miércoles, 30 de octubre de 2013

El examen de Dios


Tal vez ocurrió porque caminaba por la Avenida de La Caridad, pero el asunto es que, la tarde del martes, una anciana pequeña asaltó mi mano diciéndome:

Me engancho del primero que pase.

Así, sin más ni más, enganchada su izquierda a mi derecha, seguimos andando y los pasos alentaron sus palabras:

No sé por qué Dios me pone esta prueba. ¿Tú crees en Dios?

No –le respondí-, pero no lo tome a agravio; realmente no nos vendría nada mal un Dios por estos lares.

Yo sí creo, pero a veces flaqueo. A veces no me siento capaz de pasar su prueba.

El camino avanzaba. Además de afirmarle el paso, yo quería aliviar la angustia de aquella antigua mujer de porcelana, mas no sabía cuál era su pena.

Usted tiene una fuerza que a mí me falta; tiene su fe –le dije para animarla.

Es cierto, mi’jo. ¿Cuántos años tienes?

Cuarenta y seis.

Ah, naciste la otra tarde –acotó sonriendo.

Pero yo la veo fuerte todavía –le dije mitad sincero, mitad optimista.

Ya son 87. Esta fuerza es solo física, porque en lo espiritual…

Su voz se fue quebrando. Habíamos andado unas tres cuadras y sorteado un par de vehículos al paso demorado de sus piernas. Ella iba a visitar a un hermano. Al llegar a una casona vetusta y señorial lo llamó:

Orlando, ven acá. Este joven me trajo.

Orlando tenía cara de haber enterrado tantos diciembres como ella. Me preguntó de dónde conocía a su hermana y le contesté que apenas de 10 o 15 minutos de caminata. Nos intercambiamos los nombres y los muchos gustos y él, que viajó desde algún país del más allá para visitar a los suyos, me comentó que actos como el mío le confirmaban que Dios existe (en esa parte no pude dejar de preguntarme si él estaba al tanto de los cálculos dificilísimos que el Creador le pone a su hermana en los cuadernos).

Me despedí: le dije a la viejita que cuando me viera de nuevo no dudara en secuestrar mi mano; es más, se la hubiera dejado de haber sido posible. Seguí camino a casa sin saber mucho del Cielo ni de sus aposentos. Llegué, pero no he podido quitar de mi cabeza la pregunta: ¿cuál será la prueba divina que inquieta a aquella anciana?

martes, 29 de octubre de 2013

Periodista AAA


Conocí a Luis Hernández Serrano hace muy poco, allá en Cienfuegos. Como los salmones con sus huevos, los cronistas cubanos remontan cada año los caminos sin ríos de la Isla para depositar en Cienfuegos sueños que un día eclosionan en nuevas estampas.

Los cronistas debían mudarse definitivamente a Cienfuegos; debían cargar sus anotaciones de nervio y acuartelarse en esa ciudad, en franco amotinamiento contra la abulia y la grosería que tanto entretienen a tantos en estos tiempos de cóleras. Luis pudiera ser allí nuestro vigía, un Rodrigo de Triana, porque nadie toparía primero con los hechos.

Luis es el periodista más pequeño de Cuba. Pocas veces he visto a alguien proclamar con tal vehemencia su estatura. “Tengo apenas cinco pies”, aclara el colega sugiriendo altitudes y uno, que le ha leído unas cuantas revelaciones, entiende claramente: solo cuatro pies de avance y uno de repuesto pueden explicar la velocidad de búsqueda, hallazgo y presentación que este reportero tiene para las historias novedosas.

Frente al vasto museo de la noticia, pocos como él pueden decir que han visto y cazado ejemplares vivos. Luis lo consigue, en efecto, porque tiene cinco pies mientras el resto de sus colegas no tenemos más que dos.

En Cienfuegos, les decía, se hizo pasar por menudo, pero llevó sus libros, cantó y contó, nos dejó enterarnos de sucesos de asombro, regaló décimas, mostró (en una época de ocultamientos que sugieren filmes de espionaje) parte de las claves de su éxito como detective de esencias y entonces muchos, que para colmo le conocíamos la firma, dudamos de su pretendido pulgarcismo.

Yo tengo que agradecerle más. Que pasados sus 70 aquel maestro de la información en Cuba soltara su maleta y me saludara con mi nombre (¿de dónde lo sacaría?), que me obsequiara uno de los cinco libros que llevó y hasta me revelara en primicia fraterna el notición de interés mundial que va a publicar solo en unos días, al final de la primera semana de noviembre, es mucho para quien solo viajó a reencontrar amigos.

Yo tengo que agradecerle que de los bolsillos minúsculos de su clara guayabera brotara tanto afecto gratuito y que se detuviera a conversar con el invitado presuntamente mudo del encuentro. Hablamos de periodismo, de Cuba, de su paso por mi tierra y de mi hijo, de modo que mi interés estaba garantizado.

No sé por qué, en algún momento el maestro insistió en regalarme dos pilas para mi grabadora. En principio le dije que no, pero él (recuerden que tiene cinco pies) impuso su fuerza de titán. Y volví a mi Camagüey con pilas que semejan fotos suyas, pilas que son el símbolo de quien me las obsequió: un periodista lapicero, un colega triple A, un vulvo que en poco espacio carga la poderosa energía que solo lleva el amigo que se encuentra en el camino. Un grande, he de decirlo, aunque a Luis esa palabra no le sea familiar.

sábado, 12 de octubre de 2013

¡Quién fuera…!

Siempre la emprendemos contra la infeliz: si queremos humillar a un cobarde, le decimos su nombre (humillándola a ella); si comprobamos que sus paticas anduvieron por la cocina, comenzamos a dudar de todo comestible; si a ella se le ocurre creerse la Carta de la ONU y salir a pasear por la casa, empuñamos en seguida una chancleta alqaída que, no más consumada su misión, nos provoca revolturas de estómago y hasta vómitos.

En fin… ha tenido millones de años para darse cuenta de su baja popularidad y de que se comenta que es lo peor, sin embargo no parece importarle. Sin ser valiente, sin ser hermosa ni mediática, de algún modo se hizo dueña de uno de los pocos chalecos de supervivencia para el día en que un gobierno de intrépidos mancebos y modelos fantásticas apriete el aséptico botón de la guerra nuclear. El día en que todos querremos ser cucarachas. 

martes, 8 de octubre de 2013

Expedientes Ch


No, la causa de la grandeza descomunal del Che Guevara no es genética ni biológica. Ni siquiera ideológica. Es un accidente meramente astronómico, totalmente estelar. 

Ahora que han pasado 46 años debe revelarse: ¿No recuerdan aquel abultamiento a la altura de sus cejas? Por ahí vino la cosa. 

Un día en que en el cielo, sin insignias, él soñaba hombres nuevos, una estrella le rompió su cañón y, atrapándolo, se le incrustó en la frente. 

Desde entonces, sometido a la incesante expansión del universo, el hombre astro no deja de crecer.