viernes, 28 de febrero de 2014

La bandera de Génesis


Entre miles que emocionan, quizás la historia más conmovedora que alguna vez nos contara Hugo Chávez fue la de Génesis, la pequeña enferma que un día le regalara al presidente una bandera y que este, en complicidad con Fidel, mandara a Cuba con la inexcusable tarea de ser feliz hasta el último día que un despiadado cáncer cerebral le dejara vivir.

¡Curioso “dictador” este que daba a una niña la orden de ser dichosa! ¡Feroces sus métodos de hacerla cumplir: un viaje gratuito con su familia, una escuela con amiguitos que la animaban mientras la educación cubana le abría senderos del vivir y los mejores especialistas de un país que sabe curar le ponían continuos obstáculos a su muerte! Pese a ello, cierta prensa siguió viendo un dictador donde pueblos ciertos identificaban a un gran humanista.

Además de sensible y corajudo, de carismático y original, de ser el primero en mucho tiempo que le habló a su pueblo en “venezolano” y rescató dormidos orgullos por los símbolos, la tierra y la piel, Chávez destacó como el líder de la transparencia. El catalejo imperial le espió simplemente porque el señor del sombrero rayado no le quería, pero no hacían falta escuchas ni agentes encubiertos para saber qué pensaba y hacía este hombre. En 1998, a poco de haber sido nombrado presidente, viajó mundo y estuvo por única vez en la Casa Blanca, donde le habló a Clinton, en ráfaga como siempre, de su idea de país, de la constituyente, de proyectos sociales... El yanqui bebía una gaseosa y su cara declaró tiempo después un testigo— era todo un poema. Es que Chávez no se guardaba palabras; de su intervención en la ONU sobre el Diablo Bush (con mister Danger presente) no hace falta hablar porque ya es un clásico de la denuncia antimperialista... y de otras cosas.

Más que meterse a la gente en un bolsillo, Hugo Chávez se metía en los bolsillos de la gente, partía con ellos y entraba en sus casas y en sus vidas. Quien lo escuchaba marcaba la fecha. Condujo y se dejó conducir por la masa para cumplir una meta personal solo alcanzable para genios como él: mandar apegado a los mandatos del pueblo. El hombre de Estado declamaba, cantaba, pintaba, escribía, jaraneaba, reía, se abría con la certeza de que era un igual, familiar de todo el mundo. A resultas, en Cuba hay muy pocos que no se sientan parientes suyos, sangre de su misma camisa.

En Sabaneta aprendió, de padres maestros, el honroso oficio de querer. Nació allí, en casa de tablas de palma con piso y paredes de tierra y un patio artillado con naranjas, toronjas, mandarinas, aguacates, rosas y maizales. No fue cosa del azar que los Chávez criaran palomas blancas.

Su vida fue un constante gerundio: vivió buscando anécdotas de abuelos rebeldes, sacando historias de honra, reviviendo arraigos, cesando sin decretos viejas apatías sociales, sumando almas, entregándose... Cuando en 1975 un bisoño patriota juraba con sable de subteniente, ya el volcán del liderazgo anunciaba erupción perenne.

Del muchacho que vendía frutas y dulces con una carretilla creció uno de los presidentes que más hizo por la infancia de su país y la región. Chávez se graduó como Padre desde que, muy temprano, entendió que sus hijos no eran los únicos niños del mundo.

Muchas honduras lo enlazan con Cuba: su cariño por Fidel, los convenios de bien, los abrazos de costa a costa, su diálogo de compatriota con los hijos de la Isla, el amor por la pelota y la defensa que hiciera, como nadie en su país, del lugar de Martí como primer continuador bolivariano.

Sin embargo, la historia de Génesis puede leerse como singularísimo testimonio de amor entre los dos pueblos. La niña cumplió su misión: en Cuba se hizo pionera, juró y trató con sus años de ser como el Che, rió hasta el último día al abrigo de su madre... fue feliz (que era la orden), para desconcierto de una muerte que terminó llevándose a aquella pequeña rebelde como una estrella. Pasando también por Cuba, con cáncer, amando y riendo igual, Chávez la siguió, antes de tiempo como la niña, el 5 de marzo del 2013, no sin antes dejarnos, para luchar por los pequeños de América, una bandera. Es la misma bandera de Génesis.

viernes, 21 de febrero de 2014

Manual de Gramática Cubana


La familia es el lexema de la vida. Pese a los añadidos de la existencia, pese a los accidentes afectivos, pese a los géneros y los números y las desinencias de los actos ajenos, pese a los prefijos de los prejuicios y los sufijos del rencor, la familia es la unidad mínima con significado semántico. Es lo que no varía, lo irreductible, lo que da una idea precisa de los motivos para seguir y explica con letra llana qué somos realmente. Pocas cosas hay tan claras en mi manual: en la Gramática de las almas, la familia es la raíz.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Ser primero poeta, sextamente


A través de un amigo común —los amigos comunes son algo así como afectos de doble tracción— Luis Sexto me premia a distancia con un libro autografiado. Sexto y yo fuéramos colegas, de no ser porque trabajamos en distintas dimensiones: él se mueve en letras de grandezas, yo apenas comienzo un abecedario desconocido. Mientras yo avance él ascenderá, así que estamos condenados al descompañerismo.

Quizás sea por esa circunstancia que Luis me sobrelleve y en su dedicatoria adjudique prosapias a mi apellido.

Soy Milanés -le digo al teléfono, después del saludo, y el maestro replica con su humor.

¿José Jacinto...?

No, Federico.

¿El más cuerdo de los dos..?

No, el menos loco -respondo en broma.

Realmente, apenas soy Enrique, y más que en la mutua reverencia a esos pilares, la charla nace en mi agradecimiento. Quiero agradecerle el regalo de sus Estaciones del ocaso, un poemario delgado como yo, discreto como él, que bajo su firma salió recientemente.

Mi flacuencia está fuera de toda reflexión, es tan amplia que no merece comentarios, pero la discreción de su cuaderno exige ser explicada. En unas pocas páginas, sesenta y tantas de ellas, Sexto me ha devuelto el aroma real de la poesía, a menudo secuestrado —les digo y le dije— por tanto arquitecto de fonemas de empaque petrolero.

Sus poemas son susurros aliados de firmezas. No hay afectación, no hay poses; cuando uno los lee no imagina al autor con ojos entornados. No es la suya criatura de feria, sino dama de intimidad, ese espacio del cual nunca debieron sacar en venta la poesía. Es él, el hombre que sin ruidos aprendió a canjearle a la vida cabellos por ideas.

Su poemario rezuma claridad, con ele y sin ella, todo un bálsamo, porque la primera misión de la poesía —aun para mí que, les digo y le dije, soy un docto analfabeto en la materia— debe ser regalar el amor a cualquier pecho.

Entonces, en textos cortos que remiten a su raíz periodística transcurren unas con otras estaciones de ocaso, y acasos también.

Tanto como sus letras, los espacios en blanco dicen e interrogan a quien solo aspiraba a leer. A mí, hombre anfibio con medio cuerpo y mente entera sumergidos en el agua, me agradó sobremanera ese “Naufragio” que alude a la ventana que pensativa mira hacia el poniente mientras el horizonte corta un sol sangrante sin remedio.

Es mi versión del gusto; léanlo a él. La mejor marca de identidad de un poeta es que viva realmente los versos que nos encarga creer. Léanlo a él, sugiero a los amigos comunes que me quieran a mí, pero que, más que a mí, aprecien la poesía.

lunes, 3 de febrero de 2014

El Pepe

José Mujica no descarta volver a dedicarse a vender flores cuando concluya lo que él llama “la changuita de ser presidente”. Proyecta, además, instalar en su casa una escuela de oficios agrarios dirigida a formar a niños de familias humildes. En marzo del 2015 entregará la banda presidencial a un sucesor y desde ya se ha elegido a sí mismo para adoptar, como un uruguayo corriente, a unos 30 o 40 “gurises pobres” que vivirían con él y aprenderían a entenderse con la tierra.

El plan es apenas un botón de muestra del pensamiento de un político que desconcierta a quienes “descubrieron” —¡oh, raro hallazgo en estos tiempos!— al hombre de pueblo en el hombre de Estado. La gran prensa y las redes sociales le han colocado el rótulo de “el presidente más pobre del mundo” y hasta el de “el más excéntrico de América Latina”, porque en este planeta, desdichadamente, la modestia se ha vuelto medio exótica.

Mujica replica con su verdad: él no es pobre, porque no necesita mucho para vivir, prefiere andar ligero de equipaje, y la austeridad le ayuda a “mantenerse libre”. Tales argumentos, sin embargo, no hacen más que multiplicar el asombro de una humanidad más orientada a la golosina de la cebolla.

Oyéndole sus discursos improvisados (el reciente en La Habana fue simplemente magnífico) uno aquilata la riqueza de este presidente que dona el 87 por ciento de su salario para su partido y para programas sociales de construcción de viviendas y que nunca se ha mudado de su humildísima chacra (granja) de Rincón del Cerro, a unos 10 kilómetros de Montevideo, haciendo público desplante a la cómoda residencia presidencial.

En una época en que, por fortuna y elección, América Latina cuenta con varios líderes valiosos, destaca en el conjunto la oratoria fresca de este anciano que habla con la ternura de un niño, la poesía de la naturaleza y el recio alerta de un sabio.

Aunque siempre audaz, Mujica no siempre fue manso. Su cuerpo supo de seis balas y su expediente de guerrillero tupamaro le hizo pasar 14 años en prisión. En los peores tiempos, la cárcel era un agujero en el piso. Estuvo más de un año sin poder bañarse y siete sin leer nada; sus únicos amigos eran entonces unas ranas, unas ratas y las hormigas que se ponía en las orejas, para entretenerse. Con ellas compartía migas de pan.

Contrario a lo que suele ocurrir, la prisión le multiplicó la humildad, le enseñó a “galopar para adentro” y le armó la certeza de que el odio no sirve en la política. Miles de uruguayos lo esperaron en el otoño de 1984, a la salida de la cárcel; en el 2010, cuando asumió como presidente, pudo entenderse mejor qué habían visto en aquel recluso que recobraba la libertad.

Desde entonces se ha hecho evidente que sus maneras no cuadran en el molde. Aclaró bien temprano que la corbata no le hacía falta para trabajar. Vendió, en bien del país, la residencia de vacaciones presidencial de Punta del Este. Siguió en su casita gaucha con su mujer, la senadora Lucía Topolansky, usando, para ir al trabajo de jefe del país, un carro VW escarabajo del año 1987, todo una pieza museable en la almidonada etiqueta internacional. Mujica vive como un vecino más, hábito del cual muchos se autodespojan no más recibida la banda ejecutiva.

Todavía siembra flores, les regala sus mejores lechugas a los vecinos y se aparece fuera de agenda en un bar de personas sin nombre a medir cómo va el mundo a esa hora. Todavía invita al barbero a pelarlo en la casa y Manuela, su perra coja —tullida en un accidente con el presidente durante una de las jornadas de este como operario de tractor—, parece más agente de seguridad personal que los dos policías que, tras mucha resistencia del estadista, fueron apostados en una garita a velar aquella descorchada casa de tejas metálicas situada a la vera de una calle de tierra. Decididamente, José Mujica es demasiado para los cánones de hoy.  

Pese a estos años en el cargo presidencial, los vecinos aun le llaman El Pepe. Y El Pepe tiene anécdotas dignas de incluirse entre las lecciones políticas que habrán de salvar el mundo. Cierta vez unos futbolistas de segunda división le hallaron junto con Manuela en una ferretería de barrio adonde fue a comprar la tapa de un inodoro, y acabaron reunidos en una animadísima charla deportiva con el presidente, flanqueado por la perra, asido al singular accesorio.

Otro día fueron a dar a su casa, sin previo aviso, unos ciudadanos argentinos que editan una revista comunal, y el mandatario les dio la entrevista que le pidieron. Y en septiembre del año pasado se apareció en sandalias al juramento de su nuevo ministro de economía.

Hay más. No hace tanto, la seguridad paraguaya le impidió entrar al almuerzo que dio el entonces recién electo presidente Horacio Cartes. ¿La causa? Su atuendo. “Sabíamos que era austero, pero no tanto”, dijeron los guardianes que cuidan al vecino rico.  

Como todos, El Pepe tiene detractores y simpatizantes. Entre los últimos se cuentan personas del mundo entero, y no han faltado quienes lo propongan para el Premio Nobel de la Paz. “Están locos —ha comentado Mujica—; un premio de esos podría arrimar unos pesos más pa' hacer casitas pa' las mujeres pobres. Pero la paz se lleva dentro”.

Él dirá lo que quiera, sin embargo hay actos suyos que parecen contradecirlo porque merecen el Nobel de la autenticidad. En 1994 José Mujica fue al Congreso a jurar como diputado. Llegó en su vieja moto Vespa vestido con ropa de gimnasia y el guardia que cuidaba el parqueo, temeroso de que arribaran los elegantes senadores, le preguntó:

—Señor, ¿se va a quedar mucho tiempo?

—Si no me echan antes... cuatro años –fue lo único que El Pepe respondió.