lunes, 24 de noviembre de 2014

Táctica y estrategia


Los padres de Asdry van a salir a ver a unos vecinos y usan con ella, sin éxito, el viejo recurso de que, si no se cepilla los dientes, se queda en casa. La chiquilla no cede y, al cabo, ellos se marchan y la niña responde con su arma secreta: se pone a llorar.

Yo quedo a cargo de la situación y, pese a que soy el verdadero rehén  de la historia, trato de negociar. 

Desde el portal se ve a un viejito jardinero haciendo su trabajo con todas sus herramientas. Frente al cuadro lacrimógeno, el hombre, solidario, echa mano a una antigua estratagema:

—¿Cuál es el niño que está llorando por aquí?, para llevármelo en mi saco.

En efecto, tiene un saco blanco en el que recoge la hierba, y tiene también inmensas tijeras de podar, y guantes de lona y un machete con su lima y un rastrillo. Todo un extraterrestre, para un niño. Hago de canciller:

—No, yo no he visto a ningún niño llorando.

—¡Ah, bueno! –responde con un guiño y sigue su faena.

Aprovecho el trance y le aconsejo a Asdry que se cepille porque ese hombre es muy malo con los niños que lloran por gusto y que no se cepillan los dientes. «Dicen —le explico con voz de tío— que les corta el pelo con sus tijeras y después se los lleva en el saco a un lugar donde no hay caramelos».

El truco funciona. Asdry entró diligente y en seguida me entregó su cepillo con pasta dental. La cepillé como nunca en su vida y, en pose triunfal, me puse a inventarle cuentos.

Al rato, el jardinero pasó de nuevo y Asdry, como si lo conociera desde siempre, salió corriendo a su encuentro.

—Hombre del jardín, hombre del jardín, ya me cepillé, pero mira, mi tío no, así que saca la tijera y llévatelo en el saco.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Calle Dolores


Estaba en una parada en la calle Dolores, en Lawton, y una viejita sentada a mi lado, a todas luces adolorida, se paró de momento y me rogó:

—Pásame la calle, que estoy ciega, y llévame hasta la otra esquina.

Claro que la conduje. Todo canas sobre su cuerpo de ébano, parecía un venerable piano de cola, apenas sin música. Fácilmente pasaba los 90. Caminamos despacio, a su paso, y el trayecto fue todo lamentaciones: su vista perdida, su asma constante, su ardor de estómago, su soledad… Tal parecía que ya sabía que no precisaba más para conmoverme.

Sorteando obstáculos llegamos a su esquina y, en lo que yo le describía el tramo que le esperaba, ella pidió otra cosa:

—¿No tienes dos pesos que me des?

Busqué en mis bolsillos. En menudo, no pasaba de peso y tanto.

—No tengo así –le expliqué mientras pensaba cómo cambiar para darle poco más del doble de lo que pedía.

Entonces, un par de vecinas que veían la escena mientras regaban sus plantas me alertaron:

—Tú verás... en un rato vuelve a la parada a hacer lo mismo. No le des nada, que está fingiendo.

En principio, la viejita controló su carácter y se limitó a defender su autenticidad, pero a medida que la denuncia de las mujeres avanzó, una energía insospechada recorrió todo su cuerpo hasta concluir en espetarles:

—¡Chivatas, no se metan en lo que no les importa…!

Aun le puse la mano el hombro y le aconsejé tuviera cuidado en el camino. Volví a mi parada, derrotado. Entre miles, una de mis ingenuidades es que nunca espero trampa de los ancianos. Y no me pesa.

Tal vez ahora mismo la viejita repita en la misma parada su tour mañanero, pero ningún tropiezo hará que mis manos dejen de conducir al que tiene ojos opacos o de buscar los últimos pesos que me queden y regalárselos a alguien para estrecharle al mundo cualquier calle Dolores.

lunes, 10 de noviembre de 2014

El cuarto ángel


Asdry, mi sobrina de tres años, no conoce fronteras: lo toca todo y, cuando puede, lo rompe. Casi siempre puede. Cada muchas lunas, como especie de un cometa Halley en versión infantil, su mundo es impactado por un regaño. Ese es el caso: hace unas tardes la pequeña estaba sola en el baño. ¿Qué hacía? Se rasuraba el «bigote» con la máquina de papá. Milagrosamente, la mamá la sorprendió con la cuchilla en la mano, la censuró un tantico así y ella, intolerante a la crítica —como si a su edad ya dirigiera  una empresa—  vino a darme las quejas.

—Mi mamá me regañó, tío –dijo frunciendo el ceño con ese gesto digno de un cuarto ángel de Charlie.

—¿Y qué estabas haciendo? –pregunté haciéndome el despistado.

—Nada, yo nada más me afeitaba un poquito.

—¿Y tú crees que está bien lo que hiciste?

—Bueno… la crema sabía a vainilla.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Cuaderno de notas


Era una tarde cualquiera. La parada del P2 estaba llena de gente y aquí y allá se respiraba pesada angustia. La vendedora de cucuruchos de maní, radiante frente a semejante clientela, parecía el único ser feliz en aquel trance.

A mi lado, dos niñas de secundaria básica, en sus faldas amarillas,  sostenían a volumen público este diálogo que me hizo olvidar que la guagua demoraba:

—¡Me embarcaste! Me dijiste que besara a Kevin, que sus besos eran lo mejor de la escuela, y no sentí na' con él.

—Bueno,  yo prefiero descargar con Ernesto, ese sí te lo recomiendo.

—¿Tú sabes?, a mí me da un poco de asco la lengua. Yo criticaba mucho el piquete de mi hermano, que se pasan entre ellos a una chiquita ahí, y ahora estoy haciendo lo mismo.

—La que está escapá es Ana Lía. Imagínate, ella tiene una lista con tres filas: en una pone a los chiquitos con los que descargó, en otra a los que quieren descargar con ella, y en otra más a los que ella quisiera que le descargaran. Y todos los días escribe en la libreta.

—¿Y por qué tu dices que está escapá? ¡A ti no te falta na'! ¡Tú puedes hacer lo mismo que ella!