martes, 14 de abril de 2015

Las venas abiertas de Eduardo Galeano


No creía en la muerte. No le daba la gana. Y cuando Hugo Chávez marchó al llano eterno, le vimos comentar: «Me han dicho que murió, pero yo no me lo creo».

Él, que caminaba por venas abiertas más que por calles cerradas, siempre sabía. Sabía como nadie las cosas de este pedazo de mundo tan rico y sufrido que nos tocó. Él fue un conquistador auténtico porque encontró enrolados en un mismo barco de sensibilidad al «Descubridor» y al descubierto y nos los pintó en retratos de palabras que no pueden ser superados en ninguna de las dos orillas.

«Miente la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está», escribió después en un acto de tozudez que ya empezaba a exasperar a la Parca, esa doña anoréxica que le tendió sus primeros lazos con cuerdas de cáncer.

Más tarde, cuando su amigo Gabriel fue ascendido a un Macondo celestial entre una nube de mariposas amarillas, él dijo su dolor callando, pero su pluma irreverente tuvo que invitarnos a beber más de una copa «a la salud del saludable Gabo para reírnos juntos, porque vivo seguirá mientras sus palabras vivan y rían y digan».  Y bebimos desfachatadamente.

—¡Esto es demasiado! –diría la muerte, abstemia pertinaz que ya había oído demasiado de aquel uruguayo loco que aspiraba a poner patas abajo el organizado caos de la existencia.

«¿Qué es la muerte para usted?», le preguntaron una vez, y él confesó que, según la hora del día, lo angustiaba, le temía, le resultaba indiferente, pero que lo más frecuente era su certeza de que hay nacimientos para confirmar que la muerte nunca mata del todo.

«Nunca mata del todo». ¿Habrá cuestionamiento mayor a la eficacia de la muerte que ese? ¿Qué será de una muerte que no sepa matar?

Su insolencia tuvo acaso la argumentación de la confianza porque «estamos acostumbrados; somos íntimos». Y quizás tal intimidad explique que alguna vez reconociera que «la muerte siempre gana…», con una acotación suyísima: «…pero te da una vida de ventaja».

En algún momento escribió un texto que pudiéramos llevarle de epitafio: «los muertos no nos dejan vivir, porque no los dejamos morir». Y nos narró como pocos se atreven a hacer los constantes forcejeos por su vida: «La muerte, que un par de veces me tomó y me soltó, a menudo me llama todavía y yo la mando a la puta madre que le parió». Y tras una recaída nos confesó que «…morirme hubiera sido un error. Yo quería dar todo antes de que la muerte llegase, quedarme vacío, para que la hija de puta no encontrara nada que llevarse».

Fue al dar con esas frases que la muerte —que lee a escondidas todos los libros de Eduardo Galeano— decidió a toda prisa que era hora ya de llevarlo, pero al llegar a la tierra se enteró de que su presunta presa se había ido a hablar de fútbol con «un tal» Günter Grass y se dio cuenta de que, en efecto, ya no tenía nada que cargar.