miércoles, 1 de diciembre de 2010

La vida secreta de Dios

Hasta Él a veces se ausenta de casa. Por allá por el borde de La Habana, frente al espejo acostado donde cada tarde el sol se zambulle en la sal, mister God tiene una gran filial de su oficina. Tras las ventanas, sus celestiales burócratas vigilan nuestros signos vitales: “¡¿Cómo?! ¿Siguen andando los cubanos?, ¿Cómo es que siguen andando?, ¿Cómo me los como?...” y otras comeduras de cómos muy características de tan ocupado santoral.

Allí mismo, en el recinto lleno de una luz paradisíaca, su larga lista de funcionarios nos lanza al malecón cualquier suerte de mandatos contemporáneos, sin considerar que la tierra en que caen es altamente pecadora, pero totalmente nuestra.

En Cuba, donde todo el mundo cree saber de todo, los teólogos de barrio han registrado un detalle que no puede ausentarse de las escrituras: los cubanos aprendimos a leer esta variante del arameo sagrado —a veces, justo es reconocerlo, hasta nos arameamos en ella— y en seguida identificamos los divinos requerimientos.

Entonces iniciamos el ritual: con humildad nos encogemos de hombros, hacemos una mueca, torcemos los ojos, pensamos oraciones que no caben en La Biblia —y no precisamente por largas—, les damos a las exigencias de culto una messiana patadita rumbo al agua y simplemente decimos: “Nada... maleconadas de los yanquis”, antes de continuar el camino de la fe.

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