Una mañana cualquiera, sin que mi sistema inmunológico lo sospechara, el catarro plantó sus naves frente a mis costas. A poco inició el desembarco. Fue cruel la conquista, conseguida a base de espadas y mosquetes invisibles para mis defensas: los virus.
La colonización resultó igualmente violenta: nada de espejitos y cuentas baratas fabricados
en China; lo que me cambiaron por mi paz aborigen fue una fiebre violenta, que
en su peor noche me produjo unos temblores precolombinos.
Después vinieron intensos dolores en mis articulaciones, que
jamás han estado como para llevarlas a Europa y mostrarlas a la Reina. Y mi
garganta ha quedado sin deseos de repetir la vieja lección del caney: fotuto, cocuyo,
casabe, biajaca, guao, iguana, tocororo…
Muy pronto, cuando descubrí que mi tos no era obsequio de dioses, me rebelé, pero entiendo que la batalla es
desproporcionada. A falta de otra defensa, respondí con jarabe de orégano, un
brebaje de los tiempos del behique. Quizás aparezcan remedios más fuertes, pero
mientras tanto insisto.
Si hace falta, haré como Hatuey, que al borde del fuego
se fue satisfecho para otro cielo. Él jamás se hubiera embarcado a un cielo
donde hubiera catarro español. Porque quién
sabe si entre las causas de las primeras rebeliones en nuestra tierra estuvo la
seria protesta contra este mismo catarro que mientras escribo me obliga a estornudar.