Siempre he sentido que los libros me leen, por eso decido con mucho cuidado cuál comprar sin que ello amenace el anonimato que a pie de firma suele acompañarme. Resulta que mientras los repaso, entretenido, los escritores, curiosos como son, aprovechan para enterarse de mis cosas.
Tan discreto y taciturno como parece, Rulfo es el que más me sabe: el compadre jalisciense domina al dedillo vida y milagros de este cubano desconocido que después de leer El llano en llamas y Pedro Páramo hubiera jubilado a unos cuantos miles de escribientes mal disfrazados de escritores.
Claro, uno de los que yo siempre libraría del paro es García Márquez, apto ya —por mis lecturas suyas— para escribir mi biografía monótonamente impublicable. Kafka está al tanto de que en mis días malos suelo volverme Gregorio Samsa; Onelio Jorge a veces me pide prestada mi Candela para narrar, junto a la hoguera, las mentiras de su cuentero Juan; Galeano me lee, agudo y criticón, desde mil ventanas abiertas como venas y Monterroso siempre ha estado seguro de que cuando el dinosaurio despertó ya yo no estaba ahí para esperarlo.
Ciego solo en apariencia, Borges condena en prosa y versos mi cerebro poco memorioso; Martí me recluta para riesgosas expediciones por sus dos ríos de diarios y Dostoievski me ofrece a cada rato una plaza vacante de Raskolnikov que yo aceptaría si antes no me hubiera ido a ensartar molinos como copiloto de El Quijote, mandado por el gran manco.
No es paranoia: otros me espían desde su falsa identidad de artistas de la letra, pero estos son los que más cerca pisan mis talones. Créanme, pese a su supuesta pose distraída, sus adormecidos músculos y metáforas de la paz, los escritores son gente bastante peligrosa y aunque yo no sea uno de ellos les recomiendo, por si las moscas, que no lean nada de lo que escribo.
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