Mira... parece que acaban de descubrirnos. Lo publica una
revista: arqueólogos en Atenas dijeron que hallaron una tumba prehistórica
rarísima, en la que una pareja yace abrazada, completamente indiferente a las
cosas del tiempo. ¡Somos nosotros…!
Fue aquí en la Cueva de Diros, ¿recuerdas?, en la costa que
te di al pie del Peloponeso, este lugar que comenzó a poblarse miles de años
antes de nuestra era. «¡Nuestra era…!» La frase nunca fue más justa. Desde
entonces se amaron millones de parejas, pero ninguna se premió con abrazo
parecido.
Es el entierro «de abrazo» más antiguo del mundo,
comentan quienes creen saberlo todo y yo, embriagado en tu calor irrepetible,
no puedo menos que sonreír con semblante milenario: siempre estuve convencido de
que mimo semejante saldría un día a la luz.
Me cansa que no se cansen 6 000 años después: han
interferido en nuestro lecho con muy frío instrumental. Han hecho sus pruebas de ADN, como si la ciencia pudiera
revelar la identidad del amor.
Profanaron, con yemas que no son mías, la saga preciosa
de tu piel. En vano aventurarán la belleza de tu rostro, tu pelo hecho un lío, el
peso liviano de tus palabras, tus vuelos de golondrina, tu pie de auténtica
Pulgarcilla, las estaciones infinitas de tus ojos, tu pose de niña severa… Y tú
serás un misterio. El mío.
Pero ellos, que hallaron a nuestro lado varias puntas de
las flechas con que intento conquistarte, armarán una fría tesis de carbono 14
y publicarán amplios informes que gente muy docta pudiera leer mientras tú,
condescendiente, apenas me dirás: «¡Déjalos, tan pobres…!».
Por una vez en la vida seremos griegos los dos. Habrá
preguntas, para ti y para mí, flotando en siglos. Tú callarás, ocupada en
nuestras manos, y yo, soñando cosas, apenas podré decir que este no es más que el
comienzo del abrazo que quiero darte.