jueves, 31 de marzo de 2016

Terminator


Acabo de regresar de la conferencia de prensa que dio el embajador de un país del primer mundo. Todo muy bien organizado —¡no faltaba más!—: inicio en tiempo, información sustanciosa, concreción temática y un diplomático, con saco y sin él, que se mostró como un tipo afable que abordó con buena energía el tema central de su charla.

Hubo en sus anuncios varias noticias que publiqué en otra parte, pero aquí quiero detenerme en un detalle de esos que uno no escucha todos los siglos. Resulta que la conferencia se llevó a cabo en un hermoso edifico de La Habana Vieja que el país del disertante ayudó a rescatar de las dos gravedades (la cubana, primero, y la de Newton, después) y, terminada la velada, otro diplomático me explicó que, para ayudar en la restauración del inmueble, desde su lejana capital mandaron nada menos que a un… ¡especialista en termitas!

¿Se imaginan ustedes? No pude menos que pensar que profesional semejante tendría más público en La Habana que The Rolling Stones. Especialista en termitas… ¡Quién hubiera estudiado tan glamorosa carrera!
Si tal enviado especial —que se me antoja imaginar con traje y espejuelos oscuros, un cable en la oreja, tres doctorados en patadas y equipado con un detector especial para saber dónde su víctima pone el huevo— es de verdad profesional en termitas, debe tratarse del mismísimo Terminator.

«Ah —pensaba yo mientras el diplomático me explicaba con solemnidad europea la tarea del susodicho— si yo aprendiera a ordenarle a un comején criollo: «¡échate!», o «¡este es el periódico que te puedes comer!», o «¡tráeme la pelota de cedro!», o «¡busca en el librero el huesito de caoba que compré para ti en la juguetería de mascotas en divisa…!».

Pero no… apenas soy un simple periodista, inscrito por debajo de la termita en la cadena alimenticia, y no tengo ese poder. Mi capacidad de exterminio en masa no va más allá de liquidar a chancletazo limpio un par de cucarachas cuando el operativo petrolero contra el zika marea a los insectos incorrectos por estar fastidiando en el sitio equivocado.

De regreso a sus redacciones, los colegas se veían contentos: llevaban en agenda una apreciable información de índole diplomática. Yo me quedé un poco más, atónito, mirando a lo alto las sólidas vigas de la madera pintada de azul que un europeo desconocido, que de seguro no sabe español y mucho menos entenderá los gráficos conjuros cubanos, salvó para siempre del polvo sin echar mano a gallina negra ni a paloma blanca, probablemente con una fórmula especial cuya consecución a toda costa  —tal vez en trueque con el Vampisol de Juan Padrón que dio la libertad del día a los vampiros— debería convertirse en meta priorizada de nuestros negociadores.         

viernes, 18 de marzo de 2016

Desafinado


Pese a tener las paredes de su mansión atestada de premios, provocar tsunamis de tintas en titulares de la gran prensa, firmar autógrafos por doquier, con la soberbia de un dios, inundar de notas únicas los principales teatros del mundo y poseer en un banco suizo una cuenta a la altura de los Alpes, el trompetista encumbrado seguía triste: en mil y un besos, no había logrado sacar música de los labios de su amada.

lunes, 15 de febrero de 2016

La trompa de Elpidio Valdés



La Plaza, nada menos que la Plaza de la Revolución, vivía una mañana espléndida. El sol se asomaba a ratos; en lo alto,  la torre del conjunto escultórico parecía hincar un lecho de cielo gris, pero el tiempo estaba dominado por una temperatura agradable, en ese punto medio, tan esquivo a los cubanos, que a veces sí consigue nuestro «invierno»: fresca sin exagerar.

El visitante estaba en su puesto —flanqueado por el diplomático local que cumplía el protocolo— para colocar la ofrenda de flores a nuestro paradigma mayor: José Martí, el gigante que, sentado en su trono de mármol, evalúa con autoridad de Apóstol cuanto hacemos con su causa.

La banda musical comenzó a interpretar el primer himno. Repasé a los jóvenes intérpretes y admiré como siempre sus notas limpias, su marcialidad, su alineación milimétrica e impecables uniformes. Tropecé con un problema: el muchacho de la trompa no estaba tocando, pero me adentré en la melodía, poniendo en silencio letras a la bella Bayamesa.

Cuando arrancó el segundo himno, el del invitado, volví a mirar al bisoño músico, que aun disertaba un «a capella» soberbio. Su silencio era escandaloso. Fijé mi mirada en él y por fin me vio.

El remedio fue peor: noté en sus ojos más nerviosismo todavía. Observaba de soslayo el instrumento, pero no se atrevía a tocar los pistones ni a besar la boquilla de la trompa. Llegué a pensar que, si lo hacía, podría arrojar en plena Plaza un meteorito desafinado capaz de alterar la sagrada paz de los turistas y hasta de crear un disgusto internacional. ¡Mira… que en estos tiempos cualquier cosa desata un conflicto! ¿Quién ve que un moreno habanero provoque la Tercera Guerra Mundial?

No pude evitar el recuerdo del muñequito de Elpidio Valdés en el que una trompa es el único instrumento que, en un asalto, los mambises dejan a los españoles y el infeliz músico a cargo tiene que traducir a solas, a la tropa peninsular, el difícil lenguaje de la batalla. «¿Y ahora, qué ha toca’o ese…?», pregunta al jefe un oficial andaluz tras cada intervención del músico, en medio de la refriega, hasta que la paciencia del General Resoplez estalla en coscorrones.

La historia del muchacho de la Plaza fue a la inversa. Aun de lejos, él es de los nuestros, de la columna de Elpidio, pero no voy a negar que, por muy patriota que soy, cuando terminó la ceremonia me marché con una pregunta: «¿por qué no ha toca’o ese?».     

miércoles, 3 de febrero de 2016

El banquete



Ayer, ante una mesa más que magra, hacía a un par de compañeros de trabajo una anécdota que ya forma parte del folclor camagüeyano. Esa cuna mía, marcada por la leyenda al punto de que por siglos fue llamada El Camagüey Legendario, guarda entre sus perlas nuevas este relato reciente: resulta que, en esos días particularmente anoréxicos del período especial,  una noche en que no había ni para comprar la luna desapareció del pequeño zoológico local, ubicado en el centro mismo de la ciudad, nada menos que… un ñandú.

Sí, ese pajarraco enorme que llega a alcanzar un metro ochenta de altura, que puede correr hasta los 80 kilómetros por hora y, si el apuro lo requiere,  es capaz de nadar, había sido raptado con todo éxito. Imaginen las cualidades físicas del secuestrador para vencer en el terreno el currículo de su víctima: a no dudar, el ladrón sería todo un campeón olímpico.

Los días pasaban, la gente hablaba y el caso ñandú no se esclarecía, sin embargo todo cambió radicalmente la mañana en que un niño de enseñanza primaria, imbuido por ese afán de alarde que tienen los pequeños, les dijo a sus incrédulos compañeros:

—¡Mi mamá cocinó un pollo que tenía unos muslos de este tamaño…! —exclamaba mientras abría sus bracitos, emulando en centímetros el regaño que sin dudas ganaba de su padre.  

martes, 12 de enero de 2016

La espera


Un día, sus sospechas se cumplieron y tuvo que morirse a solas. Ni él mismo se animó a compartir sus exequias y partió —cual había intuido— horizonte hacia arriba, sin boleto ni escalas. Allá lo esperó Dios en persona, deseoso de hacerle una pregunta:

—¿Qué esperabas…? —le espetó casi el Creador, cansado de los viejos desplantes del recién llegado. Te envié una y dos y tres… hasta cuatro mujeres escogidas por mí y te diste el lujo de ignorarlas.

El viajero dejó que el Todopoderoso, con su muy bien ganada fama de Señor hablador, terminara el regaño.

—Ven, te invito a mirar la muchacha largamente soñada que dibuja mis noches todavía —dijo el nuevo inquilino al incrédulo Altísimo.

Dios movió con la diestra toda nube del alba y fue así que la vio, adornando la tierra. Conmovido, el Divino le echó el brazo al grisáceo hombre de solapa escarlata y le dijo, fraterno:

—¡Ella…! Ha llenado tu alma mujer semejante porque vale mil siglos. ¡Continúa esperando. Has ganado el derecho de tenerla en el Cielo!