jueves, 29 de septiembre de 2011

Willy

Conocí a Willy en los tempranos '80 del otro siglo, cuando los dos estudiábamos en la Vocacional Máximo Gómez y mi grupo, que no era precisamente de los buenos, fue repartido entre varios, lo que hizo que por un curso me cupiera en suerte un muy especial 403. 

Allí me encontré con aquel muchacho casi tan flaco como yo, aquel inquieto incorregible, pelotero de peñas escolares y de salas de estar que defendía a como diera lugar la calidad de un muy bisoño entonces Luis Ulacia.

Una mañana, Willyto se metió a una estación eléctrica de alta tensión, a recuperar una pelota que había bateado, y sufrió un shock que sus amigos creímos definitivo. Pero no solo salió ileso, sino ―nos convencimos muchos― que el trance “recargó” sus baterías. Por ahí comenzó a burlarse de la muerte. Y hubo mucho Willy en muchas partes.

Pasó el tiempo... yo me hice tan solo periodista y él, con el más serio nombre de Guillermo Jesús Pardo Camacho, se convirtió en Doctor en Medicina, especialista en un Grado, y Dos, en Neurocirugía, Instructor, Profesor Asistente, Profesor Auxiliar, investigador y ponente, y quién sabe cuántas cosas. Yo tuve un hijo y él dos ―recuerden que ya he dicho que era un inquieto sin remedio― y para colmo suyo, para calma mía, él terminó cuidando mi columna.

Ya para entonces su larga enfermedad, que nunca llevó con pena aunque suela tener ese adjetivo, le había retado a un duro pulseo que el hombre, más que el Doctor, ganaba no solo en batallas portentosas ―que las hubo― sino en el día a día. Y la muerte se agotaba buscándolo  en las desvencijadas salas de neurocirugía, pero él siempre le llevaba un paso delante, un paciente salvado.

Sus pacientes... Implantaba con ellos la dictadura del amor: les prohibía morirse, por decreto, por si acaso no bastaba con sus curas. Y a veces refrendaba su dictamen con un argumento inexcusable: alguien tenía que regalarle un dulce X que su gusto de muchacho requería. Si algún colega compilara en un texto la Anatomía de Willy, vería en ella las muy magnéticas resonancias del humor y el amor: humor hasta negro, si hacía falta, y amor blanco o transparente... risa y entrega de todos los colores.

Pocas veces se ve a seres así de corajudos. Willy no solo botó montones de veces a la muerte de su sala y le prohibió aparecerse por su casa; también estuvo atendiéndonos desde su cama hasta su último miércoles, hasta que al fin se produjo su partida. Así era él, roble delgado que tuvo la más honda raíz en la familia.

No asombró entonces la multitudinaria despedida que la gente, convocada solo por la gente, le hiciera en el cementerio este jueves. Allí se lloró en ojos de todos los colores y al final, cuando estaba sellada la tapa de su losa,  aguardamos un rato, tal vez esperando verlo de nuevo levantarse como en los días lejanos de la estación eléctrica y preguntar: “¿quién caramba les dijo que me iba?”     

martes, 27 de septiembre de 2011

Tres tristes vasos

El pesimista: el vaso medio vacío.
El optimista: el vaso que medio lleno.
El ultrafatalista: que se quedará sin nada.
El más que iluso: lo veremos rebosar.
El que esto escribe: Y por fin... ¿qué carajo tiene el vaso?

viernes, 23 de septiembre de 2011

La soledad aparente de Degas

Los críticos de arte, y a menudo los críticos a secas, que son los que más abundan, susurran la soledad desértica del pintor: Degas no tuvo descendencia, no se casó y, para colmo, no dejó amante conocida. ¿Cómo es que un genio puede pintar sin una amante?, parecen decir los textos certificando la indiscreción constante de los hombres.

Tal carencia de afectos, semejante sequía de faldas, deja a la gente casi tan boquiabierta como esos cuadros rotundos que invitan a bailar.

El asombro aplasta cuando se sabe que el dinero calentó su mano desde niño, que su mesa era pródiga y su cuerpo no tenía, por ejemplo, el maldito estigma que a todas luces no pudo frenar la eterna fiesta de Toulouse-Lautrec.

Que, en fin, más de una damisela de su tiempo le hubiera sacado uno a uno los colores personales contra el tendido óleo de una cama.  Uno se asombra más porque supone lo generosas que para acompañar eran las muchachitas de su tiempo: tan alegres, tan bulliciosas, tan francesas...

Sin embargo, señores, yo entiendo la sostenida abstinencia del pintor. Cuando miro o sueño ese millar y tanto de cuadros de ballet, cuando logro entrar de polizón al vestidor prohibido o encuentro pasaporte a algún ensayo de bellas bailarinas, me doy perfecta cuenta de que no es sencillo decidir de cuál enamorarse.

No hay soledad infinita. Esperemos: un día de estos, el maestro Degas habrá de pronunciarse.  

lunes, 19 de septiembre de 2011

El gnomo y la reja

Fue más o menos cuando alumbraban las primeras luces de los sombríos '90. Recién terminamos la universidad y mi amigo Oscar me invitó a su casa.

Su familia impresionaba. Sé que hay redundancia en el término, pero parecían buenos gnomos (de hecho, Oscar rebasa con trabajo los 1.50 metros, lo que debe mantenerlo como uno de los periodistas más pequeños de Cuba) y hasta le recuerdo algún hermano barbado, que con solo un gorro y montado sobre un zorro anaranjado... bueno, ya ustedes se imaginan....

Sin embargo, lo que más marcó mi visita a aquel apartado pueblo espirituano llamado Juan Francisco fue que a las pocas horas de llegar, cuando preludiaba la noche, mi amigo me indicó la habitación donde yo dormiría:

―Este es tu cuarto —me explicó el anfitrión—; si quieres, puedes dormir con las ventanas abiertas.

Al borde de una ventana, en provocador límite fronterizo con el exterior, había un tocadiscos que en ese fecha valdría unos cuantos pesos.

―¿Y no roban...? —tuve que preguntar.

―No roban —respondió satisfecho.

Miré afuera, a otras casitas similares, a otras familias abiertas. Fue así cómo me enteré de que en aquella comunidad rural muchos vecinos dormían igual, de par en par las ventanas por las que apenas brincaban las estrellas de unas noches apacibles. En estos veinte años no he podido olvidar la escena.

De entonces a la fecha ha llovido un poco. De todo. Ahora vivimos la era de las rejas y hablo por teléfono con mi amigo muy de vez en vez. Cuando lo hago, la charla me regresa la nostalgia de aquellos días y me aviva el deseo de que Juan Francisco sea el último bastión del mundo donde los gnomos se resisten a guardar entre hierros su honradez.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Espejuelos

Está probado oftalmológicamente: los cubanos sentimos una atracción atávica, inexplicable y poética por los espejuelos. Delictiva, cuando hace falta. Nuestro amor es ciego: para hacer más retorcida la relación, nos gustan sobre todo los que no tienen cristales.

Algún secreto admirador se apropió más de una vez de los espejuelos que más de una vez los médicos de la Isla le recetaran al John Lennon que mira entre armaduras levantarse y caer los soles broncíneos que alumbran La Habana. Al cabo, sucedió lo que nadie podía “imayinarse”: el exbeatle, que ya de por sí habrá de sufrir lejos de casa, lejos de Yoko, se ve obligado a escuchar la perenne descarga de custodios cubanos que muy probablemente no tienen como fuerte la poesía. Lo más triste es que sabe qué es lo que cuidan realmente: no lo protegen a él; preservan sus espejuelos. 

Hay otras víctimas. En mi natal Camagüey alguien tomó regalados los espejuelos de Mariano Barberán, el audaz aviador español que en 1933 brincó el Atlántico con lentes y sin miedo, junto con su hermano de hazaña Joaquín Collar. Tal vez porque Don Mariano no era una estrella del pop, aquí no hubo reposición y ahora el hombre del busto está impedido de volar, como águila sin alas, no porque al regresar un accidente le llevara la vida, sino porque al cavilar un delincuente le robara los espejuelos.

El colmo de esta afición lo viví hace poco en un lugar muy cercano. Sobre una mesa hay colocada una pequeña escultura cerámica de Nicolás Guillén, el camagüeyano que, a rítmico golpe de versos, se convirtió en Poeta Nacional. Guillén está sentado, con un libro en su mano derecha, entreabierta su bemba de gran negro decidor, las piernas cruzadas en pose vaciladora. Uno lo mira y escucha sus sones, uno siente en seguida que es mucho Guillén este Nicolás. Pero quizás leyendo su libro, soñando su musa, en algún instante el bardo se vio adormilado y pestañeó... Parece que fue entonces cuando alguien de veloz inspiración le llevó los espejuelos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Talón de otro Aquiles

El 7 de octubre saldrá, al fin, de la prisión René González Sehwerert. El suyo es uno de esos casos extraños en que se condena al antiterrorista por tratar de parar la mano que mece la bomba. Extraño, pero no el único.

Trece años después de que le encerrara la noche vestida con traje del FBI, René podrá otra vez bañarse de un sol sin cuotas, divisar un cielo sin rejas, respirar un aire sin cadenas, caminar de manos de su esposa, sin esposas...

René podrá dar besos sin licencias de Obama y disponerse a regresar a la tierra que le aguarda como espera una dama, fiel en la virtud y el sacrificio, a su hombre que ha ido a compleja batalla y caído en distante presidio con tal de defenderle parejo la casa y el honor.

Cuando las nuevas zancadillas se desarmen y llegue a La Habana con el nombre de Cuba tatuado en las ansias, René podrá empezar, sin agentes que supervisen, el canje de sueños por pesadillas y podrá contar y cantar, aunque hace tiempo se sabe que ni en el hueco más negro pudieron apagarle la alegría de alma que lleva prendida cual marca de origen.

Pero en guerra y en amor siempre hay “peros” que hasta los héroes homéricos tendrían que respetar. Hay algo que este recio recluso no podría hacer: aunque su salida a la calle dejará en cuatro la cifra de compatriotas encarcelados por el amo del odio, ni él ni nadie romperá jamás el nombre con que el mundo lo menciona junto a Fernando, Antonio, Gerardo y Ramón: Los Cinco Cubanos.

Aunque comiencen a desocupar celdas, los Cinco siempre serán cinco. 
¿Quién ha visto un puño poderoso con menos de cinco dedos?

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Doña Cuca y la crisis

No leo eso que llaman “literatura barata”, porque no me interesa. Tampoco, literatura muy cara, porque no tengo dinero. Mis letras están en el medio. Es por eso que esquivo ciertos libros de “autoayuda” que lo primero que matan es el gusto de sus lectores.
 
Contra toda sequía, corren en muchos de ellos ríos de tinta sobre la muy masculina y temida crisis de los 40 que a mí, hasta ahora, me daba tremenda gracia.
 
Pero una noche, mientras caminaba a mi casa, tuve que pensar: cuando me crucé con aquella rubia despampanante y mi primera, aguda, respuesta fue sentir en el tobillo derecho esa intensa contracción que en Cuba llamamos “cuca”, reconocí que tal vez ya comienzo a padecer el mal de la economía.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Odios

Juro que no entiendo mucho de odios. Ni del que llega de afuera, en enormes contenedores con letras en inglés, ni del criollo y mestizo de mi barrio o mi trabajo que se hace aquí, quizás para sustituir importaciones.

Es incapacidad congénita, señores: no sé cómo se sienten ni cómo se pronuncian esos odios. Pero, pese a la amarga tentación, no quiero leer nunca sus catálogos.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Discurso de espaldas a la tumba de mi tío

Tío Chichi murió sin avisarme. Se fue como era él, calladamente, sin temor ni zozobra frente al viaje. No pude ir a sus honras, pero no me preocupa qué digan de mi ausencia: lo que sí hubiera querido era verlo vivo de nuevo y robarle otra de aquellas sonrisas suyas de gente pobre y buena, que es la gente más rica que conozco.

Sí tengo que decir, aunque apenas los dos lo comprendamos, que entre los tantos hermanos de mi viejo fue el que más quise, el tío más padre que he tenido. Como suele ocurrirle a los seres valiosos, la vida le fue quitando cosas. Tantas, que cuando apenas nada le quedaba le llevó parte de una pierna, “hipotecada”.

Pero ni eso no pudo tumbarle la firmeza. Escondidos bajo el piso de tierra de su casa nos dejó en herencia tesoros infinitos: el nombre alado y retador de mi hermano Ángel, la bondad como espejo, la virtud en la costumbre, la personalísima escala para medir la real altura de la gente... Ojalá sepamos usar sus herramientas con oficio.

Mi tío fue tan hombre y tan macho que jamás le escuché palabra gruesa: no le hizo falta para vencer a veces y siempre convencer. Pero bueno, no teman quienes lean estas letras de agonía... esta vez no pienso amortajar la muerte, no le voy a poner un maquillaje ni amenazo con pronunciar el discurso consabido de que “él vive, bla bla blá...”. 

Esta vez he perdido, esta vez ―repasando a solas la terrible fórmula química de una lágrima―reconozco a La Parca su victoria: es la muerte, señores, la poderosa muerte, que me ha matado un tío sin matarme.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Controversia

A menudo presumo de ingeniero de almas, me pongo mi overol de agradecer y me enfrasco en dar una mano, y dos, a alguien que me merece. Esa noche caminaba cansado y satisfecho de regreso a casa, después de ayudar a una familia amiga a cambiar parte del techo de su hogar. Con leve cojera, cargado de lluvia y con todas las vértebras desvertebradas, tenía que resolver con caminata lo que un transporte invisible no me iba a solucionar. Despacio, pasaba y pensaba hasta que, cerca de un parque, los vi.
 
Tendrían entre 9 y 11, o algo así. Contaban, cantaban. Se buscaban y perdían. Ora se parapetaban tras un árbol, ora salían corriendo como rayos. A veces concordaban y a veces discutían. Reían mucho, reían siempre.
 
Sin pretenderlo, sin conocerme, sin enterarse, le fabricaron a mi cara la mejor sonrisa de esa jornada: verlos jugando a los escondidos me reencontró con mi escondida esperanza en la sobrevivencia de esa especie rara y valiosa que los más sabios llaman infancia.
 
Entonces, con lupa en mis ojos, estuve feliz de contradecir al pesimista que llevo afuera, estuve contento por llevarme la contraria y sacarle la lengua, en mi burla mejor, a este yo tan terco que creía que los videojuegos habían matado la última virginidad de alma.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Mundo paralelo

Papeleta en mano, un matrimonio amigo, que a su vez dio con una amiga en el lugar y momento adecuados, me hizo hace unos días una invitación insólita: “¡Vamos al cabaret, a ver el show de dos humoristas reconocidos!” Receloso, les dije que sí, si total, estaba de vacaciones... y allá nos fuimos.

Ya en el lugar de los hechos, nos dio trabajo hasta descubrir la puerta de acceso, pero como en Cuba todos los romanos conducen a un camino, un turista que se veía como en casa nos mostró con su paso la ruta brillante de aquellas especias.

Allá dentro todo era faldas extracortas ―¿o muslos extralargos?―, tragos multilingües y lenguas multioficios, precios de ganga para cosmonautas, gente que era lo que no parecía, que parecía lo que no era y hasta alguno que era justo lo que parecía.

Preparados genéticamente para la austeridad, en nuestra mesa optamos por el consumo más mínimo, el ínfimo casi: una botella de ron Mulata y otra de refresco de cola. Bebiendo tales detonantes, capaces de hacer tambalear mis flacas piernas gemelas, comprobé  al instante que los humoristas reconocidos estaban desconocidos y habían trocado su fino humor de absurdos por un grueso pliego de zurdas vulgaridades.

Ni siquiera el anestésico que nos suministraron por vía oral me libró de la sensación de sentirme Gulliver en el país de los giganos, de preguntarme dónde dejaría mi platillo y de creer que había roto la barrera del sonido, viajado en el tiempo o que tal vez había sido abducido por un comando de extraterrestres en etapa de servicio social.

Cercado por risas que me resultaban tan incomprensibles como la “gracia” de los chistes que las precedieran, supe por vez primera a qué sabe colarse con invitación en un mundo paralelo. Cuando, pasadas las dos de la mañana, salimos de allí, comprobé que en el mío, donde se ríe sin espectáculo y se sabe amar sin alcohol, la gente descansaba para en unas horas salir a trabajar. ¡Qué alivio!