sábado, 22 de marzo de 2014

Arsenal

La mañana era fresca. Todavía el rocío le ganaba su pulso diario al sol cuando, tras pequeño corre corre, la tropa quedaba formada, impecablemente alineada, a las 07:50, la precisa hora de siempre. Al frente, en una tribuna, se pronunciaban voces de mando que sugerían cercano zafarrancho.
 

Alguien les resumió operaciones vencidas y —sin mapas en la mano para evitar que se filtrara información— les habló de tácticas y estrategias a seguir. Para inflamar los espíritus, cantaron el Himno en lo que trepaba el asta, despaciosa, una bandera de cinco franjas bicolores que alumbraba su triángulo rojo con blanquísima estrella.
 

Estaban concentrados en la maniobra: indistintamente, daban paso al frente y recitaban, dramatizaban, cantaban… alguno más osado se atrevió a bailar. De vez en cuando asomaba en un rostro una risita, pero no parecía indisciplina que echara por tierra la misión.
 

Mirándolos como un espía, a la vera de sus líneas, pude descubrir el poderoso armamento de estos efectivos: refrescos, bocaditos, mermeladas, galletas, dulces caseros que junto con sus cuadernos, sacapuntas, cartabones, lápices y colores, llevaba cada niño en la jaba amorosamente preparada por mamá, esa jaba que ningún ejército del mundo podría arrebatarle de sus piernecitas. 

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