Ella me discute que sea yo Malvino Fortuna, le cambia el sexo al mote y sostiene que, sin duda alguna, Malvina Fortuna es su nombre y no el mío. Me relata, como argumento, un pasaje de su sábado demasiado largo, que la ha cansado hasta un bostezo lleno de aromas.
Su ternura me hace ceder y pasar por alto la identidad del
personaje a que aludimos en otro pacto con el teléfono. Aquel desventurado
muchacho (delgado, mestizo, escandalosamente irrespetuoso de sí mismo, por más
coincidencia) que en una serie de los ‘80
se convirtió en la estampa del infortunio, se sigue pareciendo más a mí,
en hechura y hechos.
Porque ella, con ese rostro de arco iris y un alma limpia
como caricia, no podrá convencer a nadie de que tiene mala suerte.
Colgamos. Me quedo pensando/la (perdonen la redundancia). ¿De
cuántas suertes se hará la
Suerte? Llega mi madre a mi cabeza y recuerdo los muchos
diálogos sobre la estrella oscura que nos orbita.
—No nos suelta, mima -le comento a cada rato.
Y, si no el nombre, también mi madre me ha disputado la
condición. Pero esa noche, mientras cerraba un día en que había hablado con
ellas dos, entendí que a veces Malvino Fortuna puede ir a la cama con la cobija de una
sonrisa.
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Eliminar¡Qué bueno un regalo tuyo! Siempre espero cosas buenas del mar. Un abrazo.
ResponderEliminarElla seguro que cambia de opinión cuando lea estas letras. Tú, mi querido Enrique, deberías tener la certeza de una sonrisa suya después de la lectura. Abrazo a la N
ResponderEliminarEsa sonrisa, mi premio mejor. Estoy tratando de colectar millones de ellas a ver si cambio, por unos siglos, un par de suertes. ¡Qué Suerte sería! ¿Sabrá ella que no voy a cansarme? Gracias, Nyliam, por volver aquí.
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