martes, 15 de septiembre de 2015

¡Camarera!


A sus cinco años, Maura es una niña en extremo perspicaz que a menudo lidera los grupos y hasta logra dominar a muchachos mayores, pero no se le puede pedir que lo deduzca todo.

Hace un par de días, se sentó a una mesita de la escuela, dispuesta a almorzar. Amorosamente, le sirvieron espaguetis, uno de sus platos preferidos. 

En cambio, algo andaba mal: pasado mucho tiempo, ella estaba sola en el comedor, inmóvil, sin haber tocado los cubiertos.

—Maura, ¿qué pasa que no has comido nada?, -preguntó la maestra.

—Nada, estoy esperando el queso y el jamón.

martes, 16 de junio de 2015

Caballo de Troya


Me presta un libro y lo menos que hago es interpretarlo como un gesto de afecto. A pesar de que el autor es una pluma enorme que acabo de conocer, a pesar de la trama que atrapa con sentencias sencillas y de los personajes que (se) buscan en la inmensidad de Nueva York, a pesar del enganche que puede provocar, por ejemplo, una historia en la que el detective Azul, contratado por Blanco, debe vigilar la extraña rutina del ¿sospechoso? individuo llamado Negro, a pesar del interés que despierta seguir los pasos de unos y otros por la piel arrugada de la Gran Manzana… yo me zafo de todo.

Mientras leo, trazo mi propio expediente, entre policial y épico, y subo el texto a contracorriente: nado al revés las tres historias, ando de espaldas cada página y cada párrafo y cada oración para buscar las claves de la mujer que me prestó un libro creyendo que —y creyendo que yo lo iba a creer— el gesto sería una acción amiga. ¡Qué mujer para ignorar el tremendo sospechoso que habita en mí!

Yo me invento una fuerza de gravedad hacia arriba porque quiero pisar con pie de arqueólogo cada fonema que ella pisó, quiero tocar hasta la música que ella encontró en las desoladas calles neoyorquinas, quiero treparme —por una idea finísima como su voz—  a ese cerebro real que debe decirme la palabra que desanuda todos los casos verdaderos, la palabra única, la imponderable que, en cambio, no me interesa oír ni siquiera de la hembra exuberante que en la primera historia embosca con besos a Daniel Quinn.

Me desplazo a hurtadillas, de capítulo en capítulo. Los personajes me ven y me confunden. Me toman por un paisano que anda en los predios del West Side o por un tipo que espera lo inesperable en  la esquina Broadway con la 99 . He logrado, en fin, que se adapten a mí: ni el autor —¡tan perspicaz, según se ha visto!— se da cuenta de que soy un injerto en su historia. No sabe que le suplanto y escribo sobre sus páginas el mejor de los policíacos que pueda concebirse: me han prestado su libro y yo tengo 10 años de asedio para entrar, con él, al corazón de una mujer.

lunes, 1 de junio de 2015

Coprocuentos

Un amigo me hizo un relato realista-mágico: resulta que durante una reunión de análisis de problemas comunitarios en un lugar de La Mancha… ubicado en Centro Habana, en medio de calurosos debates, los oradores se pusieron exquisitos y uno empleó este término antológico: «fecalismo al vacío».

Aunque a fina ninguna le gana, la expresión refería una práctica desagradable, hasta entonces ignorada por mí, a fin de cuentas un cándido inmigrante de corta data: en ciertos barrios de La Habana rotunda donde el agua es apenas una invitada veleidosa, los vecinos, que carecen en sus in/sanitarios baños del líquido de la higiene, hacen «popó» en ciertas bolsas que, a cualquier hora de la noche, sobrevuelan la vieja ciudad cual platillos voladores.

¡Fecalismo al vacío…! Yo, novicio en los chismes de la añeja San Cristóbal de La Habana, creí que tenía entre manos una historia extraordinaria y una tarde se la conté, con aires de autor exclusivo, a otra amiga que desconocía la «calificación», pero tenía elementos para elevar mi historia a otro nivel.

—Yo conversé —me contó— con una muchacha que vive semejante rutina. Un día, ella rellenó su bolsita y, como es educada y decente, bajó a la calle a buscar un depósito de basura donde descargar aquello.

Mi amiga prosiguió su contada: la muchacha caminaba tranquilamente hasta que un delincuente, que pasó en bicicleta, le arrebató aquel envoltorio de contenido desconocido —«¿dinero?», se preguntaría el atracador— que ella portaba con tanto celo.

Pero eso no es lo más garciamarquiano de la anécdota. Lo que le da tinte macondiano al asunto es que, a esa hora, la asaltada salió a correr, despavorida, en sentido contrario al del asaltante.

—Su miedo era —me dijo mi amiga— que el caco, al topar con la caca, sintiera ofendido su orgullo de malhechor y regresara a tomar represalias.

martes, 19 de mayo de 2015

La nueva geografía


Mi sobrina Chanel, que termina el octavo grado en su escuela secundaria, hace en casa un trabajo independiente. Estoy cerca, en el cuarto que aceptó compartir conmigo, y me complace observar que —rara avis de la postmodernidad— cumple la tarea de manera verdaderamente independiente.

No obstante ella, que faltó a la clase en que lo orientaron, tiene a mano el estudio que un grupito de condiscípulos realizara y del que Chanel —en una iniciativa atípica en los adolescentes— pidió ser excluida para realizarlo a solas. Aduce la mala letra, las hojas irregulares y otras apariencias de ese informe. Yo le pido que me deje verlo y en seguida comprendo que la caligrafía es el menor de los problemas que tiene.

El tema es España y la asignatura, Geografía. Bueno, pues los muchachos tomaron un mapa y sin ningún rubor ubicaron España, más o menos, donde debe estar —si es que no la mudaron y no me enteré, porque poco se habla de ella— Mongolia. Y La Coruña pasó a estar, según su notable innovación, en la rusísima Siberia.

Ante aquello, no sabía si reír o si llorar. Mientras decidía qué hacer, Chanel me mostró, tal vez para que tomara partido, otro mapa de sus amiguitos. Debían sombrear el país objeto de análisis y ellos, con generosa tinta, llenaron toda la península ibérica.

—Ahora invadieron Portugal —le comenté a mi sobrina—. Decididamente, tus amigos son terroristas internacionales.

lunes, 18 de mayo de 2015

Machismo y alta política


En el acto por los 70 años de la victoria sobre el fascismo —por desgracia, inconclusa a todas luces—,  el traductor que vertía al ruso las palabras del orador cubano me ayudó a ubicar otro probable origen de las tensiones entre dos colosos mundiales: el oso y el águila imperial. 

A cada rato, según exigencias del discurso original, el intérprete tenía que referir aquella palabra hasta entonces desconocida para mí: «Imperialisma».

Imagino que desde algunos de los presidentes de antaño —que expandieron sus ambiciones más allá del reino de la Casa Blanca— comenzara la incomodidad ante semejante cambio de sexo operado en la otra lengua.

Hagamos un profundo análisis político: como están las cosas, cualquier día de estos se desata una guerra cuya declaración el Pentágono pudiera comenzar así:

—¡Y tú fuiste comunisma!

martes, 14 de abril de 2015

Las venas abiertas de Eduardo Galeano


No creía en la muerte. No le daba la gana. Y cuando Hugo Chávez marchó al llano eterno, le vimos comentar: «Me han dicho que murió, pero yo no me lo creo».

Él, que caminaba por venas abiertas más que por calles cerradas, siempre sabía. Sabía como nadie las cosas de este pedazo de mundo tan rico y sufrido que nos tocó. Él fue un conquistador auténtico porque encontró enrolados en un mismo barco de sensibilidad al «Descubridor» y al descubierto y nos los pintó en retratos de palabras que no pueden ser superados en ninguna de las dos orillas.

«Miente la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está», escribió después en un acto de tozudez que ya empezaba a exasperar a la Parca, esa doña anoréxica que le tendió sus primeros lazos con cuerdas de cáncer.

Más tarde, cuando su amigo Gabriel fue ascendido a un Macondo celestial entre una nube de mariposas amarillas, él dijo su dolor callando, pero su pluma irreverente tuvo que invitarnos a beber más de una copa «a la salud del saludable Gabo para reírnos juntos, porque vivo seguirá mientras sus palabras vivan y rían y digan».  Y bebimos desfachatadamente.

—¡Esto es demasiado! –diría la muerte, abstemia pertinaz que ya había oído demasiado de aquel uruguayo loco que aspiraba a poner patas abajo el organizado caos de la existencia.

«¿Qué es la muerte para usted?», le preguntaron una vez, y él confesó que, según la hora del día, lo angustiaba, le temía, le resultaba indiferente, pero que lo más frecuente era su certeza de que hay nacimientos para confirmar que la muerte nunca mata del todo.

«Nunca mata del todo». ¿Habrá cuestionamiento mayor a la eficacia de la muerte que ese? ¿Qué será de una muerte que no sepa matar?

Su insolencia tuvo acaso la argumentación de la confianza porque «estamos acostumbrados; somos íntimos». Y quizás tal intimidad explique que alguna vez reconociera que «la muerte siempre gana…», con una acotación suyísima: «…pero te da una vida de ventaja».

En algún momento escribió un texto que pudiéramos llevarle de epitafio: «los muertos no nos dejan vivir, porque no los dejamos morir». Y nos narró como pocos se atreven a hacer los constantes forcejeos por su vida: «La muerte, que un par de veces me tomó y me soltó, a menudo me llama todavía y yo la mando a la puta madre que le parió». Y tras una recaída nos confesó que «…morirme hubiera sido un error. Yo quería dar todo antes de que la muerte llegase, quedarme vacío, para que la hija de puta no encontrara nada que llevarse».

Fue al dar con esas frases que la muerte —que lee a escondidas todos los libros de Eduardo Galeano— decidió a toda prisa que era hora ya de llevarlo, pero al llegar a la tierra se enteró de que su presunta presa se había ido a hablar de fútbol con «un tal» Günter Grass y se dio cuenta de que, en efecto, ya no tenía nada que cargar.
  

lunes, 16 de marzo de 2015

La Maestra


Por mucho que pienses que has crecido, por mucho que creas que has caminado, por mucho que imaginas tienes para aportar a esa ficción necesaria llamada posteridad, a cada rato Doña Vida simplemente te ordena:

—¡No he terminado!  ¡Siéntate ahí! Voy a darte una nueva lección.

jueves, 5 de marzo de 2015

Hacerme el griego



Desde niño las veo: parecen las mismas, una sola parecen, como si cada una no cargara a sus espaldas una particular montaña de agravios, una inédita laguna de llantos, una aplastante avalancha de miradas torcidas, unos ingresos como para ingresar… en un manicomio.  Las veo borrar lo feo a mano  e irse calladas tras darle luz a este mundo cuando el suyo a menudo resulta ajeno y ficticio para los otros. Y, a veces, hasta se dan el lujo de la alegría.

Pocos quieren reparar en que en algún sitio ellas son reinas, en que hay un hijo, o dos, o tres, que le tienen por el espejo de sus vidas y en que algún hombre hallará en ellas los manantiales irrepetibles de la poesía. Pero lo bello está en ellas, a veces más prolijamente que en quienes, al sur de aviesas narices, las condenan sin mirarlas.

No hay en el balde que suelen llevar tintes políticos o geográficos: parece lo mismo en todas partes. Entonces, yo tengo una rebelión interna por su causa, una conspiración silente y antigua que jamás ha sido conjurada —jamás podría—, así que cualquiera que se alce por ellas será mi lugarteniente.

Hace poco me enteré que el nuevo Gobierno griego comparte tal inquietud: en alguna parte leí que, poco después de instalarse, Yanis Varoufakis, el titular de Finanzas, anunció que serían recortados los gastos del Ministerio para reasumir a estas trabajadoras que desde hacía un año acampaban frente al edificio para recuperar sus empleos.

Desde ese día, aquí, tan lejos del Partenón, en este mundo caótico que repele lo clásico, me sentí también ciudadano heleno. Las trabajadoras de limpieza, esas mujeres que no pocas veces son despojadas incluso del nombre, no merecen menos.

sábado, 14 de febrero de 2015

Sueño y abrazo

Mira... parece que acaban de descubrirnos. Lo publica una revista: arqueólogos en Atenas dijeron que hallaron una tumba prehistórica rarísima, en la que una pareja yace abrazada, completamente indiferente a las cosas del tiempo. ¡Somos nosotros…!

Fue aquí en la Cueva de Diros, ¿recuerdas?, en la costa que te di al pie del Peloponeso, este lugar que comenzó a poblarse miles de años antes de nuestra era. «¡Nuestra era…!» La frase nunca fue más justa. Desde entonces se amaron millones de parejas, pero ninguna se premió con abrazo parecido.   

Es el entierro «de abrazo» más antiguo del mundo, comentan quienes creen saberlo todo y yo, embriagado en tu calor irrepetible, no puedo menos que sonreír con semblante milenario: siempre estuve convencido de que mimo semejante saldría un día a la luz.

Me cansa que no se cansen 6 000 años después: han interferido en nuestro lecho con muy frío instrumental. Han hecho  sus pruebas de ADN, como si la ciencia pudiera revelar la identidad del amor.

Profanaron, con yemas que no son mías, la saga preciosa de tu piel. En vano aventurarán la belleza de tu rostro, tu pelo hecho un lío, el peso liviano de tus palabras, tus vuelos de golondrina, tu pie de auténtica Pulgarcilla, las estaciones infinitas de tus ojos, tu pose de niña severa… Y tú serás un misterio. El mío.

Pero ellos, que hallaron a nuestro lado varias puntas de las flechas con que intento conquistarte, armarán una fría tesis de carbono 14 y publicarán amplios informes que gente muy docta pudiera leer mientras tú, condescendiente, apenas me dirás: «¡Déjalos, tan pobres…!».

Por una vez en la vida seremos griegos los dos. Habrá preguntas, para ti y para mí, flotando en siglos. Tú callarás, ocupada en nuestras manos, y yo, soñando cosas, apenas podré decir que este no es más que el comienzo del abrazo que quiero darte.     

miércoles, 28 de enero de 2015

Mi catarro y la Conquista


Una mañana cualquiera, sin que mi sistema inmunológico lo sospechara, el catarro plantó sus naves frente a mis costas. A poco inició el desembarco. Fue cruel la conquista, conseguida a base de espadas y mosquetes invisibles para mis defensas: los virus.

La colonización resultó igualmente violenta:  nada de espejitos y cuentas baratas fabricados en China; lo que me cambiaron por mi paz aborigen fue una fiebre violenta, que en su peor noche me produjo unos temblores precolombinos.

Después vinieron intensos dolores en mis articulaciones, que jamás han estado como para llevarlas a Europa y mostrarlas a la Reina. Y mi garganta ha quedado sin deseos de repetir la vieja lección del caney: fotuto, cocuyo, casabe, biajaca, guao, iguana, tocororo…

Muy pronto, cuando descubrí que mi tos no era obsequio de dioses, me rebelé, pero entiendo que la batalla es desproporcionada. A falta de otra defensa, respondí con jarabe de orégano, un brebaje de los tiempos del behique. Quizás aparezcan remedios más fuertes, pero mientras tanto insisto.

Si hace falta, haré como Hatuey, que al borde del fuego se fue satisfecho para otro cielo. Él jamás se hubiera embarcado a un cielo donde hubiera catarro español.  Porque quién sabe si entre las causas de las primeras rebeliones en nuestra tierra estuvo la seria protesta contra este mismo catarro que mientras escribo me obliga a estornudar.

sábado, 17 de enero de 2015

Educación superior



A saber, hay ahora mismo dos carreras muy caras: ser pobre y ser bueno. Quien emprende las dos juntas obtiene automáticamente una beca para la más costosa de todas: ser loco.

lunes, 12 de enero de 2015

Irma


Irma Trujillo ha muerto. Seguramente muy pocos, más allá de sus allegados, sepan qué significa esa oración que escribo justamente así, como un rezo. Es que ella era uno de esos tesoros ocultos que existen en el algún lugar para demostrarnos a los incrédulos que siempre le cabe un color a la vida. A mí nunca me engañó: jamás me pareció casualidad que naciera en un pueblo llamado Esmeralda.

Para ser su primera muerte, hay que decir que le ha quedado como un acto típico en ella, que siempre hacía sus cosas calladamente, sin alardes ni avisos que lo parecieran.

Yo, que me traje a La Habana, entre otros amuletos de sobrevivencia, el cariño de esa amiga que pasaba los 80, llamo como un día cualquiera, para saber de ella, y me dicen que no, que esta vez no puede tomar el teléfono. Me dicen y entiendo que ya el día no es cualquiera. Me dicen y yo, que la conozco bien, sé que tiene que ser muy fuerte la razón para que esta vez no quiera hablar conmigo.

Con su inocencia característica, Irma se llevó a otra parte cosas mías. Ya sé que cuando vuelva a Camagüey no me esperará su beso de anciana venerada; ya sé que no pondrá en su mesa un dulce casero que ella, viéndome comerlo, disfrutaría aun más que yo, que es mucho decir. Ya sé que a mi despedida no podré estrechar con mucho cuidado sus manos delgadísimas ni oírle decir, por millonésima vez, que yo era parte de su familia y aquella era mi casa. La muerte es cruel: me doy cuenta que tal vez sea ahora que le creo.

Como solía hacer a cada rato, Irma puso el punto burlándose rotundamente de sus caderas fracturadas, de su columna en huelga, de su piel de orquídea y su apetito de pajarillo y emprendió a solas, sin andador, el viaje más empinado. Esté donde esté, sé que me mirará (como a otros muchos) diciéndome: «Esta es tu casa, Milanés…». Tal vez un día vaya a visitarla. Y cuando tenga a la fuerza que mudarme para allá, sería un alivio tener vecinos semejantes.

No es cosa de ahora: Irma Trujillo siempre fue un espíritu de bondad, pero no hagan mucho caso de esa condición. Nunca vayan a tomarle lástima porque ella lleva sus filos. Yo estoy seguro de que en el sitio donde se encuentra ya tiene graves problemas: aun sin convencerme de su muerte, no tengo, sin embargo, la menor duda de que los ángeles se dieron cuenta de que ahora sí tienen competencia.