La gente, a veces, se
impresiona por cualquier cosa. Hace unas madrugadas necesitaba leer un libro
muy especial, tomar notas y hallarle al texto sus tiernas inferencias, y
procuré el espacio en la casa donde vivo.
Tomé una silla plástica, la
subí a empellones por delgadísima escalera y me aislé en un sitio tranquilo
donde el silencio permitía hacer de cada letra idea andante.
Iluminado por una lámpara
baja que aliviaba mejor la ligera penumbra de mis ojos, comencé a disfrutar, a
beber líneas con el deleite con que seguramente otros, en otra parte, bebían a
esa hora exacta las invisibles líneas de una copa.
Afuera salió el sol y trepó
techos, de uno en uno. Ni el libro ni yo reparamos en las horas que pasaron por
delante, pero al cabo escuché un murmullo que ascendía:
—Estos son los dos cuartos
de arriba… -explicaba una mujer a otra hasta que, al acercarse, el susto la
sacó de su labor de guía en una potencial compraventa de casa.
—¡¿Qué haces ahí…?! -exclamó
dando un brinco, al hallarme, mi cuñada, como si hubiera visto la cosa más extraña
de este mundo.
Yo era, lo juro, inocente de
cualquier presunto intento de intimidación. Yo apenas leía cómodamente
instalado, cual visitante al barbero. Yo solo tenía el libro en mi izquierda y,
a mi diestra, apoyaba las hojas de notas
sobre un viejo lavamanos que desde hace mucho vio pasar sus mejores aguas. Yo
simplemente descansaba mis quijotescas piernas sobre una taza que,
evidentemente, personas no muy creativas de otro tiempo inventaron con fines
menos elevados.
Yo quise todo menos
asustar, pero parece que a mi cuñada (¿será porque no ha vuelto la presunta compradora?) no le gustó ni un poquito que inaugurara, a
sus espaldas, mi mejor biblioteca en el baño en desuso de la casa.