Siempre estuve convencido de que las flamantes ollas «reina» distribuidas en los barrios cubanos hace una década eran tan eficaces porque cada una tenía escondido un chef chino que allá dentro, debajo de su base y entre su cablería, hacía maravillas hasta con los encargos más duros y amargos que le tocara en suerte.
De otra forma, decía yo, era imposible que incluso neófitos certificados por su incapacidad de hervir un huevo salgan ilesos, y hasta con cierto decoro, del trance de una comida.
Lo sabe mi hijo Daniel, que se ha hecho hombre probando
en visitas de fin de semana algún plato innombrable que él siempre comió a gusto
con un dictamen tan generoso como incomprensible: «Me gustó, papi». Pero cuando
nos despedíamos solía quedarme el complejo de que en la jugada había un fraude a mi favor: el del chino que,
como genio en su lámpara, hizo el trabajo duro mientras yo simplemente echaba cosas y frotaba
botoncitos.
Así pasaron los diez años de una reina culinaria que
mantuvo su corona pese a que sus misiones parecían más las de un superhéroe de
cine que las de una simple cazuela. Y aun cuando en la gran mesa del mundo
algunos rumores sugieren que a la mismísima Isabel II le pesa ya esa corona
británica que porta en su testa desde 1953, mi reina doméstica ha estado ahí,
firme, imperturbable, ocupándose desde 2007 de una mancomunidad de inventos
caseros.
La he visto —a la segunda, claro— resolver los menús
elementales, pero además luchar por no morirse sin someter, a puro calor, ciertas
carnes absolutamente jíbaras para ella. ¿Qué la junta está vieja…? No importa;
con más agua y tiempo de «candela» se resuelve. ¿Qué el cronómetro no funciona…?
Pues uno hace como el clásico profesor de educación física: medición manual. Y
si la válvula parece una locomotora de vapor del viejo oeste, con una cuchara
encima se ralentiza el escape. Son apenas algunas de las innovaciones cubanas
que seguramente allá adentro, en su estrecha «sala de máquinas», el chino que
me tocó agradecía en silencio.
Nada de pensar en buscar una sucesora, porque eso pudiera
costar más que una reina de auténtica sangre azul en las cortes europeas.
En fin, todo iba muy bien, pero hace unas tardes
sobrevino la tragedia. Fui a visitar a unos amigos y ante mi marcha vespertina
la anfitriona, generosa, me obligó a volver a casa con una de sus
especialidades: frijoles negros.
Los llevé y, en el apuro de la llegada, los eché a la
reina descuidadamente, como el plebeyo que derrama algo en el vestido de su
monarca. Sin colocarlo en el plato, quiero decir, de manera que al momento comenzó
a salir potaje por cada orificio hecho para colocar tornillos.
Ni siquiera a la media hora había resuelto el derrame. Frente
al fenómeno, llegué a pensar que, además del chino, el aparato traía incorporado un vaina cubano…
lleno de frijoles. No dejaban de salir tales granos, de modo que no tardé en
darme cuenta de que quedé sin cazuela y en las próximas visitas de Daniel
estaré en dificultades.
Simplemente rompí la olla. Es poco probable que el manual del fabricante previera semejante torpeza. Lo peor del trance fue cuando,
entre frijoles, aparecieron unos trocitos de carne. Horrorizado, me percaté de
que aquello era también la escena de un crimen: había matado al chino y el delicioso
potaje de mis amigos se me convirtió en una especie de caldo caníbal que ya no podía
probar. Antes que la infinita Isabel II, mi noble reina abdicó sin remedio.