viernes, 1 de abril de 2016

Kokeshi y yo


No más me regalaron mi kokeshi y empecé a averiguar detalles de esa diminuta belleza que en japonés se escribe así de claro: こけし. Par de siglos, por lo menos, llevan los artesanos de aquel país haciendo estas muñecas de madera especial, de manera exclusiva, que muy pronto salieron, sin visa ni pasaporte, a conquistar el mundo.

Japón es siempre misterio, así que no asombra que el nombre y la naturaleza misma de estos trocitos de arte se vieran ensombrecidos por el falso rumor de que representaban a niñas muertas, sacrificadas por familias en desgracia, o por el murmullo de que el candor de las caritas no hacía más que reforzar el aura tétrica de su sino. «Piezas de mala suerte», decían los agoreros. Todo falso.

Ahora cualquiera sabe que el nombre combina «ko» y «keshi»: pequeño  fruto de la amapola, según traducción literal. Su tamaño es elocuente, y su testa graciosa —de pelo negro, ruborizados cachetes, ojos cerrados de tanto cariño y boca en diminuto punto encarnado— emula en efecto con la amapola más tierna. No obstante, quien dude aún de la candidez de una kokeshi puede conocer la mía, que en seguida le aclarará fe y afectos.

Se supone que las tatarabuelas de mi kokeshi nacieron allá por la región de Tohoku, en el norte de Japón, para ser vendidas a turistas que visitaban ciertas aguas termales. La mía es más valiosa, porque lleva el calor en sí misma.

Mi kokeshi, que por supuesto ya tiene nombre cubano, es superior a las otras por un detalle que enamora: mientras las tradicionales tienen un cuerpo cilíndrico carente de extremidades, esta que me regalaron cuenta con ellas. Desde que la tengo, no dejo de pensar que las lleva para venir a mí, si está lejos, y para abrazarme siempre que se lo pida.