Parece que a mí, que no la conozco, ya me sirve
cierto estribillo musical que dice «la Habana me queda chiquita». Resulta que,
pese a sus dos millones y tantos de habitantes y a sus incontables visitantes
de afuera, de adentro y de adentrísimo —¿de dónde si no sería, por ejemplo, un
turista de Najasa, Moa o de Júcaro en el calor de La Rampa?— he vivido un
auténtico milagro.
Unos 27 años después de despedirnos me encontré
en una parada a un amigo de los días de Becas Quintero, en la santiaguera Universidad
de Oriente. Se llama Osmany Guerra Chang y comenzó la carrera y se graduó un
año antes que yo, pero como mi grupo, el suyo y otro más arriba eran uno y el
mismo, todos nos sentíamos como hermanos de una familia numerosa. El pan, la
cuerúa, el pru, el dulce para «bajar» un arroz imposible, la sopa sin fideos,
las largas temporadas de calamar, la sequía, los temblores de tierra, los temas
de periodismo y el afecto fueron compartidos por igual en aquella ciudad
rodeada de lomas.
Pues bien, agobiado por uno de esos trámites
burocráticos que te recuerdan que estás en Cuba y no en otro sitio de la
galaxia, llegué el lunes a aquella parada del reparto Santos Suárez a esperar
la ruta 174 y vi allí a un hombre bajito, de estampa familiar, que leía mientras
aguardaba la suya. Lo estudié discretamente, asombrado porque hacía apenas dos
días había escuchado su nombre en la radio y me había propuesto —al constatar
que no estaba fuera de Cuba— localizarlo en La Habana.
«Escaneé» la cara y apliqué la máquina del tiempo
al ignoto lector: le quité canas, le alargué un tanto el pelo, le resté algunas
libras, puse en su rostro un semblante un tanto adolescente y bonachón… le
resté, en fin, 27 años y, en efecto, según del DNI del aprecio, parecía mi
amigo Osmany. No obstante, fui cauto y le pregunté si él era él. Era, así que
cuando, escuchado mi nombre, él echó a andar su propio proceso arqueológico
sobre mi figura, empleó a mi estampa el método del Carbono 14 y verificó
mi identidad, la alegría fue mutua.
—Suave con el abrazo, que estoy pasando una
sacrolumbalgia tremenda-, le dije.
En efecto, no soy el que en aquellos tiempos
corría varios kilómetros diarios ni el que aprovechaba su delgadez extrema para
tandas de ejercicios vedados a otros. Hoy soy lo que se llama un hombre maduro
que ha pasado y pensado mucho, a veces demasiado. Por eso mismo, hago una
fiesta con silente algarabía cuando la gran ciudad que me cobija deja sus
ínfulas metropolitanas, se achica y se pone humildemente a mi tamaño para que encuentre
de nuevo a esa gente valiosa que hace, a fuerza de bondad, que este mundo
complicado no se escore del todo.