viernes, 20 de diciembre de 2013

Palabras de bronce


Bueno, periodista, yo creo que ya es hora de que cambiemos los papeles: por aquí pasa todo el mundo y Subirat les habla de mí; gente que viene quién sabe de dónde y el Subi les cuenta maravillas mías. Con usted vamos a hacer una excepción: yo le voy a comentar cosas de él, de Norberto Subirat Betancourt, porque él no será una escultura, como yo, pero tiene una historia muy interesante.

Ahora lo retratan al lado mío, con un periódico en las manos, pero en buena parte de sus 80 años él tuvo muy poco tiempo para leer en un banco. Ya se ha hecho un símbolo de Camagüey, sin embargo nació en Bacallao, en la finca La Redonda, cerca de La Vallita. Vino para la ciudad en 1952 y, según me ha confesado en esas tardes en que vienen pocos turistas y podemos hablar más, en sus tiempos tuvo que comer mucha harina de maíz seco.

En fin, que había leído muy poco periódico, pero imagínese usted que una importante creadora vaya a su casa y le proponga que pose para ella, que quiere hacerle una escultura en la Plaza de El Carmen. ¿Quién va a decirle que no? Y si es Martha Jiménez, la gran artista ceramista, mucho menos. Eso cambió la vida del Subi, y también le embelleció la existencia a miles de personas que se quedan admirados con lo que encuentran en esta plaza. Seguro que usted también, ¿verdad?

Martha quedó satisfecha, y a Subirat nunca se le achica la alegría; si por él fuera, le daba un Premio Unesco todos los días a esta mujer que lo invitó a leer para siempre un periódico de bronce. Dice la artista que lo escogió por sus rasgos; es que él es nieto de canarios. Resulta que ella se propuso mostrar en estas esculturas costumbristas nuestra riqueza cultural. Y así se ven cerca de mí tres negras gordas, las únicas chismosas que caen bien en un barrio, se ven los enamorados que no se pelean y Mata'o, el aguador que aunque murió con 96 años todo el mundo cree que sigue vivo. ¡Es que el arte hace milagros!

Sigamos con Subirat. Nunca lo he visto pedir, pero ningún dinerito que puedan regalarle lo marea. Sin ser el vigilante de la plaza está arriba de los muchachos para que no rieguen ni se suban en las esculturas. ¿Qué otra cosa puede hacer, si está enamorado de Camagüey? “La Habana será la capital, pero Camagüey... Camagüey es una belleza”, me comenta a cada rato, mirando las dos torres de la iglesia.

A Subirat han querido conocerlo turistas rusos, norteamericanos, españoles, canadienses... y a todos les cuenta cosas de la ciudad y de Martha, la mujer artista que lo parió dos veces en la misma plaza: primero en marmolina, y ahora en bronce. Él está seguro de que va a ser eterno en este rinconcito, “la plaza me insiste que mejor representa al pueblo. Subi confía en que los camagüeyanos del futuro sabrán el nombre del viejito que leía el periódico en El Carmen.

Ese es, periodista, Norberto Subirat Betancourt, el modelo que inspiró lo que soy. Publíquelo así, porque él los quiere a ustedes; dice que en una ciudad vieja como esta los periódicos son los que anotan el acontecer. Se pasa la vida deseándoles salud y bendiciones porque, para él, todo el que defienda a Camagüey se merece una escultura.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Crónica policial

Veintiocho años después, los expedientes se empeñan en repetirlo. En todas partes, el hombre pensaba en una mujer imaginaria que ya (aunque él no lo sabía) era mujer pero había dejado de ser imaginaria. La mujer, la no imaginaria imaginada, se acercaba, hecho a hecho, al destino seguro de aquel galán jamás cruzado en su camino.

Él la soñaba (ella era) hermosa, delicada, deliciosamente fragante… Apenas podía reprochársele una leve inclinación, a estribor, de su sonrisa, en cambio el detalle daba a sus labios un toque marinero. Solo faltaba que la vida juntara los pedazos; era cuestión de esperar el día X.

Y casi llega, solo que un poco antes (el día W, para ser policialmente exacto) un conductor soñador, con la cabeza perdida del volante, atropelló a una desconocida en la avenida. Dicen que era una mujer increíblemente hermosa, que ni el olor de la muerte pudo robarle la fragancia.

Los médicos forenses no la han identificado todavía. Al examinarla, les llamó la atención aquella boca sensualmente escorada, como mecida en un velero. Por más que buscaron, solo encontraron en su cuerpo una sonrisa inclinada a estribor por unos pocos grados.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Hipocresía y perdón

Hasta el primer día de su muerte, Nelson Mandela recordó el profundo daño que le hicieron. “No puedo olvidar, pero sí perdonar”, escribió alguna vez esta estrella que se apagó tempranamente, apenas con 95 años luz de cercanía a la galaxia mejor que nos alista.

Pareciera que todos le hubiesen querido. Cuando su dura cabellera ya era escarcha comenzó el desfile de doctorados Honoris Causa y hasta el Nobel de la Paz fue a su vitrina, pero no le hacían mucha falta: ya él tenía el apodo de Madiba, título honorífico otorgado sin ningún papeleo por los viejos del clan con el que la gente le obsequiaba. Mandela portaba, además, la condición de Nobleza natural ganada en su tierra.

El mundo simuló regalarle mucho cuando había dejado que los racistas le quitaran 27 años de su vida tan solo por ser pueblo. Su excarcelación fue una demanda de activistas de aquí y de allá que mantuvo indiferente a la mayoría de los gobernantes de las potencias mundiales.

Esa Casa Blanca que ahora dice lamentar su partida lo mantuvo registrado como terrorista hasta julio del año 2008. Y antes, la CIA había dado las señas de cómo capturarlo. Londres, que tampoco quería saber de él, lo vigilaba.

Madiba no se rindió. Salió de la cárcel en 1990 levantando esas manos que no recordaban cómo acordonar zapatos. Es que fue todo el tiempo un reo descalzo.  Salió y apenas puso un pie en la calle ya era presidente: nadie tenía más autoridad que él, de modo que su proclamación en 1994, que tampoco le hacía falta alguna, fue mero formalismo. Ejerció un período como jefe de Estado y, en gesto muy suyo, dejó el poder pese a que todos sabían que podría continuar.

Los que le mintieron abrazándole, los que le premiaron sin cariño, los que le “editaron” en noticias los amigos que tenía y usaron sus frases solo a media lengua, los que se fotografiaron con él para bañarse gratuitamente con su blanquísimo halo, los que, en fin, requirieron 27 años infinitos para “enterarse” de su altura, no tienen qué temer. Hace mucho Nelson Mandela les advirtió que no olvida, pero les anunció que sabe perdonar. ¡Cómo no iba a saberlo un hombre que antes de dejar la cárcel abrazó a quienes le habían encerrado!