La mañana era fresca. Todavía el rocío le ganaba su pulso diario al sol cuando, tras pequeño corre corre, la tropa quedaba formada, impecablemente alineada, a las 07:50, la precisa hora de siempre. Al frente, en una tribuna, se pronunciaban voces de mando que sugerían cercano zafarrancho.
Alguien les resumió operaciones vencidas y —sin mapas en la mano para evitar que se filtrara información— les habló de tácticas y estrategias a seguir. Para inflamar los espíritus, cantaron el Himno en lo que trepaba el asta, despaciosa, una bandera de cinco franjas bicolores que alumbraba su triángulo rojo con blanquísima estrella.
Estaban concentrados en la maniobra: indistintamente, daban paso al frente y recitaban, dramatizaban, cantaban… alguno más osado se atrevió a bailar. De vez en cuando asomaba en un rostro una risita, pero no parecía indisciplina que echara por tierra la misión.
Mirándolos como un espía, a la vera de sus líneas, pude descubrir el poderoso armamento de estos efectivos: refrescos, bocaditos, mermeladas, galletas, dulces caseros que junto con sus cuadernos, sacapuntas, cartabones, lápices y colores, llevaba cada niño en la jaba amorosamente preparada por mamá, esa jaba que ningún ejército del mundo podría arrebatarle de sus piernecitas.
sábado, 22 de marzo de 2014
martes, 18 de marzo de 2014
Juan Preciado
Con
no pocos malabares logro subir y sentarme en el alto sillón del
limpiabotas. Es un viejo de carnes secas y rostro imperturbable, que
nunca habla. Más de una vez tuve la impresión de que visitarlo era
como hacer un viaje a Comala y que un muerto (¿de la tumba de al
lado?) le hallaba el último brillo a mis zapatos en lo que recitaba
escuetos murmullos pueblerinos sobre las correrías de Don Pedro
Páramo.
Esta
vez es distinto. Por alguna razón, el hombre se decide a conversar.
—Están
terribles los zapatos -saluda irrespetuoso.
—Están...
-le admito antes de explicarle que me los regalaron pero nunca me
dijeron qué piel difícil es esa que no retiene el color ni acata
las órdenes del cepillo.
“Juan
Preciado” cambia el tema:
—¿Usted
se imagina que por esta latica de betún me cobran 18 pesos? Es
chino. Yo no creo que los chinos sean tan careros.
Tampoco
yo, le comento, y él me cuenta que nació lejos, en una finca
plantada entre Cienfuegos y Palmira (¿quién sabe si se llamara La
media luna?), y que los chinos que vio en su infancia eran muy
trabajadores:
—En
un peladero hicieron un pozo... ¡y después a cosechar! Por eso los
chinos avanzan, porque son trabajadores.
—Son
inteligentes -le acoto.
—¡Que
si lo son...! Pero a nosotros nos falta mucho. ¡Es complica'o; hay que
pensar demasiado! A veces me acuesto y me desvelo largo, pensando.
Menos mal que me doy cuenta y ahí mismo paro el reloj de pensar,
porque si no, me fundo. Uno se entera de mucha gente con infartos de
to's tipos. La pelona no entiende.
—No
entiende -concuerdo bajando, con cuidado de espeleólogo, de su trono
de rústica madera.
Yo,
que a veces tengo problemas para apagar mi propia máquina de pensar,
añado otra anécdota a mi cavilación rulfiana. Vuelvo al trabajo
con la mente en China y en Comala. Llego, me siento y miro el
resultado: estampado en los zapatos tengo el brillo de un hombre
solitario de dedos manchados que antes de regresar a su silencio habitual tuvo
el valor de desearme un buen día, aunque a él no se le veía muy
convencido de tenerlo.
sábado, 15 de marzo de 2014
Margaritas
Ayer me dieron un premio. Yo sabía que mis letras no eran para tanto pero, obligado por el protocolo, la cortesía y el agradecimiento, fui a recogerlo como si lo mereciera. En el parque Martí se apareció mi hijo Daniel, confundido esa mañana con cualquier espigado colega de la prensa.
Pasaron por el acto niños, poemas, menciones martianas, estampas de Patria, el periódico que el cubano infinito fundó “para juntar y amar”. ¡Casi nada, Martí… escribías juntar y amar así, naturalmente, cual si no estuvieras persuadido de que esa era, como es, la misión que define nuestra especie!
Una colega leyó un ramo de palabras sobre mí. Duele el elogio público, duele que a uno le alaben en su cara, inconsultamente, pero tuve que oír callado, sin protestar, por aquello del protocolo, la cortesía y el agradecimiento.
Terminó el acto y mis colegas decidieron escribir un aplauso sin punto. Lo soporté a pie firme, contando cada segundo cual si fuera un desactivador del equipo anti explosivo. Aplacé mis naturales ansias de desaparecer. Por fin regresó el silencio, bendito mutismo que secó el sudor frío que Daniel y yo sufrimos en trances semejantes.
Entonces llegaron los besos. Jamás fui promiscuo hasta esta vez: nunca di tantos en tan poco tiempo. Nunca coseché racimos similares (incluso guardé alguno que otro para épocas malas). También desembarcaron manos cuyos dueños no siempre puede identificar. Cesaron los saludos y llovieron relámpagos de fotos. No las he visto todavía porque tengo el secreto temor de que, revisándolas, pase de nuevo el aprieto de que me reconozcan externamente cosas de las que internamente desconfío. Pero bueno, ya mencioné mi silente acatamiento del protocolo…
Al final me fui a casa con un diploma hermoso, en blanco marco, que me habla de Cuba libre y del ejército libertador; me fui con una estatuilla de José Martí con un niño en brazos y un dedo que apunta a una altitud moral difícil pero alcanzable. Me fui con el mismo dinero que tenía, que es ninguno.
Con tales símbolos en una esquina de mi escaparate he pensado mucho. Martí no escapa de mi cabeza, él lo sabe desde siempre (vive allí otra especie de presidio político, porque le encadené en libertad por sus ideas), pero de ayer a hoy lo que más me ha ocupado ha sido el largo aplauso con que fue masacrado mi anhelo de pasar inadvertido.
Resulta que llevo años buscando un camino, deshojando margaritas periodísticas con la pregunta correspondiente, y en una mañana inesperada más de uno ha zafado un pétalo con su abrazo sugiriendo que es cierto que me quiere.
Pasaron por el acto niños, poemas, menciones martianas, estampas de Patria, el periódico que el cubano infinito fundó “para juntar y amar”. ¡Casi nada, Martí… escribías juntar y amar así, naturalmente, cual si no estuvieras persuadido de que esa era, como es, la misión que define nuestra especie!
Una colega leyó un ramo de palabras sobre mí. Duele el elogio público, duele que a uno le alaben en su cara, inconsultamente, pero tuve que oír callado, sin protestar, por aquello del protocolo, la cortesía y el agradecimiento.
Terminó el acto y mis colegas decidieron escribir un aplauso sin punto. Lo soporté a pie firme, contando cada segundo cual si fuera un desactivador del equipo anti explosivo. Aplacé mis naturales ansias de desaparecer. Por fin regresó el silencio, bendito mutismo que secó el sudor frío que Daniel y yo sufrimos en trances semejantes.
Entonces llegaron los besos. Jamás fui promiscuo hasta esta vez: nunca di tantos en tan poco tiempo. Nunca coseché racimos similares (incluso guardé alguno que otro para épocas malas). También desembarcaron manos cuyos dueños no siempre puede identificar. Cesaron los saludos y llovieron relámpagos de fotos. No las he visto todavía porque tengo el secreto temor de que, revisándolas, pase de nuevo el aprieto de que me reconozcan externamente cosas de las que internamente desconfío. Pero bueno, ya mencioné mi silente acatamiento del protocolo…
Al final me fui a casa con un diploma hermoso, en blanco marco, que me habla de Cuba libre y del ejército libertador; me fui con una estatuilla de José Martí con un niño en brazos y un dedo que apunta a una altitud moral difícil pero alcanzable. Me fui con el mismo dinero que tenía, que es ninguno.
Con tales símbolos en una esquina de mi escaparate he pensado mucho. Martí no escapa de mi cabeza, él lo sabe desde siempre (vive allí otra especie de presidio político, porque le encadené en libertad por sus ideas), pero de ayer a hoy lo que más me ha ocupado ha sido el largo aplauso con que fue masacrado mi anhelo de pasar inadvertido.
Resulta que llevo años buscando un camino, deshojando margaritas periodísticas con la pregunta correspondiente, y en una mañana inesperada más de uno ha zafado un pétalo con su abrazo sugiriendo que es cierto que me quiere.
viernes, 28 de febrero de 2014
La bandera de Génesis
Entre miles que
emocionan, quizás la historia más conmovedora que alguna vez nos
contara Hugo Chávez fue la de Génesis, la pequeña enferma que un
día le regalara al presidente una bandera y que este, en complicidad
con Fidel, mandara a Cuba con la inexcusable tarea de ser feliz hasta
el último día que un despiadado cáncer cerebral le dejara vivir.
¡Curioso “dictador” este que daba a una niña la orden de ser dichosa! ¡Feroces sus métodos de hacerla cumplir: un viaje gratuito con su familia, una escuela con amiguitos que la animaban mientras la educación cubana le abría senderos del vivir y los mejores especialistas de un país que sabe curar le ponían continuos obstáculos a su muerte! Pese a ello, cierta prensa siguió viendo un dictador donde pueblos ciertos identificaban a un gran humanista.
Además de sensible y corajudo, de carismático y original, de ser el primero en mucho tiempo que le habló a su pueblo en “venezolano” y rescató dormidos orgullos por los símbolos, la tierra y la piel, Chávez destacó como el líder de la transparencia. El catalejo imperial le espió simplemente porque el señor del sombrero rayado no le quería, pero no hacían falta escuchas ni agentes encubiertos para saber qué pensaba y hacía este hombre. En 1998, a poco de haber sido nombrado presidente, viajó mundo y estuvo por única vez en la Casa Blanca, donde le habló a Clinton, en ráfaga como siempre, de su idea de país, de la constituyente, de proyectos sociales... El yanqui bebía una gaseosa y su cara —declaró tiempo después un testigo— era todo un poema. Es que Chávez no se guardaba palabras; de su intervención en la ONU sobre el Diablo Bush (con mister Danger presente) no hace falta hablar porque ya es un clásico de la denuncia antimperialista... y de otras cosas.
Más que meterse a la gente en un bolsillo, Hugo Chávez se metía en los bolsillos de la gente, partía con ellos y entraba en sus casas y en sus vidas. Quien lo escuchaba marcaba la fecha. Condujo y se dejó conducir por la masa para cumplir una meta personal solo alcanzable para genios como él: mandar apegado a los mandatos del pueblo. El hombre de Estado declamaba, cantaba, pintaba, escribía, jaraneaba, reía, se abría con la certeza de que era un igual, familiar de todo el mundo. A resultas, en Cuba hay muy pocos que no se sientan parientes suyos, sangre de su misma camisa.
En Sabaneta aprendió, de padres maestros, el honroso oficio de querer. Nació allí, en casa de tablas de palma con piso y paredes de tierra y un patio artillado con naranjas, toronjas, mandarinas, aguacates, rosas y maizales. No fue cosa del azar que los Chávez criaran palomas blancas.
Su vida fue un constante gerundio: vivió buscando anécdotas de abuelos rebeldes, sacando historias de honra, reviviendo arraigos, cesando sin decretos viejas apatías sociales, sumando almas, entregándose... Cuando en 1975 un bisoño patriota juraba con sable de subteniente, ya el volcán del liderazgo anunciaba erupción perenne.
Del muchacho que vendía frutas y dulces con una carretilla creció uno de los presidentes que más hizo por la infancia de su país y la región. Chávez se graduó como Padre desde que, muy temprano, entendió que sus hijos no eran los únicos niños del mundo.
Muchas honduras lo enlazan con Cuba: su cariño por Fidel, los convenios de bien, los abrazos de costa a costa, su diálogo de compatriota con los hijos de la Isla, el amor por la pelota y la defensa que hiciera, como nadie en su país, del lugar de Martí como primer continuador bolivariano.
Sin embargo, la historia de Génesis puede leerse como singularísimo testimonio de amor entre los dos pueblos. La niña cumplió su misión: en Cuba se hizo pionera, juró y trató con sus años de ser como el Che, rió hasta el último día al abrigo de su madre... fue feliz (que era la orden), para desconcierto de una muerte que terminó llevándose a aquella pequeña rebelde como una estrella. Pasando también por Cuba, con cáncer, amando y riendo igual, Chávez la siguió, antes de tiempo como la niña, el 5 de marzo del 2013, no sin antes dejarnos, para luchar por los pequeños de América, una bandera. Es la misma bandera de Génesis.
viernes, 21 de febrero de 2014
Manual de Gramática Cubana
La
familia es el lexema de la vida. Pese a los añadidos de la
existencia, pese a los accidentes afectivos, pese a los géneros y
los números y las desinencias de los actos ajenos, pese a los
prefijos de los prejuicios y los sufijos del rencor, la familia es la
unidad mínima con significado semántico. Es lo que no varía, lo
irreductible, lo que da una idea precisa de los motivos para seguir y
explica con letra llana qué somos realmente. Pocas cosas hay tan
claras en mi manual: en la Gramática de las almas, la familia es la
raíz.
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