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jueves, 28 de febrero de 2013

Segundas partes...

Rebelde lacónico como es, Juan Rulfo llegó a lo alto y pidió en seguida un despacho con Dios.
 

—¿Tiene usted alguna queja?, -preguntó el Creador al mexicano.
 

—Nos han dado el Cielo… –comenzó el escritor, y Dios, que había leído aquel cuento de El llano en llamas, sólo se puso las manos en la cabeza.

martes, 21 de febrero de 2012

Una saga rulfiana

Ni modo... que a mi manera, he sido un poco mexicano. Desde niño me atrajo la paz de los cementerios.

Muy temprano descubrí que los muertos tienen mucho que callar, y ese me pareció el primer testimonio de su sabiduría.

En los cementerios siempre vi asomarse el lado bueno (amable, por dejarse amar) de los seres humanos; incluso a aquellos a los que les hicieron la vida imposible, después sus matadores ―físicos o intelectuales― les compensaban con una muerte llevadera.

Pero ya he cruzado, cual espalda mojada, la frontera: me voy desmexicanizando y dejo de ser un cuate, porque me han cambiado aquel paisaje.

Desde que veo que aun en los camposantos se trafica con flores recicladas de una tumba a otra hasta que ellas mismas mueren de cansancio, sin afiliarse a un muerto; desde que sé que las lápidas desaparecen físicamente aunque no vayan al Cielo; desde que oí que respetables difuntos son irrespetados al despojárseles de las obras de arte con que otros los despidieron de este mundo; desde que concluí que en aquellos predios el amor es un finado a menudo mendigando paz, tan solo un poco de paz para descansar... veo los cementerios con ojos cementados.

Parece que en ellos resucita Comala, la caótica Comala. Sin la magia de Rulfo, muchos vivos hoy juegan a ser Pedro Páramo. Poco a poco les robamos ese reino. Lo conquistamos y colonizamos ―si hace falta, quitándoles la muerte a los rebeldes―, extendemos hasta allá nuestra algarabía mientras los espíritus preguntan si habrán de iniciar, de vuelta, el viaje de Juan Preciado. Los muertos más suspicaces sospechan que, quién sabe, a lo mejor esta es la hora de regresar a El llano en llamas.

lunes, 7 de marzo de 2011

Espías

Siempre he sentido que los libros me leen, por eso decido con mucho cuidado cuál comprar sin que ello amenace el anonimato que a pie de firma suele acompañarme. Resulta que mientras los repaso, entretenido, los escritores, curiosos como son, aprovechan para enterarse de mis cosas.

Tan discreto y taciturno como parece, Rulfo es el que más me sabe: el compadre jalisciense domina al dedillo vida y milagros de este cubano desconocido que después de leer El llano en llamas y Pedro Páramo hubiera jubilado a unos cuantos miles de escribientes mal disfrazados de escritores.

Claro, uno de los que yo siempre libraría del paro es García Márquez, apto ya —por mis lecturas suyas— para escribir mi biografía monótonamente impublicable. Kafka está al tanto de que en mis días malos suelo volverme Gregorio Samsa; Onelio Jorge a veces me pide prestada mi Candela para narrar, junto a la hoguera, las mentiras de su cuentero Juan; Galeano me lee, agudo y criticón, desde mil ventanas abiertas como venas y Monterroso siempre ha estado seguro de que cuando el dinosaurio despertó ya yo no estaba ahí para esperarlo.

Ciego solo en apariencia, Borges condena en prosa y versos mi cerebro poco memorioso; Martí me recluta para riesgosas expediciones por sus dos ríos de diarios y Dostoievski me ofrece a cada rato una plaza vacante de Raskolnikov que yo aceptaría si antes no me hubiera ido a ensartar molinos como copiloto de El Quijote, mandado por el gran manco.  

No es paranoia: otros me espían desde su falsa identidad de artistas de la letra, pero estos son los que más cerca pisan mis talones. Créanme, pese a su supuesta pose distraída, sus adormecidos músculos y metáforas de la paz, los escritores son gente bastante peligrosa y aunque yo no sea uno de ellos les recomiendo, por si las moscas, que no lean nada de lo que escribo.