lunes, 31 de marzo de 2014

La decepción de la empresa


He llegado a pensar que, como el diseño de arabesco de nuestras calles coloniales (según la leyenda), la recepción está ahí para perdernos, para que nunca lleguemos al objetivo o, en el peor de los casos, para propiciar que seamos emboscados.

Si un día me ofrecieran un papelito en una producción hollywoodense, me conformaría con ser filmado en un buen set hospitalario (¿qué tal crear un Doctor Jau?) en el cual vestir elegante camisa de fuerza y gruñir hasta los créditos finales este profundo parlamento:

I hate reception desk!, i hate reception desk...!

Mis expresiones facial y corporal serían tales que muy probablemente me dieran la estatuilla. O el ingreso médico real.

No es para menos. Son muchos años sentado en vano en la esperanza de una apreciable mejoría en el asunto. Les cuento: ayer traté de ver a alguien de una empresa respetable y a la recepcionista, muy ocupada ella en una charlilla personal, casi se le parten las mejillas por la contracción con que encaró —nunca el verbo me resultó más ajustado— las “Buenas tardes” que malgasté en su nombre y que ella no admitiría responder por nada del mundo.

—¡Dígame...! -ordenó a secas la mujer, mas yo enmudecí, y no precisamente emocionado.

Hace poco, en otra instalación muy bien considerada, esperé por otra persona en una recepción dominada por el cigarrético humo de dos trabajadoras. Una de ellas, en una compleja operación laboral, limpiaba el piso con la misma vehemencia con que ensuciaba el aire. Y siendo justo, he de reconocer que era igual de efectiva en ambas cosas.

Anécdotas van y anécdotas vienen. Yo no sé cuántas, pero son muchas. Recepciones que desconocen las letras de la cortesía, donde muchos gritan, donde tantos saltan. Usted entra al local y se encuentra a un fulano sentado en un buró, o si pretende hacer una pregunta tiene que esperar a escuchar la versión contada del último capítulo de la telenovela que, ingenuamente, pensaba haber evadido.

Hay de lodo en varias recepciones: los anfitriones bloquean la puerta con su tertulia y el visitante pasa apuros para entrar. Una vez dentro, al arriesgado le puede resultar difícil alcanzar plaza en una de las butacas de espera porque suelen estar ocupadas por aquellos que, se supone, están en horario laboral.

He ahí un detalle interesante: no es extraño que la parte ociosa del colectivo salga al recibidor, a exhibir su falta y lastrar con su ocio la imagen de la plantilla. Ya instalados, hablan con todo desenfado, delante de quien sea, el tema más soez o truculento. ¿La recepcionista? ¡Pues claro, ella está a cargo en su puesto, moderando la charla!

Por la sustancia de sus palabras, dignas de engrosar la tabla periódica del amigo Mendeleiev, una recepcionista con teléfono puede resultar un arma química (ojalá las potencias bélicas del mundo, tan empeñadas ahora mismo en medir fuerzas, no tomen nota de este post). A mí me han dicho “mi amor”, “papi”, “mi niño”, o por el contrario me han dado un auricularazo tremendo. Y del tuteo, ¿qué decir? Es Ley creída aunque naciera sin referendo.

A veces, por error, uno amanece inteligente y se da cuenta de que en más de un sitio la recepcionista es la verdadera jefa del jefe, a juzgar por la manera en que manda y “poncha” los contactos como mismo poncha una línea de la pizarra telefónica.

He llegado a entender que mi analogía de la mala recepción con las calles puede ser, como probablemente sea la interpretación popular de la trama urbana de Camagüey, fantasía pura. Si a los corsarios Henry Morgan y Jacques de Sores se les ocurriría regresar en el tiempo y atacar las recepciones de Camagüey, seguramente los asolados serían ellos.

Quién sabe si estos locales no pretendan perdernos, quién sabe si es lo contrario y en realidad la recepción ineficiente está ahí para ubicarnos, para decirnos claramente adónde hemos llegado y retratarnos con pincel fino la indolencia que nos aguarda pasillo adentro.

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