duran toda la vida.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Crímenes de la belleza


Tanto se le ha cantado a la belleza que acabamos por no ver el arma blanca que porta bajo su alma colorida. 

Sus técnicas de ejecución no son novedad: arponea las miradas, reduce a cero la voz, adormece toda fuerza, anula la voluntad y obliga a su víctima de turno, por los días de los días, a perenne reverencia. Más acá de la suerte, más allá de la muerte.

Yo la vi de frente una única vez. Yo, un soldado sin nombre de Troya, intenté alejarme de esa luz, o mirarla de soslayo, como dicen los sabios deben mirarse los eclipses, mas al cabo terminé como tantos condenados: buscando su imagen cegadora y tierna.

—Pero tú no eres Paris -me dijo con su silencio la dueña de la belleza.

Tal fue el fin. Esas son las señas de mi muerte. Los aedas no mostraron interés en ella. Nadie va a recrearla en versos eternos. Ningún guerrero de vuelta la contará a una reina que bajo asedio teje los hilos de la paciencia. Recuerden que no soy Paris.

No obstante, quiero alertar a otros ingenuos impresionados: en este planeta de fieles adoradores, la belleza ha matado más que todas las guerras juntas. Aun en humeantes trincheras, la foto de una distante Ella supera el calibre del misil más contundente. ¿Por qué nadie la ha denunciado todavía? Porque a su paso, la belleza no hace prisioneros ni deja sobrevivientes.