En su ocaso, mi abuela María veía mal y escuchaba peor. Una vez me preguntó qué llevaba en la mano; yo le respondí que camarones, para guardar en la nevera de un vecino. Me hizo un pedido inverosímil, así que seguí mi camino con apuro adolescente. Poco después se quejó con mi madre:
—¡Qué muchacho tan malcriado... mira que negarle un caramelo a su propia abuela!
Unos cuantos años después fue que la mataron los agentes secretos. Sí, la mataron unos tipos que en su inocencia senil ella no conocía: los inquilinos de la Casa Blanca, los exquilinos del Kremlin —la manchita (interior) de Gorbachov, las lágrimas en que Moscú tuvo que creer a la fuerza, la hoz torcida y el martillo machacante—, los que se callaron, los que se cayeron, los que las dos cosas, los que al tumbar un Muro fueron al piso por germana inercia, los horrores ajenos, los errores propios y hasta el copón divino, que según se dice también hizo lo suyo en esta Historia.
Bueno… el asunto fue que a ella se la llevó de la vida, a los 97, esa nube oscura y aún palpable que en Cuba llamamos período especial, que se tradujo en su mesa en una frugalidad extrema no aceptada por su cuerpo y protestada por su alma.
Murió lúcida, con unos años de más y unos kilos de menos. A mi abuela no le gustaba nada la poesía; prefería el bistec de vaca y los plátanos maduros fritos a la vera de un oloroso arroz con frijoles y de un refrescante vaso de leche. Esa cuarteta la emocionaba profundamente, pero al final de su tiempo apenas tuvo oportunidad de leerla.
En sus buenos días, ella pudo llamarse Bola de Nieve: era blanca y redonda y bonachona como los copos en distante Navidad. Mi abuela comió mucho, pero trabajó más como una de tantas obreras en el combinado pesquero de nuestro pueblo.
Una tarde, tras previo aviso, el corazón se le fue a la huelga: por casi ciego-sorda que estuviera, por lejana que percibiera la cercanía de sus incontables nietos, no pudo adaptarse a estos tiempos en que casi todos tenemos un bellísimo refrigerador y podemos negociar un caramelo, pero los camarones se los llevó a otra mesa la corriente.