De las dos majas prefiero, por mucho, la vestida: no hay mayor placer estético, no hay igual obra de arte, no hay mejor catarsis plástica que trepar a la modelo en el caballete —¿con reverencias de condesa en el alba o incandescencias de gitana en el ruedo?— y pintar en primera persona a esa mujer inapagable quitándole cada pieza de su cuerpo, trazo a trozo, a puro pincelazo de miradas, con fingida delicadeza de Academia y estos ojos de vanguardia marginal que un día se perderán, ahogados para siempre, en las profundidades de un cuadro plagiado al viejo Goya.