jueves, 30 de octubre de 2014

Cambios en Cuba


La gente, a veces, se impresiona por cualquier cosa. Hace unas madrugadas necesitaba leer un libro muy especial, tomar notas y hallarle al texto sus tiernas inferencias, y procuré el espacio en la casa donde vivo.

Tomé una silla plástica, la subí a empellones por delgadísima escalera y me aislé en un sitio tranquilo donde el silencio permitía hacer de cada letra idea andante.

Iluminado por una lámpara baja que aliviaba mejor la ligera penumbra de mis ojos, comencé a disfrutar, a beber líneas con el deleite con que seguramente otros, en otra parte, bebían a esa hora exacta las invisibles líneas de una copa.

Afuera salió el sol y trepó techos, de uno en uno. Ni el libro ni yo reparamos en las horas que pasaron por delante, pero al cabo escuché un murmullo que ascendía:

—Estos son los dos cuartos de arriba… -explicaba una mujer a otra hasta que, al acercarse, el susto la sacó de su labor de guía en una potencial compraventa de casa.

—¡¿Qué haces ahí…?! -exclamó dando un brinco, al hallarme, mi cuñada, como si hubiera visto la cosa más extraña de este mundo.

Yo era, lo juro, inocente de cualquier presunto intento de intimidación. Yo apenas leía cómodamente instalado, cual visitante al barbero. Yo solo tenía el libro en mi izquierda y, a mi diestra, apoyaba las hojas  de notas sobre un viejo lavamanos que desde hace mucho vio pasar sus mejores aguas. Yo simplemente descansaba mis quijotescas piernas sobre una taza que, evidentemente, personas no muy creativas de otro tiempo inventaron con fines menos elevados.   

Yo quise todo menos asustar, pero parece que a mi cuñada (¿será porque no ha vuelto la presunta compradora?) no le gustó ni un poquito que inaugurara, a sus espaldas, mi mejor biblioteca en el baño en desuso de la casa.

martes, 28 de octubre de 2014

Selección natural



Charles Darwin no hubiera podido aplicarlo tan eficazmente. Desde su puesto supremo en la cadena alimenticia, el sabio de ahora observa el panorama de todas las especies, ve aquellas infelices, de pobre adaptación —que trastabillan en la jungla de estos días y fallarán, sin dudas fallarán— y sigue de largo, parando su estampida más allá de la marca.

La parte de la muestra con características mejor adaptadas correrá por su vida. Llegarán velozmente y, en férrea competencia, harán valer su condición de machos dominantes: individuos alfa llamados a perpetuar sus rasgos mejorados, por los siglos de los siglos. El chillido tambórico será parte importante de la prueba.

Son esos, los seres vigorosos, los que pueden soñar con fértil descendencia. Su dominio les permite total acercamiento, consentido o no, a las hembras presentes en el reino del sabio. Ellas, a su vez, habrán lidiado con múltiples congéneres para demostrar en combate la mejor condición. Y juntos, darán esos hijos fuertes que desde edad temprana consiguen cazar a la vera del sabio mientras los críos débiles de parejas infautas estarán obligados a andar lejos de la manada.

¡Oh, misterios de la gloria! ¡Oh, injusticia en los libros! ¡Oh, la maledicencia! ¡Oh, los pies en las nubes! Todos hablan de Darwin, pero nadie repara en el ser que a diario nos da mil clases prácticas de la aguda teoría del inglés. ¿Dónde están los científicos que no han visto los valiosos aportes del guagüero?      

lunes, 20 de octubre de 2014

El adivino


A veces miro el parte del tiempo y algún meteorólogo que jamás me ha visto se me planta en frente y se pone a hablar de tardes nubladas, de depresiones, de truenos perdidos y aisladas tormentas eléctricas… entonces, no puedo dejar de preguntarme cómo es que sabe tanto de mí.

lunes, 13 de octubre de 2014

Malvinos


Ella me discute que sea yo Malvino Fortuna, le cambia el sexo al mote y sostiene que, sin duda alguna, Malvina Fortuna es su nombre y no el mío. Me relata, como argumento, un pasaje de su sábado demasiado largo, que la ha cansado hasta un bostezo lleno de aromas.

Su ternura me hace ceder y pasar por alto la identidad del personaje a que aludimos en otro pacto con el teléfono. Aquel desventurado muchacho (delgado, mestizo, escandalosamente irrespetuoso de sí mismo, por más coincidencia) que en una serie de los ‘80  se convirtió en la estampa del infortunio, se sigue pareciendo más a mí, en hechura y hechos.

Porque ella, con ese rostro de arco iris y un alma limpia como caricia, no podrá convencer a nadie de que tiene mala suerte.

Colgamos. Me quedo pensando/la (perdonen la redundancia). ¿De cuántas suertes se hará la Suerte? Llega mi madre a mi cabeza y recuerdo los muchos diálogos sobre la estrella oscura que nos orbita.

—No nos suelta, mima -le comento a cada rato.

Y, si no el nombre, también mi madre me ha disputado la condición. Pero esa noche, mientras cerraba un día en que había hablado con ellas dos, entendí que a veces Malvino Fortuna puede ir a la cama con la cobija de una sonrisa. 

lunes, 6 de octubre de 2014

Orfeo

Evidentemente, todavía, todos le piden autógrafo a Ulises. Todos mantienen la fascinación homérica por el hombre que  armó el caballo del engaño para galopar sobre los muros de Troya y mató y venció y se fue de vuelta de vuelta a casa sobre la marea más larga que se haya conocido.

Todos se inclinan ante el macho que desafió a Poseidón y navegó seguro, en medio de las angustias, porque sabía que una reina esperaba por él trenzando los rarísimos hilos del amor (escasos ya en esa época). 

Todos quisieran tocar su barba marinera y hacerle una interview de cuatro páginas ahí mismo, al pie del muelle de Ítaca,  para preguntarle al hombre qué significó el viaje para él, atleta tan cercano del podio de los dioses.

Reconozcámoslo: ni usted, ni el otro, ni aquella… ni yo, nos apartamos del coro. Alabamos sin fin el clásico ardid del guerrero que para evadir los cantos de sirenas se amarró al mástil y taponó con cera sus oídos.  

—¡Qué maravilla, Uli! –repetimos por siglos, en pose de íntimos.

Entre las infinitas reimpresiones de La Ilíada, nadie parece acordarse de Orfeo, un griego de otra historia, que solo con su lira enamoró a la bella Eurícide y, cuando fue al mismísimo inframundo a rescatarla, adormeció a Cerbero con pura melodía. Gracias a Orfeo los argonautas de Jasón  pasaron ilesos por entre las sirenas, no porque se taparan los oídos o se ataran con cuerdas sino, por el contrario, porque hicieron una fiesta de sensibilidad.

Orfeo venció el arrullo de las sirenas tocando una música más hermosa que la de ellas. Aunque no le persigan paparazzis, Orfeo tiene mucho que enseñarnos. El mero melodrama no parece rendirse, el público se derrite con la hazaña bélica y ama la espada y la sangre y la lágrima de artificio, pero lo esencial casi nunca está ahí. A menudo,  lo que más hace falta es una lira.

jueves, 2 de octubre de 2014

París era otra fiesta


¿A qué negarlo? Es uno de los traumas de mi vida. Hace muchos años soñé que estuve seis días en París. La nitidez de las imágenes era asombrosa —se supone que si sueñas con la Ciudad Luz, tu sueño esté más que iluminado— y la gente parecía auténtica. Estuvimos, porque no anduve solo en mi aventura y otros estarán ahora rumiando ensoñaciones parecidas, en esos lugares que casi todos los terrícolas desean visitar pero que los más pobres de este mundo cabeza abajo apenas pueden tocar en postales estrujadas o fotos digitales pixeladas de tanto replicarse.

En fin que a veces, como si recibiera un golpe en la cabeza, me regresa el sueño francés y me veo de nuevo en el Museo de Orly, trepado en la Torre Eiffel, sumergido en la paz de Notre Dame o interrogando de cerca la sonrisa de una Mona Lisa que, si no ocultara bastante con la anécdota que dio paso a la más célebre sonrisa del arte, sigue negada a revelar del todo —con el mayor respeto a sus derechos de género— su identidad sexual.

El otro día, repentinamente, retornó mi crisis: creía yo que estaba trabajando en La Habana, en una cobertura de mucho ringo rango y, de momento, regresó París. Soñé que un importante científico cubano ofrecía en perfecto francés —en mi sueño yo sentía orgullo de tener compatriotas así— la información requerida por un visitante ilustre.

Todo estaba muy bonito, en colores y hasta en la esquivísima 3D, pero había un problema. Siempre hay un problema: los periodistas que cubríamos el asunto éramos  cubanos y, evidentemente, no estábamos al tanto del idioma de Víctor Hugo. Al principio nos miramos un tanto desconcertados, como preguntando en lenguaje sin señas: «¿no es un chiste?», pero muy pronto dimos al asunto la respuesta mambisa: «hay que meterle el pecho al problema».

Confieso que en mi sueño dudé. Primero cerré la agenda, pero como entendí que no habría concesiones a Cervantes y que mi periódico no perdona la falta de iniciativa, me dispuse a pellizcar, de sílaba a numerito, algunas ideas de una presentación digital también escrita en la culinaria lengua de Doña Galia.

Pasó el tiempo, terminó la charla y me fui al trabajo con una curiosidad: ¿cómo se verían, al otro día, las notas escritas por nosotros, simples hispanorreporteros? Pensé que la resultante de un periódico a otro, de un canal a la radio, sería un cadáver exquisito —cadavre exquis, aclararía en seguida el ponente de esa tarde—, con frases inconexas de este y aquel y secuelas hilarantes, pero también pensé que si metía la pata más de la cuenta, el muerto, como decimos en buen  «cubano», lo pondría yo sin muchas exquisiteces.

Por fortuna, la sangre no llegó al Sena. Cuando vi la nota impresa y esperé un tiempo prudencial eventuales protestas que no se produjeron, me di cuenta de que los periodistas cubanos tenemos, entre muchos otros potenciales que el mundo no atina a ver, enormes aptitudes plurilingües. ¡Ni qué decir para el francés...! También me di cuenta, como en el otoño de 1995, de que el de ahora no había sido un sueño. Había vivido otra estampa francesa, aunque esta vez, más allá de la gracia de la anécdota, París fuera una fiesta peligrosa.