miércoles, 12 de febrero de 2014

Ser primero poeta, sextamente


A través de un amigo común —los amigos comunes son algo así como afectos de doble tracción— Luis Sexto me premia a distancia con un libro autografiado. Sexto y yo fuéramos colegas, de no ser porque trabajamos en distintas dimensiones: él se mueve en letras de grandezas, yo apenas comienzo un abecedario desconocido. Mientras yo avance él ascenderá, así que estamos condenados al descompañerismo.

Quizás sea por esa circunstancia que Luis me sobrelleve y en su dedicatoria adjudique prosapias a mi apellido.

Soy Milanés -le digo al teléfono, después del saludo, y el maestro replica con su humor.

¿José Jacinto...?

No, Federico.

¿El más cuerdo de los dos..?

No, el menos loco -respondo en broma.

Realmente, apenas soy Enrique, y más que en la mutua reverencia a esos pilares, la charla nace en mi agradecimiento. Quiero agradecerle el regalo de sus Estaciones del ocaso, un poemario delgado como yo, discreto como él, que bajo su firma salió recientemente.

Mi flacuencia está fuera de toda reflexión, es tan amplia que no merece comentarios, pero la discreción de su cuaderno exige ser explicada. En unas pocas páginas, sesenta y tantas de ellas, Sexto me ha devuelto el aroma real de la poesía, a menudo secuestrado —les digo y le dije— por tanto arquitecto de fonemas de empaque petrolero.

Sus poemas son susurros aliados de firmezas. No hay afectación, no hay poses; cuando uno los lee no imagina al autor con ojos entornados. No es la suya criatura de feria, sino dama de intimidad, ese espacio del cual nunca debieron sacar en venta la poesía. Es él, el hombre que sin ruidos aprendió a canjearle a la vida cabellos por ideas.

Su poemario rezuma claridad, con ele y sin ella, todo un bálsamo, porque la primera misión de la poesía —aun para mí que, les digo y le dije, soy un docto analfabeto en la materia— debe ser regalar el amor a cualquier pecho.

Entonces, en textos cortos que remiten a su raíz periodística transcurren unas con otras estaciones de ocaso, y acasos también.

Tanto como sus letras, los espacios en blanco dicen e interrogan a quien solo aspiraba a leer. A mí, hombre anfibio con medio cuerpo y mente entera sumergidos en el agua, me agradó sobremanera ese “Naufragio” que alude a la ventana que pensativa mira hacia el poniente mientras el horizonte corta un sol sangrante sin remedio.

Es mi versión del gusto; léanlo a él. La mejor marca de identidad de un poeta es que viva realmente los versos que nos encarga creer. Léanlo a él, sugiero a los amigos comunes que me quieran a mí, pero que, más que a mí, aprecien la poesía.

lunes, 3 de febrero de 2014

El Pepe

José Mujica no descarta volver a dedicarse a vender flores cuando concluya lo que él llama “la changuita de ser presidente”. Proyecta, además, instalar en su casa una escuela de oficios agrarios dirigida a formar a niños de familias humildes. En marzo del 2015 entregará la banda presidencial a un sucesor y desde ya se ha elegido a sí mismo para adoptar, como un uruguayo corriente, a unos 30 o 40 “gurises pobres” que vivirían con él y aprenderían a entenderse con la tierra.

El plan es apenas un botón de muestra del pensamiento de un político que desconcierta a quienes “descubrieron” —¡oh, raro hallazgo en estos tiempos!— al hombre de pueblo en el hombre de Estado. La gran prensa y las redes sociales le han colocado el rótulo de “el presidente más pobre del mundo” y hasta el de “el más excéntrico de América Latina”, porque en este planeta, desdichadamente, la modestia se ha vuelto medio exótica.

Mujica replica con su verdad: él no es pobre, porque no necesita mucho para vivir, prefiere andar ligero de equipaje, y la austeridad le ayuda a “mantenerse libre”. Tales argumentos, sin embargo, no hacen más que multiplicar el asombro de una humanidad más orientada a la golosina de la cebolla.

Oyéndole sus discursos improvisados (el reciente en La Habana fue simplemente magnífico) uno aquilata la riqueza de este presidente que dona el 87 por ciento de su salario para su partido y para programas sociales de construcción de viviendas y que nunca se ha mudado de su humildísima chacra (granja) de Rincón del Cerro, a unos 10 kilómetros de Montevideo, haciendo público desplante a la cómoda residencia presidencial.

En una época en que, por fortuna y elección, América Latina cuenta con varios líderes valiosos, destaca en el conjunto la oratoria fresca de este anciano que habla con la ternura de un niño, la poesía de la naturaleza y el recio alerta de un sabio.

Aunque siempre audaz, Mujica no siempre fue manso. Su cuerpo supo de seis balas y su expediente de guerrillero tupamaro le hizo pasar 14 años en prisión. En los peores tiempos, la cárcel era un agujero en el piso. Estuvo más de un año sin poder bañarse y siete sin leer nada; sus únicos amigos eran entonces unas ranas, unas ratas y las hormigas que se ponía en las orejas, para entretenerse. Con ellas compartía migas de pan.

Contrario a lo que suele ocurrir, la prisión le multiplicó la humildad, le enseñó a “galopar para adentro” y le armó la certeza de que el odio no sirve en la política. Miles de uruguayos lo esperaron en el otoño de 1984, a la salida de la cárcel; en el 2010, cuando asumió como presidente, pudo entenderse mejor qué habían visto en aquel recluso que recobraba la libertad.

Desde entonces se ha hecho evidente que sus maneras no cuadran en el molde. Aclaró bien temprano que la corbata no le hacía falta para trabajar. Vendió, en bien del país, la residencia de vacaciones presidencial de Punta del Este. Siguió en su casita gaucha con su mujer, la senadora Lucía Topolansky, usando, para ir al trabajo de jefe del país, un carro VW escarabajo del año 1987, todo una pieza museable en la almidonada etiqueta internacional. Mujica vive como un vecino más, hábito del cual muchos se autodespojan no más recibida la banda ejecutiva.

Todavía siembra flores, les regala sus mejores lechugas a los vecinos y se aparece fuera de agenda en un bar de personas sin nombre a medir cómo va el mundo a esa hora. Todavía invita al barbero a pelarlo en la casa y Manuela, su perra coja —tullida en un accidente con el presidente durante una de las jornadas de este como operario de tractor—, parece más agente de seguridad personal que los dos policías que, tras mucha resistencia del estadista, fueron apostados en una garita a velar aquella descorchada casa de tejas metálicas situada a la vera de una calle de tierra. Decididamente, José Mujica es demasiado para los cánones de hoy.  

Pese a estos años en el cargo presidencial, los vecinos aun le llaman El Pepe. Y El Pepe tiene anécdotas dignas de incluirse entre las lecciones políticas que habrán de salvar el mundo. Cierta vez unos futbolistas de segunda división le hallaron junto con Manuela en una ferretería de barrio adonde fue a comprar la tapa de un inodoro, y acabaron reunidos en una animadísima charla deportiva con el presidente, flanqueado por la perra, asido al singular accesorio.

Otro día fueron a dar a su casa, sin previo aviso, unos ciudadanos argentinos que editan una revista comunal, y el mandatario les dio la entrevista que le pidieron. Y en septiembre del año pasado se apareció en sandalias al juramento de su nuevo ministro de economía.

Hay más. No hace tanto, la seguridad paraguaya le impidió entrar al almuerzo que dio el entonces recién electo presidente Horacio Cartes. ¿La causa? Su atuendo. “Sabíamos que era austero, pero no tanto”, dijeron los guardianes que cuidan al vecino rico.  

Como todos, El Pepe tiene detractores y simpatizantes. Entre los últimos se cuentan personas del mundo entero, y no han faltado quienes lo propongan para el Premio Nobel de la Paz. “Están locos —ha comentado Mujica—; un premio de esos podría arrimar unos pesos más pa' hacer casitas pa' las mujeres pobres. Pero la paz se lleva dentro”.

Él dirá lo que quiera, sin embargo hay actos suyos que parecen contradecirlo porque merecen el Nobel de la autenticidad. En 1994 José Mujica fue al Congreso a jurar como diputado. Llegó en su vieja moto Vespa vestido con ropa de gimnasia y el guardia que cuidaba el parqueo, temeroso de que arribaran los elegantes senadores, le preguntó:

—Señor, ¿se va a quedar mucho tiempo?

—Si no me echan antes... cuatro años –fue lo único que El Pepe respondió.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Palabras de bronce


Bueno, periodista, yo creo que ya es hora de que cambiemos los papeles: por aquí pasa todo el mundo y Subirat les habla de mí; gente que viene quién sabe de dónde y el Subi les cuenta maravillas mías. Con usted vamos a hacer una excepción: yo le voy a comentar cosas de él, de Norberto Subirat Betancourt, porque él no será una escultura, como yo, pero tiene una historia muy interesante.

Ahora lo retratan al lado mío, con un periódico en las manos, pero en buena parte de sus 80 años él tuvo muy poco tiempo para leer en un banco. Ya se ha hecho un símbolo de Camagüey, sin embargo nació en Bacallao, en la finca La Redonda, cerca de La Vallita. Vino para la ciudad en 1952 y, según me ha confesado en esas tardes en que vienen pocos turistas y podemos hablar más, en sus tiempos tuvo que comer mucha harina de maíz seco.

En fin, que había leído muy poco periódico, pero imagínese usted que una importante creadora vaya a su casa y le proponga que pose para ella, que quiere hacerle una escultura en la Plaza de El Carmen. ¿Quién va a decirle que no? Y si es Martha Jiménez, la gran artista ceramista, mucho menos. Eso cambió la vida del Subi, y también le embelleció la existencia a miles de personas que se quedan admirados con lo que encuentran en esta plaza. Seguro que usted también, ¿verdad?

Martha quedó satisfecha, y a Subirat nunca se le achica la alegría; si por él fuera, le daba un Premio Unesco todos los días a esta mujer que lo invitó a leer para siempre un periódico de bronce. Dice la artista que lo escogió por sus rasgos; es que él es nieto de canarios. Resulta que ella se propuso mostrar en estas esculturas costumbristas nuestra riqueza cultural. Y así se ven cerca de mí tres negras gordas, las únicas chismosas que caen bien en un barrio, se ven los enamorados que no se pelean y Mata'o, el aguador que aunque murió con 96 años todo el mundo cree que sigue vivo. ¡Es que el arte hace milagros!

Sigamos con Subirat. Nunca lo he visto pedir, pero ningún dinerito que puedan regalarle lo marea. Sin ser el vigilante de la plaza está arriba de los muchachos para que no rieguen ni se suban en las esculturas. ¿Qué otra cosa puede hacer, si está enamorado de Camagüey? “La Habana será la capital, pero Camagüey... Camagüey es una belleza”, me comenta a cada rato, mirando las dos torres de la iglesia.

A Subirat han querido conocerlo turistas rusos, norteamericanos, españoles, canadienses... y a todos les cuenta cosas de la ciudad y de Martha, la mujer artista que lo parió dos veces en la misma plaza: primero en marmolina, y ahora en bronce. Él está seguro de que va a ser eterno en este rinconcito, “la plaza me insiste que mejor representa al pueblo. Subi confía en que los camagüeyanos del futuro sabrán el nombre del viejito que leía el periódico en El Carmen.

Ese es, periodista, Norberto Subirat Betancourt, el modelo que inspiró lo que soy. Publíquelo así, porque él los quiere a ustedes; dice que en una ciudad vieja como esta los periódicos son los que anotan el acontecer. Se pasa la vida deseándoles salud y bendiciones porque, para él, todo el que defienda a Camagüey se merece una escultura.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Crónica policial

Veintiocho años después, los expedientes se empeñan en repetirlo. En todas partes, el hombre pensaba en una mujer imaginaria que ya (aunque él no lo sabía) era mujer pero había dejado de ser imaginaria. La mujer, la no imaginaria imaginada, se acercaba, hecho a hecho, al destino seguro de aquel galán jamás cruzado en su camino.

Él la soñaba (ella era) hermosa, delicada, deliciosamente fragante… Apenas podía reprochársele una leve inclinación, a estribor, de su sonrisa, en cambio el detalle daba a sus labios un toque marinero. Solo faltaba que la vida juntara los pedazos; era cuestión de esperar el día X.

Y casi llega, solo que un poco antes (el día W, para ser policialmente exacto) un conductor soñador, con la cabeza perdida del volante, atropelló a una desconocida en la avenida. Dicen que era una mujer increíblemente hermosa, que ni el olor de la muerte pudo robarle la fragancia.

Los médicos forenses no la han identificado todavía. Al examinarla, les llamó la atención aquella boca sensualmente escorada, como mecida en un velero. Por más que buscaron, solo encontraron en su cuerpo una sonrisa inclinada a estribor por unos pocos grados.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Hipocresía y perdón

Hasta el primer día de su muerte, Nelson Mandela recordó el profundo daño que le hicieron. “No puedo olvidar, pero sí perdonar”, escribió alguna vez esta estrella que se apagó tempranamente, apenas con 95 años luz de cercanía a la galaxia mejor que nos alista.

Pareciera que todos le hubiesen querido. Cuando su dura cabellera ya era escarcha comenzó el desfile de doctorados Honoris Causa y hasta el Nobel de la Paz fue a su vitrina, pero no le hacían mucha falta: ya él tenía el apodo de Madiba, título honorífico otorgado sin ningún papeleo por los viejos del clan con el que la gente le obsequiaba. Mandela portaba, además, la condición de Nobleza natural ganada en su tierra.

El mundo simuló regalarle mucho cuando había dejado que los racistas le quitaran 27 años de su vida tan solo por ser pueblo. Su excarcelación fue una demanda de activistas de aquí y de allá que mantuvo indiferente a la mayoría de los gobernantes de las potencias mundiales.

Esa Casa Blanca que ahora dice lamentar su partida lo mantuvo registrado como terrorista hasta julio del año 2008. Y antes, la CIA había dado las señas de cómo capturarlo. Londres, que tampoco quería saber de él, lo vigilaba.

Madiba no se rindió. Salió de la cárcel en 1990 levantando esas manos que no recordaban cómo acordonar zapatos. Es que fue todo el tiempo un reo descalzo.  Salió y apenas puso un pie en la calle ya era presidente: nadie tenía más autoridad que él, de modo que su proclamación en 1994, que tampoco le hacía falta alguna, fue mero formalismo. Ejerció un período como jefe de Estado y, en gesto muy suyo, dejó el poder pese a que todos sabían que podría continuar.

Los que le mintieron abrazándole, los que le premiaron sin cariño, los que le “editaron” en noticias los amigos que tenía y usaron sus frases solo a media lengua, los que se fotografiaron con él para bañarse gratuitamente con su blanquísimo halo, los que, en fin, requirieron 27 años infinitos para “enterarse” de su altura, no tienen qué temer. Hace mucho Nelson Mandela les advirtió que no olvida, pero les anunció que sabe perdonar. ¡Cómo no iba a saberlo un hombre que antes de dejar la cárcel abrazó a quienes le habían encerrado!