miércoles, 29 de febrero de 2012

La Ileída y la Leydisea

Como ciertos héroes de Homero, Leydi Torres parece llevar la marca de la tardanza. 

Debimos tenerla en la guerra de independencia del siglo XIX para limar diferencias entre camagüeyanos y villareños. Sin mucho esfuerzo, hubiera cambiado la Historia de Cuba. Pero no importa; aquí está un siglo y pico después y nadie dude que ella, que ha alojado en su blog santaclareño todo un enjambre de páginas camagüeyanas, podría haber puesto de acuerdo a los más tercos mambises.

Al evento de cronistas en Cienfuegos también llegó tiempo después de que los asistentes habituales marcasen sus camas y cucharas con créditos “intimidantes”. Les juro que, juntos, Pepe, Michel, José Aurelio, los Jesuses, Juan, Francisco, Yamil… im/presionan a cualquiera, sin embargo la pequeñita se construyó, con artes de abeja y fuerza de hormiga, un espacio respetado.

Ahí donde ustedes la ven, con su cara de angelito, Leydi pudo terminar en la cárcel. Resulta que al final de la carrera se empeñó en hacer su Trabajo de Diploma sobre el maestro Luis Sexto y alguien adujo que eso no era posible… porque el estudiado (solo “estudiable” en ese instante) estaba vivo. Y conociéndola, sé que ella tuvo que haber pensado en matar a uno de los hombres que más quiere, con tal de poderlo honrar. Por suerte para todos, triunfó  la crónica transparente (sin rojo y sin amarillo) y del incidente quedaron una tesis brillante y el gran periodista intacto, por los libros de los libros.

El colmo de la morosidad Leydiana fue una carta que me mandó. Quiso escribirme una carta de verdad, en papel, de las que ya no venden ni en las shoppings, para enviármela dentro de una botella. No se atrevió a usar ese envase con tal de no sobrecargar a la improvisada cartera, sin embargo no cejó.

En un sobre amarillo, la epístola de Leydi rompió todos los récords de tiempo y burocratismo de Correos de Cuba, que según dicen los gentlemen de Guinnes son cosa de otra galaxia: llegó a Camagüey, se acomodó en el maletín de la portadora, echó una larga siesta, días después regresó a Santa Clara, se tomó una licencia sin sueldo e hizo reposo de voz para partir a La Habana (que también a las cartas guajiras les gusta pasear por la capital) desde donde hizo el viaje Camino a Camagüey, tal vez tarareando la canción de Silvio.

¿Ustedes piensan que ya, así tan fácil, recibí la esquela…? ¡Oh, ingenuos destinatarios de este post…!  La misiva (que a esas alturas yo ignoraba si era realmente mía o era la susiva de alguien más) venía convoyada con otros envíos. Y aquí en Camagüey, aquellos viajeros escritos, muy encariñados después de tan larga convivencia, tomaron, llorosos, caminos diferentes: uno fue a encontrar a Alejandro, otros a las dos María (Antonieta y Teresa), otro a Carmen Luisa y otro preguntó por el inquieto Rogelio. 

Es verdad que, lanzada al mar en una botella, la carta hubiera llegado antes a la playa que no tiene Camagüey. Pero al fin siempre hay un fin: un día recibí su delicada grafía villareña; juro que ya no recuerdo ni cómo ni de manos de quién. De lo que sí estoy seguro es que cada letra tejida por la amiga le dio valor a la espera.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

martes, 28 de febrero de 2012

Una muy rara enfermedad

Se acaba el mes, pero su fin tiene tintes especiales.

Este ha sido uno de esos meses que nacen con enfermedad congénita, tal vez hasta hereditaria: el más reciente hijo de Don Noviembre y la Señora Diciembre nació con cierta prolongación, una especie de cola que siempre despierta, calendario afuera, los malos augurios.

El muchacho parecía bastante normal, se le vio de vez en cuando algo abrigadito, recogido en casa, aunque la maledicencia, que a menudo tiene 366 lenguas, solía comentar sus repentinas calenturas, sus sorprendentes lloviznazos, su temperamento cambiante de la noche al día.

Así y todo creció, amó a su manera y ahora está listo para dejarnos con el niño Marzo su descendencia primaveral.

Lo leí en su historia clínica: cuando sus padres le llevaron al médico, los exámenes fueron concluyentes: padecía una enfermedad llamada bisiestismo crónico. No puede operarse porque, si se la cortan, no solo pierde toda opción de placer; también fallece antes de tiempo.

Dicen que estos pacientes suelen multiplicar los decesos. Yo creo que no; el compadre Febrero, por el contrario, amó tanto la vida que nos costó un día más convencerlo de que se fuera de este mundo.

sábado, 25 de febrero de 2012

Rectificación

Nunca me gustó la Química hasta el día en que, leyendo su cuerpo, me enteré que también esa mujer está formada por átomos.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Suite Cuba

Señor Dios del celuloide: Juro solemnemente que también vivo en esta Isla. Puedo probarlo: tengo documentos y un par de testigos dispuestos a declarar.

Conozco a un montón de personas como yo: seres comunes que, respetando al prójimo y al distante, no quieren irse del país ni viven secando el mar del malecón con el calor de par de ojos hambrientos.

Bueno, haciendo uso de la franqueza que me inspiras, he de decirte que soy de los tantos que no tenemos malecón ni vivimos al mediodía el milagroso florecimiento de ropas en los balcones. Mi madre es vieja y negra, mas no fuma tabaco, y mi barrio, algo ruidoso, no es sin embargo una rumba perenne.

Soy de los bichos aburridos que no trafican con sexo: no vendo carne de boca ni rento mi mulatez; no pasé nunca porque mi hembra hiciera en las noches jornada extra con un turista extranjero.

“Turista extranjero”... perdona, Señor, la redundancia de esta gris oveja que no aprende.

Soy de los locos que piensa todavía que ser heterosexual no es un defecto genético ni repulsiva aberración. Vivo en apartamento viejo, feo, pequeño e incómodo, pero ―¡nada es perfecto en la vida!― que no se decide al derrumbe.

Hablando de derrumbes, soy de los que se interesan no en que se caiga el Gobierno sino en que se yerga el país.

¿Problemas....? Tengo millones; tantos que no cabrían en tu Reino. Juro no voy a agobiarte con mis cuitas de personaje secundario o hasta extra.

Altísimo, ¿estás ahí? ¿No te has quedado dormido? Perdóname tantos pecados y perdona mi pedido: yo te ruego que premies la nulidad de los míos. Filmado sea tu Nombre. Venga a nosotros tu producción. Hágase tu película en esta tierra como en este Cielo. Amén.

martes, 21 de febrero de 2012

Una saga rulfiana

Ni modo... que a mi manera, he sido un poco mexicano. Desde niño me atrajo la paz de los cementerios.

Muy temprano descubrí que los muertos tienen mucho que callar, y ese me pareció el primer testimonio de su sabiduría.

En los cementerios siempre vi asomarse el lado bueno (amable, por dejarse amar) de los seres humanos; incluso a aquellos a los que les hicieron la vida imposible, después sus matadores ―físicos o intelectuales― les compensaban con una muerte llevadera.

Pero ya he cruzado, cual espalda mojada, la frontera: me voy desmexicanizando y dejo de ser un cuate, porque me han cambiado aquel paisaje.

Desde que veo que aun en los camposantos se trafica con flores recicladas de una tumba a otra hasta que ellas mismas mueren de cansancio, sin afiliarse a un muerto; desde que sé que las lápidas desaparecen físicamente aunque no vayan al Cielo; desde que oí que respetables difuntos son irrespetados al despojárseles de las obras de arte con que otros los despidieron de este mundo; desde que concluí que en aquellos predios el amor es un finado a menudo mendigando paz, tan solo un poco de paz para descansar... veo los cementerios con ojos cementados.

Parece que en ellos resucita Comala, la caótica Comala. Sin la magia de Rulfo, muchos vivos hoy juegan a ser Pedro Páramo. Poco a poco les robamos ese reino. Lo conquistamos y colonizamos ―si hace falta, quitándoles la muerte a los rebeldes―, extendemos hasta allá nuestra algarabía mientras los espíritus preguntan si habrán de iniciar, de vuelta, el viaje de Juan Preciado. Los muertos más suspicaces sospechan que, quién sabe, a lo mejor esta es la hora de regresar a El llano en llamas.

lunes, 20 de febrero de 2012

El nadador

Nillo González era todo un hombre de mar. Y como tantos de ellos, alguna que otra vez se sumergía en la marea de unos tragos. ¡Que bastante sal lleva esa vida para llevarla con perfecta perfección!

Aquella noche regresaban en su barco y una botella, zalamera y promiscua, besaba en los labios a un hombre, y a otro, y a otro, y a otro más. Nillo salió a cubierta, a marcar con el hilo caliente y amarillo que salía de su miembro aquellas olas de azul dormido y misterioso.

Dentro, resguardados del frío, los otros bebían y gritaban, que casi siempre es lo mismo. Y el hombre de esta historia demoró. Un poco. Bastante. Demasiado…  A los otros pescadores se les quitó la embriaguez, de tanto taladrar con sus ojos la negrura, mas no lo hallaron. Llegaron a tierra sin él.

La búsqueda duró varios días hasta que al fin encontraron su cuerpo de hombre barco.

Por lo que dijo el forense, pudo haberse salvado y entrar a la casa como un héroe a contar la aventura con un vaso en la mano: nadó por su vida no menos de ocho horas.

Nillo fue todo un hombre de mar, pero no pudo prever que aquella botella de curvas atrayentes le mudara la costa de lugar. La costa, esa ansia de tierra que él alejó con las más largas brazadas de su vida.   

sábado, 18 de febrero de 2012

Vacalocacubana

La culpa la tiene una vaca calenturienta, muy famosa en Cuba a fines del siglo XX. El trovador Pedro Luis Ferrer cantó en una guaracha, que casi se convierte en himno, su retrógrada exigencia: ella no pedía autos ni otros regalos (como casi siempre escriben los autores musicales de hoy de sus musas femeninas); simplemente quería seguir a la antigua.

Al menos en Camagüey parece haber funcionado la maldición de la vaca: se nos acaban los inseminadores. Unos creen que por escasa promoción de este perfil veterinario; otros, que por el ocaso de una añeja tradición ganadera, y algún romántico o barroco argumenta que no tiene sentido meter la mano en el “asunto” trasero del animal porque estas vaquitas de ahora sí que saben amar por cuenta propia.

Yo tengo mis sospechas: veo en este caso policial la pata manchada de Pijirigua, que aun veterana, múltiple superabuela, seguro lanzó en un mugido un hechizo vacuno para extinguir de esta tierra de ardores a los intrusos que (con tan bajo peso, con par de piernitas, carentes de cola y hasta intolerantes a eróticos cuernos) pretenden cambiarle por frías jeringas, guantes de latex y nula cosquilla la monta directa, espontánea y carnal de ese toro que en pleno potrero la hace sentir que ella, y ninguna otra del rebaño, es la vaca más loca del mundo:

—¡Múuuuuuuuuu…! 

viernes, 17 de febrero de 2012

Ladrón de espejos

Ignoro si tenga algún significado esotérico o el asunto es meramente lucrativo, pero lo cierto es que en las tiendas de divisa se vende actualmente una avalancha de espejos.

Me he dicho que tal vez sean cristales del Ártico o pedazos de glaciares cortados en el penúltimo momento del mundo, poco antes de que el clima cambie su sexo para siempre. Habrán sido traídos en barcos llenos de luz que de seguro encandilaron al mismísimo compañero Sol.

Y aquí están: espejos redondos, rectangulares, ovalados, cuadrados y triangulares. Espejos negros, blancos y mulatos aunque lleguen de la China. Espejos grandes y chiquitos —generosos ellos— que adoptan la forma de quien se les para en frente. Conozco de algunos que precisan hacer grandes esfuerzos para copiar, al borde mismo del quiebre, ciertos modelos que les toca en suerte.

Por la calle se ve a la gente en cristalina peregrinación: muchos individuos felices con un espejo bajo el brazo, ignorando —me refiero a los individuos— que este objeto doméstico tiene la mala costumbre de multiplicarlo todo por dos, incluidos los problemas.

Pero bueno, nadie me tome por enemigo de la prosperidad. Es cierto que no he comprado ninguno, sin embargo a cada rato me beneficio de este brillante mercadeo: voy a la tienda, paseo un poquito por aquí y por allá, vigilo las cámaras de seguridad para robar desde ángulo seguro algunos grados de aire acondicionado y un que otro decibel de la balada que ponen, y por último me paro en frente de uno de ellos para enterarme si al fin he subido alguna onza de peso.

No les niego que al principio me daba un poco de miedo, mas ya no. Me percaté de que la gente no se entera de nada ni sabe exigir sus derechos de consumidores: hasta ahora, ninguno se ha dado cuenta de que llega a casa con un espejo ya usado por mí. 

jueves, 16 de febrero de 2012

Manual de un Manuel equivocado

Además de no ser muy buena mirando el santoral, parece que mi madre gustaba en su tiempo de contradecir al destino. A mí me puso dos nombres en uno: Enrique, en copia de mi padre, y Manuel, por haber nacido el día de San Manuel. De tal suerte, he tenido un segundo nombre de repuesto por si un día el primero se descompone.

Y yo, que he gastado ese nombre muy poco musical por las calles de este mundo, no solo no era tan santo como ella supuso, sino que no guardaba ninguna coincidencia de calendario con el citado Manolo.

Resulta que una tarde, consultando un almanaque, me enteré que el 15 de septiembre, que es la fecha en que el planeta comenzó a soportarme, no es el día de San Manuel sino otro un tanto adolorido: el de Nuestra Señora de los Dolores. Se lo comenté a mi madre; se encogió de hombros y no supo qué responderme. Aquello (yo) había crecido y ya era algo así como el error del milenio, ¿qué se iba a hacer?

Pues sí, por mucho que quisiera permutarlo por otros más llevaderos, nací ese día y aunque duela (¡redundante que soy!) decirlo, me queda como traje de galán en película de Hollywood: mi columna crujiente, mi cervical de marimba, mi historial de tres esguinces, mis cinco heridas traperas en la cabeza y mis rodillas cansadas de tanto caminar para ahorrar la importación de guaguas, sugieren con terminante frecuencia que ese, y no otro, es mi día.

Pero lo más curioso de todo es que aunque respondo al orgullo de firmar como mi padre, en realidad también pude llamarme como mamá. Señores, ya les dije que su fuerte no era leer santorales: el 15 de septiembre, mi día, es bastante suyo, porque ella se llama… Dolores.

No obstante, como suele decir mi hijo, no hace falta exagerar. Hay errores benditos: prefiero haber sido en mi infancia un Manolito fallido que un certero Dolorcito. Eso sería demasiado.  

miércoles, 15 de febrero de 2012

Seso inseguro

El Conde fue a la quiebra. Su larga fortuna se hizo insuficiente para costear por más tiempo los colmillos desechables que le recomendaron las firmas farmacéuticas. Ahora Drácula, el promiscuo, anda de cuello en cuello, sin ninguna protección.

domingo, 12 de febrero de 2012

Sin cuento de hadas

La suya no es carroza hecha de calabaza. Las ratas, si las hubiera, no serían cocheros; más bien pasajeros. No hay en su cuento hadas que les amadrinen ni varitas mágicas de fértiles colores; eso sí, abundan ásperos palos que sirven para cualquier cosa aunque no prometan trocar en bellezas la ropa limpia y más que cenicienta.

El viejo corcel no los lleva al baile del príncipe; van a un real vertedero. Pero rumbo a él, admira ver pasar a la mujer sentada en el pescante tocar a rebato una campana rustiquísima que nunca aprenderá el tañir de bella iglesia ni de bodas palaciegas, y esperar a que la gente les entregue —a veces en pose de madrastra o de hermana que no llega a la mitad— sus desechos.

Conmueve verla partir orgullosa, como reina de corazones en el coche más brillante, con sus manos de amar firmemente asidas al brazo de su hombre, el carretonero que en el barrio recoge la basura. 

sábado, 11 de febrero de 2012

Lactancia materna

Cierta vez entrevisté a Pejerto Vázquez, uno de los más notorios vaqueros camagüeyanos. Al sur de su sombrero, el hombre hablaba y hablaba sin signos de puntuación y, cual un naif director de orquesta, movía en el aire sus dedos frondosos, fortalecidos por años en el masaje constante de las ubres y la tierra.

Pejerto es un gran productor lechero, pero es aun un mejor inconforme: siempre quiere sacar más a sus vacas, que le dan, según dice, los litros que él quiera, no los que ellas ofrezcan.

Hace mucho que renunció a una buena tajada de sus noches, sin embargo todavía el tiempo y los saldos le son insatisfactorios a este guajiro que no entiende cómo es que el sol se da el lujo de dormir tantas horas, con lo que hay por hacer.

En la charla, Pejerto me confesó un secreto extraordinario:

—A cada rato –me dijo– me sorprendo en la cama, dormido, ordeñando a mi mujer.

¡De qué cosas se entera uno cuando viste el hábito del periodista! En silencio, le agradecí que premiara el diálogo con una confianza a esa altura. Entonces no publiqué el detalle, en extremo interesante, solo por no quebrar tímpanos demasiado finos.

¿Verdad que es hermosa la historia? En cambio me dejó zozobras: cada vez que tomo un vaso de leche me pregunto: ¿no será de aquellas tetas, de las otras…?

viernes, 10 de febrero de 2012

Ciclistas

Muchos en el mundo afirman que los cubanos somos padres de la hipérbole. Es que somos patriotas sin fondo, amantes exagerados, deportistas apasionados y fanáticos a una cultura que alguien ha dicho, con acierto, que no tiene momento fijo. En fin, que vivimos la vida desenfrenadamente. Sin metáfora.

No usamos freno, ni lo aceptamos, tal vez eso explique por qué, contra tanto palique, hoy el país pueda sentarse en silla propia a hacer el cuento.

Quizás son millones las bicicletas que circulan por las calles de la Isla, pero muy pocas de ellas llevan ese mecanismo que los terrícolas precavidos de otras latitudes llaman freno. Cuba pudiera ser el único país del mundo donde las bicicletas repelen los frenos, dispositivo absolutamente portátil, que debe ponerlo aquí el compañero ciclista.

De tal suerte, se ven frenos criollos de todo tipo: los corporales, de aquellos que se lanzan a la calle a ponerle el pecho a la inercia; los contenidos, de quienes le tiran la goma delantera al contén de la acera, y también pueden verse los frenos de mano y de pie.

―Ah -dirán los distantes lectores- al fin usan algo común.

Temo decepcionarlos. Nuestros frenos de mano y pie tienen sus caracteres. Los manuales pertenecen a kamikazes pedaleantes que, ante inminente colisión, meten la mano en la goma a riesgo de lo que sea.

Los de pie son variadísimos: los tenemos de chancleta, de zapato fino o de tenis deportivo, de ballerina primera, de tacones lejanos traídos de cualquier parte, de media blanca con agujero negro (y también viceversa) y hasta los cimarrones, que son aquellos que detienen el vehículo sin ningún preservativo: la piel de la planta del pie contra la piel del neumático. Estos últimos, como ciertas ITS, pueden generar ampollas.

Es así, mas da gusto, de verdad, ver el paisaje tupido de estos ciclistas apasionadísimos que creen muy poco en el tránsito. Claro, como en todo amor que se respete, a cada rato uno encuentra a alguno de ellos con el pecho destrozado. Sin metáfora.

(Post con pintura de Ernest Descals)

miércoles, 8 de febrero de 2012

Autorretrato sin sombrero

Un raro animal marino que hasta esta costa nadó. Un flaco biodegradable que se irá sin destilar por donde mismo llegó. Un cazador de aguaceros que nunca se conformó. Un boca siempre cerrada y un teclado muy hablador. Infinito anotador que todo lo asienta en negro tenga o no tenga su son. De bellezas no prohibidas, un constante mirador. Un soñador de las otras y, si hace falta, inventor. Un amigo que se hermana pero no teme a la espina que nunca lo doblegó. Un creyente no creíble, un ateo creedor. Un no con sí negativo, positivo afirmador. Un qué sé yo, qué se cuánto, que tal vez se le olvidó.    

martes, 7 de febrero de 2012

Escalada diplomática

Las tensiones comenzaron hace tiempo, en niveles soterrados, apenas perceptibles. Y hasta hubo, porque en Cuba siempre hay de todo pese a que siempre una crisis nos invade, algún aeda oculto e inspirado que nos puso a todos a refranear con aquello de “el quilo no tiene vuelto”.

Después los ataques tomaron otro cariz: el medio salvó el pellejo escondido en un bolsillo (aterrado, aun se resiste a salir) y la anemia contagió a la parienta mediana, la peseta, que sin beberla ni comerla (no tenía ya fuerza para trueques) perdió toda aspiración al cambio.

―¡No somos nada...! -dicen que repetía en su último lecho.

Más tarde el asedio pasó a mayores: el Capitán Comercio emplazó su artillería de croquetas, fondeó una flota de panes insumergibles en resfrésquica bahía, lanzó desde modernas gallinas bombas de chícharo empobrecido y despojó al peso (que hoy muchos creen anoréxico) de cualquier derecho al vuelto.

sábado, 4 de febrero de 2012

De uno en fondo

Ni él ni la semana habían llegado a Viernes. Cuando vino un bote en rescate del náufrago más antiguo, el cocotero puso una penca en el hombro de Robinson Crusoe:

—No te desanimes, un día vendrán por ti.

viernes, 3 de febrero de 2012

Gera

Hace unos veinte años, lejos de aquí, el viejo Gera todavía vivía a dos casas de la mía, pero siempre le quise, y me quiso, como si nos cobijara el mismo techo. Era pescador, igual que mi padre, sólo que a él le duró más la marea: estuvo en su barco, firme como buen patrón, hasta que el almanaque y las enfermedades le armaron un motín. ¡Que esos dos no respetan a nadie!

Una vez pasé una semana “afuera”, en la cayería que le mira la barriga hinchada al mapa de Santa Cruz del Sur, y Gera me llevó en su barco para que aprendiera cómo se pescaba en grande. De aquel lance me quedó el pargo más hermoso que recuerdo, de un rosado Rapunsel, tan delicado que en casa nadie quería comerlo.

Con Gera y con su Marina (¿qué otro nombre puede tener la mujer de un pescador?) me sentaba en el piso, en el portal de la casa buena que jamás pudieron terminar, a escuchar esas historias infinitas que continúan cuando el mar mismo se ha acabado. Todo se resumía en los pejes, las olas, los ciclones, los barcos y, por supuesto, los hombres que pueden reírse de todo eso con apenas un cordel de pescar. Así fue hasta el día que un capitán oscuro lo enroló en la nave de la muerte.

Yo encayé en este Camagüey que no sabe nadar. Yo he descubierto un trozo del mal mediterráneo. Ya casi no voy por Santa Cruz, pero cuando llego y doy una vuelta a su Marina, en el mismo portal de aquella adolescencia se me escapa el impulso de preguntar por el amigo: “¿Y por dónde anda Gera?”

Mientras arponeo memorias imagino que la tierra que un día lo cubrió no le haya quitado su timón de mando. Se fue en short y descalzo y olvidó la camisa; se fue con tantos soles en la piel, tantas historias de a bordo, tantos peces en las manos, tanto sudor en la sal, que es increíble que no siga navegando.

Por eso puedo ver su cosecha de ahora, puedo verle adornada su eslora de huesos con sonrisa de vital calaGera, puedo ver su cubierta cubierta de esqueletos de peces.

jueves, 2 de febrero de 2012

Lola

No sé cómo será la cosa en el extranjero, pero al menos en Cuba, cuando alguien menciona la frase, un tanto fuerte, “el bayú de Lola”, no está refiriendo castellanamente “el burdel conducido por la compañera Dolores” (que no tenemos de esos aquí) sino sugiriendo que algo está de veras patas arriba.

Y si le comentan a usted que su empresa, su casa o hasta su familia semejan el lugarcillo de marras, pues entienda que se le hace la crítica más mordaz. Así que puede lo mismo sumergirse en una meditación ascética que dedicar a ese prójimo un jab de izquierda de estreno.

Yo, que he visto más de una filial del sitio mencionado, viví de niño una experiencia interesante. Resulta que la bodega en que mi familia compraba los víveres de la cuota normada, en Santa Cruz del Sur, se conocía precisamente como La tienda de Lola.

Nadie se equivoque. Allí reinaba el orden y trabajaban bodegueros cuya honradez podía comprobarse, grano a gramo, en la balanza. Pero según decían, el local, el inmueble en sí, era la antigua sede de una casa de tolerancia que fue cerrada por la Revolución. Entonces, a un lado se abrió la tienda. Y al otro quedó… la vivienda de Lola.

Lola, que al parecer había sido tasadora de muslos, cazadora de hombres, árbitro de alcobas, comerciante imparcial de favores ajenos, era ya una viejita respetable que pasó a vender pan, frijoles y arroz como antes vendió más de mil calenturas sin pasar por la pesa.

Se le veía siempre aseada, vestida con pulcritud y sobriedad, sumergida en el llevar y traer de aquellos cartuchos de papel que unos años después se extinguieron dinosauricamente. Después no la vi más: se perdió ella o me fui yo, no sé, no recuerdo el detalle, pero en mi memoria, al lado de los “mandados” de mis padres que yo hacía a regañadientes, está la imagen de aquella anciana con un nombre y una historia harto pintorescos.

Tal vez todo haya sido coincidencia, o imaginación de muchacho que oyó más de la cuenta, pero lo cierto es que, todavía, cuando escucho la expresión que inicia esta estampa, rescato de su muerte y de mis años a aquella mujer y la vindico: hoy veo más de un lugar con la mitad de la frase, pero no tienen en ellos una Lola.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Cara y cruz

Cuando tocaba a la puerta de una familia amiga, un hombre que pasaba y después se declaró albañil me pidió la hora.

Le di toda la que traía encima: las 8 con tantos. Me pagó con sus gracias y antes de voltear para irse me dijo, más que preguntarme:

―Usted es cristiano, ¿verdad?

―No, no soy -respondí invalidando su pronóstico.

―¡Que raro... yo juraría que tiene cara de cristiano! -susurró casi contrariado mientras seguía su marcha.

Se fue con mis minutos. Yo me quedé con sus gracias; aun las tengo. Cuando me abrió la puerta, sorprendí a mi amiga con un saludo distinto:

―Irma, ¿cuál es la cara de un cristiano?