La historia es otra muy distinta. El sol nunca tuvo nada con la luna; siempre le pareció muy fría y muy blanca; casi tanto como las nórdicas, según solía decir. Lo suyo eran sus primas las estrellas, con ellas iba de juerga: siempre una distinta, mientras más lejana, mejor, porque le atraían las oscuritas. Un día Dios se cansó de aquel desorden y le mandó la luna, precisamente para obligarlo a hacer aquello con una chica bien pura, la única, por cierto, que el gran caliente no quería. Soberbio, como dueño de la luz, el tipo hacía huelga cada vez que le enyugaban la gordita. Así fue; él no es una víctima del eclipse: él lo inventó.
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