No creía en la muerte. No le daba la gana. Y cuando Hugo Chávez marchó al llano eterno, le vimos comentar: «Me han dicho que murió, pero yo no me lo creo».
Él,
que caminaba por venas abiertas más que por calles cerradas, siempre sabía.
Sabía como nadie las cosas de este pedazo de mundo tan rico y sufrido que nos
tocó. Él fue un conquistador auténtico porque encontró enrolados en un mismo
barco de sensibilidad al «Descubridor» y al descubierto y nos los pintó en retratos
de palabras que no pueden ser superados en ninguna de las dos orillas.
«Miente
la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está», escribió después en un acto
de tozudez que ya empezaba a exasperar a la Parca, esa doña anoréxica que le tendió sus primeros
lazos con cuerdas de cáncer.
Más
tarde, cuando su amigo Gabriel fue ascendido a un Macondo celestial entre una nube de mariposas amarillas, él dijo su dolor callando, pero su pluma
irreverente tuvo que invitarnos a beber más de una copa «a la salud del saludable
Gabo para reírnos juntos, porque vivo seguirá mientras sus palabras vivan y
rían y digan». Y bebimos
desfachatadamente.
—¡Esto
es demasiado! –diría la muerte, abstemia pertinaz que ya había oído demasiado
de aquel uruguayo loco que aspiraba a poner patas abajo el organizado caos de
la existencia.
«¿Qué
es la muerte para usted?», le preguntaron una vez, y él confesó que, según la
hora del día, lo angustiaba, le temía, le resultaba indiferente, pero que lo
más frecuente era su certeza de que hay nacimientos para confirmar que la
muerte nunca mata del todo.
«Nunca
mata del todo». ¿Habrá cuestionamiento mayor a la eficacia de la muerte que
ese? ¿Qué será de una muerte que no sepa matar?
Su
insolencia tuvo acaso la argumentación de la confianza porque «estamos
acostumbrados; somos íntimos». Y quizás tal intimidad explique que alguna vez
reconociera que «la muerte siempre gana…», con una acotación suyísima: «…pero
te da una vida de ventaja».
En
algún momento escribió un texto que pudiéramos llevarle de epitafio: «los
muertos no nos dejan vivir, porque no los dejamos morir». Y nos narró como
pocos se atreven a hacer los constantes forcejeos por su vida: «La muerte, que
un par de veces me tomó y me soltó, a menudo me llama todavía y yo la mando a
la puta madre que le parió». Y tras una recaída nos confesó que «…morirme
hubiera sido un error. Yo quería dar todo antes de que la muerte llegase,
quedarme vacío, para que la hija de puta no encontrara nada que llevarse».
Fue
al dar con esas frases que la muerte —que lee a escondidas todos los libros de
Eduardo Galeano— decidió a toda prisa que era hora ya de llevarlo, pero al
llegar a la tierra se enteró de que su presunta presa se había ido a hablar de
fútbol con «un tal» Günter Grass y se dio cuenta de que, en efecto, ya no tenía
nada que cargar.
«Me han dicho que murió, pero yo no me lo creo» Nunca más cierto.
ResponderEliminarGracias, Enrique, por recordarlo.
Gracias a ti, por estar cerca. Un abrazo.
EliminarMila: Tampoco me lo creo. Te busqué porque sabía encontraría algo así, como siempre, !insuperable!
ResponderEliminarSigue con tus regalos, cariños familiares y mi beso!!!!
Cuqui, mi cariño también a toda la familia por allá. Siempre los recuerdo. Un abrazo.
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