Mostrando entradas con la etiqueta Monterroso. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Monterroso. Mostrar todas las entradas

miércoles, 4 de mayo de 2016

Huellas


Como si me siguiera por la arena fangosa del litoral pesquero en que nací, pisando una tras otra mis múltiples huellas de animal marino, Daniel se me parece en todo, en los gestos y en los actos, en el aspecto y en el corazón, hasta en la propensión al dolor y en esa incomprensible puntería para los trillos difíciles. 

Con pies del tamaño de los míos, mis marcas por la vida le ajustan perfectamente, suerte de zapato al tobillo de un niño modesto que esconde dentro un buen príncipe.

Pichón emplumado ya, un día mi hijo emprendió el vuelo y empezó, en la playa compleja que es la vida, su propia marcha: se inclinó por la Física y desde entonces vimos en la orilla hoy lejana de mi Santa Cruz del Sur —origen y metáfora eterna de mi existencia— que mis talones y los suyos dejaban trazas cercanas pero distintas: rastro de aprendiz de escriba, el que estampo; estela de joven de ciencia, la que imprime.

Daniel ha dedicado todo su preuniversitario, que ya acaba, a prepararse para concursos  que ha ganado y perdido, como todo campeón. Cierta vez me contó, con esa grave seriedad que nos invade, que en esa escuela suya por la que yo antes pasé, más de un amigo le decía Irodov, en alusión a un gran físico ruso que no conozco, autor de libros que jamás vi y que no me desvivo por comprar. Me lo reveló mi hijo y, frente a su cara de reserva, no pude menos que sonreír, orgulloso de ser «papá» de un ruso desconocido.

Hace pocas noches, para que viera que en el mundo también hay una belleza enorme que no cabe en números, no vive en laboratorios ni acepta leyes estrictas, le di a leer relatos de Monterroso seleccionados por mí. Nada de El dinosaurio: yo no quería espantarlo. Él tomó el libro con cierta precaución, como un objeto que requería examen muy detenido. Yo lo observaba como si fuera el científico de la familia: se sonrió con El eclipse y con La oveja negra. Y Mister Taylor le pareció algo raro. ¿Ves qué rareza divina?, le dije, y ahí dejamos el experimento. 

Ahora que apunta a la universidad, mi muchacho consiguió el segundo lugar en la preselección que prepara a jóvenes seleccionados de toda Cuba y lo abracé varias veces, honrado de que me deje parecerme a él, de que perdone mis malacrianzas y de que me haya formado como un buen padre. En unos meses, Daniel pudiera viajar el mundo —haciendo del vuelo con alas más que una metáfora— para representar en un evento importante a este país de tanta playa. Para cuando lo haga, yo solo pido que nunca pierda en la arena las huellas de su padre.

lunes, 7 de marzo de 2011

Espías

Siempre he sentido que los libros me leen, por eso decido con mucho cuidado cuál comprar sin que ello amenace el anonimato que a pie de firma suele acompañarme. Resulta que mientras los repaso, entretenido, los escritores, curiosos como son, aprovechan para enterarse de mis cosas.

Tan discreto y taciturno como parece, Rulfo es el que más me sabe: el compadre jalisciense domina al dedillo vida y milagros de este cubano desconocido que después de leer El llano en llamas y Pedro Páramo hubiera jubilado a unos cuantos miles de escribientes mal disfrazados de escritores.

Claro, uno de los que yo siempre libraría del paro es García Márquez, apto ya —por mis lecturas suyas— para escribir mi biografía monótonamente impublicable. Kafka está al tanto de que en mis días malos suelo volverme Gregorio Samsa; Onelio Jorge a veces me pide prestada mi Candela para narrar, junto a la hoguera, las mentiras de su cuentero Juan; Galeano me lee, agudo y criticón, desde mil ventanas abiertas como venas y Monterroso siempre ha estado seguro de que cuando el dinosaurio despertó ya yo no estaba ahí para esperarlo.

Ciego solo en apariencia, Borges condena en prosa y versos mi cerebro poco memorioso; Martí me recluta para riesgosas expediciones por sus dos ríos de diarios y Dostoievski me ofrece a cada rato una plaza vacante de Raskolnikov que yo aceptaría si antes no me hubiera ido a ensartar molinos como copiloto de El Quijote, mandado por el gran manco.  

No es paranoia: otros me espían desde su falsa identidad de artistas de la letra, pero estos son los que más cerca pisan mis talones. Créanme, pese a su supuesta pose distraída, sus adormecidos músculos y metáforas de la paz, los escritores son gente bastante peligrosa y aunque yo no sea uno de ellos les recomiendo, por si las moscas, que no lean nada de lo que escribo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Todo sobre mi padre

Mi padre se pasaba la vida reunido: consigo mismo. Era lógico entonces que los otros apenas le escucharan, ocupado como estaba en pedir y otorgarse a sí mismo la palabra, que pesaba onza a onza y pulía cual diadema antes de entregarla.
 
Sus discursos, que nadie se ocupó de editar, serían la envidia del gran Monterroso, aunque a mi escritor familiar —que no sabía escribir, como jamás aprendió a leer— los bichos del mar le interesaban más que el gran dinosaurio que persiste al otro lado del sueño.
 
Además de las reuniones, el viejo tenía otra fobia: no soportaba los noticieros —tal vez porque pocas veces le anunciaron buenas crónicas personales—, sin embargo entre la vida y mi madre le dieron un irónico titular aquel septembrino amanecer: mi llegada. Yo, que en descomunal ironía heredé hasta su nombre, no me hice doctor, como mi padre soñaba, sino un insignificante constructor de noticieros.
 
Hace trece julios que nos falta, pero allá cerca, dondequiera que esté pescando peces celestiales y remendándole barcas a Noé, recibirá estas palabras, escritas precisamente para decidirlo a reunirse conmigo.