sábado, 26 de febrero de 2011

Chendo

Ha muerto el padre de una amiga. Se marchó de un paro respiratorio o de un pero del corazón, que para llorarlo no hace diferencias. Se le fue  hacia la muerte por un tin, porque fuerza le sobraba para posponer el viaje. Apurado y terco, como siempre, Chendo Suárez no quiso esperar los tres días que le acercaban a los 90 y se fue de cosmonauta del silencio a hacer su caminata especial por el Cielo para contarnos, para cantarnos, un día de estos.

Porque él era sinsonte de más de 200 libras que cantaba a los cuatro vientos 
Tres lindas cubanas o regalaba 3,14 flores y un quinteto de guayabas maduras —casi tan amarillas como él— a las verdes muchachas de la tienda. Pese a ello, tal parece que su número preferido era el 2: par de hijas, dúo de nietos y una pareja cariñosamente dispareja: su eterna novia Coty y el bisnieto pequeño que acaso con su muerte aprenderá que llorar es un deber.

Dicen que ya no verá desde el mismísimo patio de su casa la chimenea sin humo del central Senado. Senador humilde, hombre de ingenio con todo y redundancia, regador de orquídeas, andará a estas horas buscando veredas nuevas en el Cielo. Los ángeles cuchichearán sobre este viejo sencillo y confianzudo que se pasa la muerte preguntando entre nubes por José, el hermano que alguno de estos días habrá de acompañarle.

En lo alto estará hablando de pelota; ese deporte de locos que escuchaba extasiado aun cuando su vida y su muerte convivían —¿o conmorían, Chendo?— en una sala cerrada de hospital. Allá, cerca de bulevares silenciosos, estará armando su jaleo porque de seguro querrá tabacos en el sitio preciso donde Dios prohibió que alguien fumara.

Yo, que alguna vez me senté a una mesa a comer de su sudor, quiero enviarle por email esta lágrima escrita al infinito. Yo sé que mi amiga escuchará cada día su dulce canturreo, tan fijo en los oídos de ella como sigue en los ojos pícaramente abiertos de su padre el humo azuloso de la redonda chimenea del Senado.

viernes, 25 de febrero de 2011

Disfunción eréctil

Hace días que el manual de instrucciones llegó por facebook, un poco en spanglish, un poco entre zetas y algunas pesetas y un mucho entre varios poquitos empequeñecientes. ¡Con tanta ilusión acumulada, debe ser muy duro que aquello se afloje!

“Por el levantamiento popular en Cuba”, reza entre súplicas la etiqueta de este equipo electrocosmético que tiene hasta fecha de caducidad: agítese para su uso —exigen los sponsors— entre el 21 y el 26 de este febrero. Sin embargo el plazo se acaba, las plazas no empiezan y el instrumento de excitación no se les yergue.

Dicen que emplea la perfecta energía “medioriental” para tumbar gobiernos. Tal vez ignoren que con medio Oriente y una Sierra entera se fecundó la Cuba montaraz que ellos pretenden acribillar.

Uno mira por aquí, busca por allá, y nada de nada. Parece que, pretendiendo Egiptos en La Habana, las momias eternas de Miami se vuelven a embalsamar.

Se los digo de veras; revisé el manual, al derecho y al revés, y me percaté de que al aparato no le funciona una pieza interesante: ¡Patética contrarrevolución a la que no se le levanta… la gente! 

miércoles, 23 de febrero de 2011

Pero siempre...

Es un lugar común. El mío. Decir que me fui de mi pueblo, pero que mi pueblo no se me marcha, sería lo más sencillo del mundo. Los incrédulos, los que no conozcan Santa Cruz del Sur o no me conozcan a mí, o no conozcan a ninguno de los dos, que es una especie abundante, solo tienen que mirarme para verle: todavía llevo su sol por allá adentro, por acá afuera, y entre mi pelo —que, de tan duro, es un pero— se cosecha en abundancia su salitre.

Fíjense bien: estos silencios tan míos tienen su marca de origen. Y mi oreja caracol sigue escuchando torrenciales aguaceros que hace tiempo se secaron. Es Santa Cruz, que tintinea y salpica y hasta empapa sin mojar: tic tac, tic toc… susurra este pueblo mío cual viejo reloj de agua que marcara los minutos de sus hijos en la arena.

Mi cabeza no está en puerto: anda, marinera, anda, en el barco de mi padre que tras un viaje con truenos ha venido de la muerte a pescar para nosotros. 
Mi padre pesca, más callado que un pez, una ensarta rosada jíbaramente muerta que en la noche mi madre servirá en larga mesa de nueve. Pero siempre hay sus siempres: siempre hay sillas vacías. Siempre falta alguno de nosotros que se fue a otro pueblo —¿para siempre?— a balbucear nostalgias como esta:

Es un lugar común. El mío…

martes, 22 de febrero de 2011

Agujas

Yo era un enano, desarrapado, sí, pero disciplinado hasta la barba, en aquella primaria santacruceña que se llamaba nada menos que como el Viejo Generalísimo. Tal vez porque le temía a los famosos resabios de Máximo Gómez, me insubordinaba solo de vez en cuando: los días del curso en que iban a vacunar.

―¡Enfermera...! -avisaba alguna voz amiga, y con ella yo me daba una licencia y escapaba a toda marcha a un coppelita pequeño donde con apenas 40 quilos (no hay error: dije 40 y escribí quilos) compraba una copa de un frío "analgésico" contra el susto, de naranja piña, fresa o chocolate.

Más tarde regresaba avergonzado, con el rabo entre las piernas (¿dónde si no?, preguntaría aquí cierta presentadora de televisión) y las maestras, irresponsablemente cómplices, me perdonaban aquella repentina ausencia al examen de jeringuillas. Por puro milagro no morí en ese tiempo, de sarampión o de otra enfermedad vedada al resto de los muchachos de mi grupo.

El miedo a las agujas creció conmigo, un poco más veloz, porque creo que ya mide más de mis 5 pies con 10 pulgadas, pero al cabo de los años encontré, al fin, un antídoto eficaz. Charles Darwin o Dios, o ambos, saben muy bien lo que hacen y por eso dotaron a las verdugas que inyectan de esos cuerpos bellísimos que hacen uno olvide el dolor:

―Por favor seño... ¿no tendrá por ahí otra vacunita que ponerme?

lunes, 21 de febrero de 2011

Cachita La Generala

Muchos rezos después, el esclavo Juan Moreno la recordaría como “... una cosa blanca sobre la espuma del agua”. Ella ya estaba en su sitio tras su desembarco de expedicionaria de tabla en las olas, su llegada de virgen del surf, su arribo de santa impermeable... Ella, en lo alto de la tierra y de la gente tras sus reiteradas  señales de preferencia por las lomas y sus dotes para conducir de otra manera a un pueblo indómito y complicado.

Los veteranos mambises, que engañados habían guardado sus machetes, se armaron del filo de la palabra para pedir a Benedicto XV algo para ella: la condición de Patrona de Cuba que, una vez concedida, a estos patriotas llenos de cicatrices les pareció el nombramiento de la Mayor General Cachita para mandar en la epopeya de la paz.

Ahora anda de peregrina, buscando en nueva expedición llegar a los 400 años de aquel desembarco en la costa y en los pechos. Ahora son más que tres Juanes los que le ven arribar a cada pueblo y aun los que no creemos tenemos que venerar a esta cubana celeste que, sobre la espuma del alma, pone proa a la encrespada travesía de nuestra unidad. 

martes, 15 de febrero de 2011

El llanto de Lucille

El de ellos fue, desde el primer momento, un romance fogoso lleno de resonancias. No asombra entonces que, con el paso de los años, él le pusiera el mismo nombre a todas las que le han acompañado en su larga carrera por la vida: Lucille.

Unas cuantas Lucilles ha tenido desde entonces este hombre que a los 85 no se cansa de tomarlas por el brazo, palparles curvas eróticas, pulsarles seis recios cabellos de negra y, con el mayor desparpajo, a la vista de todos, inspirar sensualmente, expirar sexualmente, en ese cuerpo perfecto y enervante, hecho sin duda con divino compás.

La primera nació en Arkansas. Dicen que hubo un incendio y en seguida desalojaron el lugar, pero él, que la había olvidado adentro, regresó a recogerla con no poco riesgo para su vida. Así mismo, unas llamas de más y ahora no tendríamos nada que escucharle, tal vez un silencio largo y armonioso. Sin embargo el héroe no solo salió ileso, también salvó a su enamorada, desde entonces condenada a acompañarle de por vidas.

Poco después, cuando el humo se había marchado cielo arriba, se enteró de la causa del siniestro: combustión por exceso de hormonas. Dos hombres explotaron en reyerta por el amor de una mujer que no era la muy mediática Helena de Troya, sino una desconocida Lucille de Arkansas. 

De ella B. B. King tomó el nombre de la guitarra rescatada ese día entre las llamas para que, de una a otra encarnación, el mundo entero admirara hasta el fin de los tiempos notas semejantes al llanto de una mujer que, armada con un pañuelo, esperara en la torre más alta la llegada del caballero medieval: lucilleee… lucilleee… lucilleee…    

lunes, 14 de febrero de 2011

El Día del Amor

Desde la madrugada habían sido barridas las nubes sucias para que la plaza estuviera impecable, azulísima, a primera hora. Con puntualidad celestial, a las ocho en punto empezó a hablar el locutor:

—¡Bienvenidos! Hoy es 14 de febrero, Día del Amor, y estamos reunidos aquí para efectuar esta actividad conmemorativa. Preside el acto el compañero Cupido, de la instancia superior en el Ministerio del Cariño.

Se produce un cerrado aplauso de alas. En ese momento, el joven dirigente ladeó un poco la cabeza y levantó el ala derecha en señal de saludo. Satisfecho el protocolo, el presentador continuó:

—Pedimos un minuto de silencio por los amores difuntos, por los extintos, por aquellos que, de tan finos, terminaron en finados. Un minuto sin palabras por los galanteos fallidos, por el rubor liquidado, por los adjetivos que no escuchó la mitad de la pareja y por los sustantivos que el otro 50 por ciento usó para herir. Convocamos a un mutismo solemne por la boca poca, que no quiso besar y, de tan egoísta, terminó emboscada (embocada, dicen) entre los flancos de fuego de los labios enemigos...

Ahí fue cuando el locutor, ángel sensible, se emocionó demasiado y su voz se apagó. Alguna musa auxiliar apareció presurosa tras la tribuna y le alcanzó un vaso de agua bendita que él bebió, despacio, para seguir con bríos nuevos la lectura:

—Pido que escribamos el epitafio de las mentes vanas que se van de su mundo sin llegar primero y vienen al nuestro con vagina deshecha o glande rasgado y un alma virgen, intocada, que jamás un mortal pudo conmover. Recemos una oración subordinada a lo bueno, yuxtapuesta a lo bello, coordinada con sensibles latidos de nuestrocardio; una oración que tenga sujeto, predicado y, como complemento, prédica, suficiente prédica para intentar que al fin descansen en paz los amantes de parejas infinitas que jamás se tropezaron en cama alguna con la cara y el cuerpo de la ternura. Glorifiquemos de nuevo los amores difíciles, los únicos fáciles de creer. Entablemos un diálogo silente de 60 segundos —y 60 primeros— para que el de hoy no resulte “el Día”, dispar en el alma/naque, sino un día común porque amar sea la norma.

Ya con ojos vidriosos, el locutor hizo una pausa más larga, tomó aire y le dio otro tono a su voz para anunciar, orgulloso:

—Bien, queridos asistentes, ahora el compañero Cupido nos dirá unas palabras de estímulo para concluir la actividad.

En efecto, ceremoniosamente, Cupido se paró de la butaca destinada a la presidencia, entregó el arco en custodia a un ayudante, y tomó el micrófono de la tribuna, sin embargo, cuando todos esperaban escucharlo rompió en un llanto desgarrador: la víspera de ese Día, había roto con su mujer.  

jueves, 10 de febrero de 2011

La maja vesnuda

De las dos majas prefiero, por mucho, la vestida: no hay mayor placer estético, no hay igual obra de arte, no hay mejor catarsis plástica que trepar a la modelo en el caballete —¿con reverencias de condesa en el alba o incandescencias de gitana en el ruedo?— y pintar en primera persona a esa mujer inapagable quitándole cada pieza de su cuerpo, trazo a trozo, a puro pincelazo de miradas, con fingida delicadeza de Academia y estos ojos de vanguardia marginal que un día se perderán, ahogados para siempre, en las profundidades de un cuadro plagiado al viejo Goya.   

martes, 8 de febrero de 2011

Tres estaciones del humilde

Cuando de niño bebía Salgari y comía Julio Verne, estaba convencido de que alguna mañana me esperaría, en la arena fangosa de Santa Cruz del Sur, una botija con contadas monedas —siempre menos de 30, nunca de plata—, solo las necesarias para premiar la silente virtud de mi familia.
 
Cuando de hombre navego en velero prestado por la Red, no me abandona el sueño infantil de tropezar con una de esas loterías muy virtuales que anuncian por ahí, para repartir la nube entre los míos y hacer que las manos de mi madre descansen en paz sin que se mueran.
 
Cuando de muerto viole las puertas prohibidas y llegue al Cielo por error, ya no querré botija o premio alguno; simplemente robaré una estrella blanca, limpia como la risa de mi hijo, y la mandaré a la Tierra prendida de un relámpago para cambiar de un flashazo el sino oscuro de mi gente.
 

lunes, 7 de febrero de 2011

Una carrera

Luis Ulacia trató en vano de sacarme out en un estadio: pese a lo rápido que es, pese a lo lento que soy, el torpedero no pudo esa mañana.

Yo iba desde tercera base, camino de su encuentro, y el pícaro Ulacia me hizo una seña negativa que parecía anunciar frente a las gradas mi derrota.

No pocos peloteros se hubiesen congelado; en cambio yo gané ese juego decisivo. Cuando me le acerqué y le dije que yo era el periodista, cuando empecé a lanzarle en curva y recta mis preguntas y le atajé sin guante alguno las respuestas, el rapidísimo Ulacia desistió de botarme del terreno donde a esa hora su equipo se entrenaba.

Así, pícaramente desarmado, me vio llegar a home con su entrevista. 

martes, 1 de febrero de 2011

Los 15 de Florita

El padre, un hombre de gordos quilates, contrató sin regateos el cabaret más renombrado de la ciudad, puso en la mesa su obesa tarjeta bancaria para que lo dejaran en paz y siguió en sus negocios, timando almas en alguna parte.

La madre, ama de cosas, se ocupó de los detalles de la fiesta: entrevista con el coreógrafo, cobertura de imagen, tarjetas para las más que estudiadas invitaciones, revisión del buffet y compras accesorias, inspección del local, chequeo de tareas de cada empleado y el infaltable cotilleo de inteligencia sobre las celebraciones de la competencia —presentación en sociedad de otras niñas similares— para seguir subiendo, con billetes, la varilla.

Al fin llegó el onomástico. La fiesta fue todo un escándalo que quedó registrado en disímiles formatos y en cuanto soporte pudo soportarla. Los anfitriones derrocharon miles en la siempre amigable moneda enemiga, sin embargo no era de eso de lo que hablaban los rumores: la mayor parte de las muy plásticas madres y de las volátiles amiguitas discutían en plena velada cuál de los quince novios conocidos habría desflorado a la bella Florita un día ya lejano de la secundaria básica.