lunes, 28 de agosto de 2017

Corona caída


Siempre estuve convencido de que las flamantes ollas «reina» distribuidas en los barrios cubanos hace una década eran tan eficaces porque cada una tenía escondido un chef chino que allá dentro, debajo de su base y entre su cablería, hacía maravillas hasta con los encargos más duros y amargos que le tocara en suerte.

De otra forma, decía yo, era imposible que incluso neófitos certificados por su incapacidad de hervir un huevo salgan ilesos, y hasta con cierto decoro, del trance de una comida.

Lo sabe mi hijo Daniel, que se ha hecho hombre probando en visitas de fin de semana algún plato innombrable que él siempre comió a gusto con un dictamen tan generoso como incomprensible: «Me gustó, papi». Pero cuando nos despedíamos solía quedarme el complejo de que en la jugada había un fraude a mi favor: el del chino que, como genio en su lámpara, hizo el trabajo duro mientras yo simplemente echaba cosas y frotaba botoncitos.

Así pasaron los diez años de una reina culinaria que mantuvo su corona pese a que sus misiones parecían más las de un superhéroe de cine que las de una simple cazuela. Y aun cuando en la gran mesa del mundo algunos rumores sugieren que a la mismísima Isabel II le pesa ya esa corona británica que porta en su testa desde 1953, mi reina doméstica ha estado ahí, firme, imperturbable, ocupándose desde 2007 de una mancomunidad de inventos caseros.

La he visto —a la segunda, claro— resolver los menús elementales, pero además luchar por no morirse sin someter, a puro calor, ciertas carnes absolutamente jíbaras para ella. ¿Qué la junta está vieja…? No importa; con más agua y tiempo de «candela» se resuelve. ¿Qué el cronómetro no funciona…? Pues uno hace como el clásico profesor de educación física: medición manual. Y si la válvula parece una locomotora de vapor del viejo oeste, con una cuchara encima se ralentiza el escape. Son apenas algunas de las innovaciones cubanas que seguramente allá adentro, en su estrecha «sala de máquinas», el chino que me tocó agradecía en silencio.

Nada de pensar en buscar una sucesora, porque eso pudiera costar más que una reina de auténtica sangre azul en las cortes europeas.

En fin, todo iba muy bien, pero hace unas tardes sobrevino la tragedia. Fui a visitar a unos amigos y ante mi marcha vespertina la anfitriona, generosa, me obligó a volver a casa con una de sus especialidades: frijoles negros.

Los llevé y, en el apuro de la llegada, los eché a la reina descuidadamente, como el plebeyo que derrama algo en el vestido de su monarca. Sin colocarlo en el plato, quiero decir, de manera que al momento comenzó a salir potaje por cada orificio hecho para colocar tornillos.

Ni siquiera a la media hora había resuelto el derrame. Frente al fenómeno, llegué a pensar que, además del chino,  el aparato traía incorporado un vaina cubano… lleno de frijoles. No dejaban de salir tales granos, de modo que no tardé en darme cuenta de que quedé sin cazuela y en las próximas visitas de Daniel estaré en dificultades.

Simplemente rompí la olla. Es poco probable que el manual del fabricante previera semejante torpeza. Lo peor del trance fue cuando, entre frijoles, aparecieron unos trocitos de carne. Horrorizado, me percaté de que aquello era también la escena de un crimen: había matado al chino y el delicioso potaje de mis amigos se me convirtió en una especie de caldo caníbal que ya no podía probar. Antes que la infinita Isabel II, mi noble reina abdicó sin remedio.     

lunes, 24 de julio de 2017

La Otra

Tras un viaje intenso, más en el tiempo que en el kilometraje, volví hace poco a Santa Cruz del Sur y, a poco de llegar, salí a buscar a Marina. A la distancia, la saludé alegre y ella, que barría el portal de esa casa suya donde se esconden trazos de mi infancia, no parecía compartirme el entusiasmo.

Aunque breve, la sensación dolió, pero tal nube se fue del todo cuando entendí, en el abrazo que nos dimos, que solo fue un tropiezo de sus ojos, aquellos ojos pícaros de antaño que ya no dominan las distancias más largas.

«¿Cómo está “mi Otra” madre, la que me queda en Santa Cruz?», le pregunto mientras estrecho con cuidado de hijo un cuerpo que, en mi ausencia, el tiempo se ha atrevido a lastimar. Y ella sonríe —adolescente a los 77— y me relata cómo entre Dios y un montón de médicos la sacan del bache cada vez que un infarto la visita. Ahí le recuerdo que no puede enfermarse mientras recuerdo a Gera, su novio eterno que alguna vez se fue al cielo en barco dejándonos a muchos varados en un largo dolor.

«Usted y Gera…» intento decir lo que me callo y que ella entiende sin escuchar. Viuda de pescador, dueña ella misma del nombre más costero que pueda suponerse, Marina Díaz sabe arponear las emociones y empieza a recordar cómo crecí en su patio, entre los suyos, flaco diabillo en short, descamisado y a veces sin zapatos, escalador furtivo de esa misma mata de mango que 40 años después vuelve a tentarme, pródiga de amarillos.

Marina me pregunta por mi madre, la verdadera, que un día brincó la costa y se fue a vivir al norte… a Nuevitas, claro. Le cuento que la brisa de allá ha gastado el rostro meridional de mi vieja, pero que sigue en pie, dura espigona que ancla las naves de siete hijos.

«¿Cómo está ella?», repite, y le riposto reviviendo los dulces de grosella que Marina hacia en cazuelas enormes, en su cocina. Le recuerdo las almendras robadas de sus matas y, sobre todo, aquel patio milagroso flanqueado de caracoles donde paseaban en plena libertad iguanas y jutías, jicoteas y pájaros raros como un cao que se robaba lo inverosímil para «la causa» de su nido.

He llevado a su casa la marea de ayer. Marina escucha. Pese a su fragilidad, es la mejor copiloto en mi máquina del tiempo y por momentos anduvo en ella a tal velocidad que se veía, feliz, incluso más joven que yo.

De vez en cuando, hacía otra pausa: «¿Y cómo está tu mamá?», preguntaba por mi vieja «oficial» —con quien yo acababa de pasar el Día de las Madres— cual si ignorara que yo estaba allí, como el amante clásico, para ver a mi «Otra», que era ella misma.

Juntos barrimos las hojas de los años. Por momentos —¿sería el polvo?— alguna ola se nos trepó a los ojos hasta que sellamos la tarde con otro abrazo. Me despedí de ella y, en lo que yo comenzaba a andar, me llamó de nuevo: «Cucha, Enry… es un sinsonte…! Volví la cara: Marina Díaz barría con calma nuestro portal.  

martes, 2 de mayo de 2017

Entre Facebook y el cielo


Es muy probable que Facebook sea el cuarto gran océano del mundo. ¿O el primero…? Puede gustar o no, pero está ahí, bullente y vital, incluso para aquellos que viven en la mediterraneidad absoluta de la desconexión. Asomado con mayor o menor frecuencia, uno lo mismo tropieza con bolsones de plástica frivolidad que encuentra en una nota, una mínima nota, el poético oleaje de la existencia.

NolanStrong es el nombre de una página de Facebook en la que se hicieron a la mar del diálogo al menos un cuarto de millón de terrícolas, atentos a las fotos y a los textos, a los «stickers» y emoticones que ilustraron, con manos maternales, el diario de un terrícola pequeño, casi adicto —como tantos de su generación— a YouTube, a las animaciones de su tablet y hasta a una poderosa pistola Nerf de juguete con la que pudo matar a infinidad de malos. Menos a uno.

NIÑOS CON ALAS

Nacidos en una, los niños tienen todas las patrias. Son patrimonio del mundo, como los ángeles. Y su esperanza, como escribió una vez alguien que sabía todo de ellos. Nolan Scully vio la luz en Leonardtown, Maryland, pero en solo cuatro años supo saltar de un click amoroso todas las fronteras.

Viendo algunas fotos, cualquiera erraría: pudiera confundirse con simple malacrianza —un ataque de «mamitis», dirían en Cuba— la postura del muchacho que no quiere separarse de su madre, al punto de seguirla al baño y esperar, acurrucado en la alfombra, que ella acabe de ducharse. Pero no… al contrario, es un ejemplo supremo de apurada madurez. Un caso raro, como su enfermedad.

POLICÍA Y BAMBINO

Nolan no dormía bien, pero soñaba a gusto: quería ser policía o bombero, como su padre Jonathan, que apaga fuegos en Leonardtown. Facebook mostró al chicuelo en su sala de ingreso, con uniforme y placa: «Sargento Rollin Nolan», rezaba su chaqueta.

Desde entonces, no pocos le llamaban «Sargento Nolan». La policía y los bomberos lo nombraron oficial honorario. Así, sin más, un solo niño, cual las medallas, prendió en los pechos de medio mundo ese fuego hermoso que nadie quiere apagar.

OTRO SIGNO DE CÁNCER

No, no hay «anestésicos» periodísticos para el término. Desde sus tres años, Nolan Scully padeció cáncer, concretamente rabdomiosarcoma, un mal extraño que, atacando sus tejidos blandos, lastimaba los hilos sensibles de la parte de la especie humana que sabe que en los brazos de un niño siempre hay un par de alas que cuidar.

Frágil de cuerpo, el pequeño mostró audacia de policía y coraje de bombero: luchó por 15 meses, aunque al final, cuando los tumores comenzaron a oprimir su corazón y acosar sus bronquios, respirar doliera. ¿No es una trampa adulta que tomar aire se torne en juego doloroso?

DESPEDIDA Y JUEGO

Ruth, su mamá, estuvo todo el tiempo a su lado. Y también viceversa: muchos preguntan quién cuidó a quién; ellos sabrían. «No tienes que luchar más», dijo la madre cuando solo quedaba sufrir, y como un sabio el pequeñín dio la respuesta de su vida: «Pero lo haré por ti, mamá».

Nolan Scully murió al fin en una noche del pasado febrero. Fue un niño estadounidense. Pudo ser de China o Australia, de Panamá o Argelia, de Indonesia o de Cuba. Fue nuestro, porque todos los niños honran las arcas del mundo.

No era un chico cualquiera. Por un instante, Nolan se atrevió a revertir el coma irreversible para dar un «¡Te quiero!» a su madre. Poco antes, cuando esta le dijo que ya solo podría mantenerlo a salvo en el cielo, el muchacho la tranquilizó:

«¡Entonces me iré al cielo y jugaré hasta que llegues! Porque vendrás, ¿no?».

jueves, 1 de diciembre de 2016

Manera de morir


Aunque Cuba es ahora un pueblo en negación que no admite la pérdida física de su líder y que, por primera vez, parece dispuesto a discutir un acto suyo, la terrible verdad es que Fidel ha muerto. Desde el final de la noche del viernes la Isla ha sido un silencio sin fondo, un mutismo palpable, una pena masiva que no apela a palabras porque todas le sobran.

Quizás nunca como en estos días los cubanos, que usualmente chorreamos frases y ademanes y mostramos, ruidosos, los afectos, nos dejamos embargar por la contención y el recogimiento y confiamos en los ojos —con un brillo de variable tsunami— para contar largamente nuestra íntima historia con Fidel, cada una la misma-diferente.

Pero él está muerto. No tenemos derecho a negarle la muerte a Fidel Castro. Fidel siempre sabe lo que hace y, como dijo una vez su amigo Buteflika, va al futuro y regresa y nos cuenta los detalles. ¿Quién se atreve a negar que sea el caso? Entonces, hay que empezar por admitir que es tan grande, tan hombre, es tan cierto, que se ha muerto como uno más cuando todos le creímos eterno.

En abril nos había dado ciertas pistas: «pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno», nos dijo en público en la clausura del Congreso, pero no nos decidimos a asumirlo. Y cumplió, como siempre. Se fue un día de noviembre al que le hemos buscado coincidencias como si ignoráramos que del primer 13 de agosto hasta ahora mismo, él no pudo cerrar un día sin gloria. En cada fecha zarpaba hacia el mañana.

Murió muy a su forma: no se fue en la fecha decidida en la agenda del imperio cercano ni en las múltiples veces que carroña vecina lo anunciara. Nos sorprendió a todos: a quienes le lloramos, lastimados, y a quienes no tuvieron más remedio que disfrazar con las ropas del odio el miedo que le tienen. ¡Grande el muerto que en su ruta vital no pierde al adversario!

De cara a esa muerte —que venció antes, mucho más que las 638 veces referidas—, Fidel habrá encarnado aquel si salgo llego, si llego entro y si entro triunfo con que mostró, del enrole del Granma al «desembarco» triunfal en plena Habana, que no sabía rendirse. Así que ya sabemos el final de esta salida suya.

Ha muerto Fidel Castro. Negaríamos su grandeza si lo privamos del nuevo desafío, el de la muerte, nunca último. Esta patria que hoy llora puede hallar un alivio: seguramente en la muerte, invicto, el jefe del Moncada prepara de nuevo la Revolución.   

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Un pueblo a media asta


Es mayúsculo el dolor cuando la bandera enmudece y se para a mitad del asta. Cuando, cual madre que pierde a un hijo, se aparta desconsolada y solo atina a evocar. Cuando, transido de sufrimiento, su escudo palidece hasta fundirse en la estrella. Cuando se niega a subir el resto de su colina y aferra sus cinco franjas a una altura en medianía desde donde estar más cerca del líder que se despide.  

Que la enseña amada muestre sus lágrimas tricolores, como aquellas que vertió un infausto mediodía a la vera de Dos Ríos, parece solo el principio: en tierra, también la gente parece andar incompleta, buscando su otra mitad.

Desde el viernes 25, a cada cubano le falta un trozo: Fidel mismo nos enseñó cómo hacernos comandantes. ¿Quién puede derrotar a un país pequeño con once millones de comandantes tras un Jefe como él? Nadie ha podido. Pero ahora que el líder del Moncada toma a solas otro Granma para irse a Santiago, nos deja con la certeza de que estamos mutilados.

No hace falta palparnos: son fracturas del alma. Hay un quiebre dentro de usted y de mí, del otro y de hasta del que no ha llegado aún. Un sismo en la identidad. Un cambio climático. Un calentamiento espiritual. Nos embarga la pena; podemos proclamarlo porque solo un pueblo que pare héroes semejantes tiene derecho a llorar.

Todos los verbos cubanos se quedan en la mitad. En adelante, habremos de recuperar —como los músculos dormidos o el nervio sin conexión— las costumbres alegres. El Jefe no nos perdonaría la amargura perenne. Aunque un pedazo nuestro se ha ido con él, estaremos intactos: en su cotidiana vuelta, Fidel nos guiará, con la enseña, a lo más alto del asta.