viernes, 23 de mayo de 2014

Retando a la po... esía


Paso por la bodega el miércoles en la tarde. Mayo envejece, la mayoría de los vecinos sacó sus “mandados” a inicios de mes, así que yo, que prefiero dejarle la cola a los más impacientes, llego, cuando ha bajado la marea, a comprar lo que me toca a bajísimo precio. Por mi derecha, un hombre se va satisfecho con el que parece ser el producto estrella del inmueble: ron liberado; a mi izquierda, una anciana cuenta y recuenta sus pesitos para pedir finalmente varias cajas del otro fulano que aspira a pelear por el trono de ventas: cigarro liberto.

Cada uno está en lo suyo cuando saco la tarjeta de abastecimiento. ¡Ah, la tarjeta, ese marcador genético de todos los cubanos! Hay quien se mata sacando pasaporte… ¿para qué quiero otro si ya tengo la tarjeta? Estés donde estés, si llevas encima una tarjeta no hay aduanero del mundo que te confunda.

La dependienta comienza a hacer cruces en la frágil anatomía de la tarjeta y a mecer alimentos en la pesa, cosa difícil con los frijoles porque, los pobres, no atinan a bajar el plato de la balanza y casi tengo que pedirles que trotaran sobre el aluminio para que pudieran zarandearlo. En eso llega el carnicero de al lado.

El hombre la llama y comienzan a cuchichear. Se apartan y sostienen un suave abejeo. Hay ceños fruncidos, manos en la boca, como en grandes ligas, e inflexiones suaves pero moviditas. Me pongo a elucubrar: ¿De qué hablarán tan misteriosamente esos dos? Como a veces sufro inesperadas isquemias de lucidez, no tardé mucho en colegir el tema de los arrullos.

Mirándolos, estaba seguro que él le susurraba al oído:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

Por la cara que ponía ella, a no dudar le estaría ripostando:

Me desordeno, amor, me desordeno cuando voy en tu boca demorada, y casi sin por qué, casi por nada, te toco con la punta de mi seno.

Después del diálogo en clave, la mujer continuó despachándome. Le pagué, le di las gracias, tomé la ligera jaba con mis víveres del mes y me fui a casa, sonriendo: ¡vea esta gente, que se cree que uno es bobo!

En ambiente tan bucólico como aquel, entre frijoles y arroz, azúcar y fósforos, aceite y café, ¿de qué otra cosa iban a murmurar tan sigilosamente que no fuera de poesía?

viernes, 16 de mayo de 2014

Figo


Figo es uno de los mejores amigos que he podido tener. Con su principal “dueño” en África y el otro en Sudamérica, este can y yo nos hemos estrechado las patas en un pacto de afectos que crece por día. Cuando me acerco al barrio en que vivimos una cola en zigzag me anuncia que en este mundo se me quiere todavía.


Sin que él sea “mi” perro —¡vana manía humana de poseerlo todo!— soy yo quien lo baña cuando “le toca” y él, tranquilo, se deja asear con tal de no parecerse a ciertas personas que ladran por ahí. La cosa, sin embargo, no es tan sencilla. El día del mes en que voy a confrontarlo con el agua y llamo: “¡Figo...!”, de alguna manera él adivina mis propósitos, se hace el desentendido y agacha aún más su salchíchico cuerpo, pegado al suelo, para refugiarse bajo una cama.


Nosotros hablamos mucho. Además de las mismas percepciones sobre el amor y el egoísmo, sobre el dinero y la virtud y otras antinomias que muerden la sociedad y hasta contagian la rabia, los dos tenemos otras cosas en común. La columna, por ejemplo. Los veterinarios —que debían tratarme a mí, de vez en cuando— dicen que su columna alargada es vulnerable a las lesiones y las hernias de discos. ¡Ni que estuvieran hablando de mí...!


Además de la salud, Figo y yo hablamos de otras cosas perronales. Hace poco se me quejó de sus dueños. Resulta que, en equivalencia humana, Figo, que tiene 11 años, ha vivido unos 64 abriles, lo que sugiere que ya se adentra en la vejez. La cuenta, es bueno aclararlo, no es esa socorrida multiplicación “por siete” que casi todos creen. Y a sus 64, cuando debía dejársele en paz leyendo en el periódico las crónicas de su amigo, a este perro le han hecho pasar por trances inimaginables.


Primero le trajeron a casa por un día y pico, para “hacer aquello” que ustedes imaginan, una perrita, dizque salchicha y señorita ella, en su celo inaugural. Y Figo, sin saber del asunto —porque nunca había encontrado una buena muchacha de buena familia y talla acorde con sus intereses—, sin haber recibido educación sexual ni tener a la mano un colega de tragos con el que evacuar las dudas, no quiso, no supo o no pudo pasar del intento. ¡Debe ser triste no poder hacer su papel de perro! ¡Después —me confesó compungido— vinieron mil ladradurías por ahí!


Aquello lo deprimió, según me dijo desconsolado, pero aun sin recuperarse del golpe, resulta que Kathelyn trajo a casa un cachorro loco, chau chau nada menos, que le hace la vida imposible a nuestro anciano.


Cristiano (Ronaldo), que así se llama el nuevo inquilino, no respeta la solemnidad de mi amigo ni sus años de antigüedad laboral y roba impunemente su comida, le muerde la cola, le ataca el hocico y rompe su siesta como si tal cosa. En fin, que a pesar de sus nombres, no creo que Figo le pase la bola al nuevo delantero.


Aunque sus bautismos tengan idéntica inspiración futbolística y similar origen portugués, yo no veo para nada un espíritu de equipo entre esos dos. De hecho, si fueran a Brasil en este junio seguramente uno de ellos le anotaría autogol al otro con tal de fastidiarle el juego.


En cambio Figo y yo sí tiramos la brazuca a la misma portería. Se lo he dicho: si un día me fuera del barrio, él sabe que, así viejo como está, es libre de olfatear mi ruta e ir a mi casa a tomar una ducha, a filosofar un poco, a repasar los manuales para un eventual segundo intento con aquella muchachita color café o a tomar una clase de can-fu para enfrentar en un duelo a ese loco adversario que crece por minuto con ínfulas de balón de oro. Yo siempre se lo he dicho en tono de compadres, con mi pata derecha sobre su hombro:


—Dime sin pena, Figo, que para eso están los amigos.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Célula Madre


Un día de estos vamos a revelar los expedientes M de la ciencia. Habrá que empezar por admitir que toda mujer vuelve a crear el mundo en cada parto. Habrá que decir que cada bebé acunado por ella es el comienzo de la Humanidad y con su risa y su llanto las leyes físicas se ponen de cabeza.


Mirándola, hay que preguntarse cómo se las arregla para guardar la llave del planeta en el bolsillo de su bata de casa y andar así, como si nada... ¿Qué rara energía no descubierta aún, de musa por amor al cuadrado, la hará optimista incluso cuando el cielo parece derrumbarse?


Es que la evolución solo pudo arrancar después de aquel primer abrazo maternal. Es que ninguna cordillera alcanza su estatura y ninguna bajeza merece recordarla. Es que el calor y el frío se deciden en las estaciones precisas de sus manos. Es que el Hombre solo aprendió a volar cuando una de ellas, silenciosa, había marchado al cielo poco antes, desolándolo.


Un día vamos a aclarar las cosas. Podremos resolver del todo la polémica: el Hombre fue a la luna, ya no hay dudas, pero cuando el primer astronauta puso un pie en suelo selenita seguramente vio en la luna misma inconfundibles, miles, finas marcas de tacones.


Cuando toda la ciencia buscaba en gruesos microscopios, el real ADN de esta especie se mapeó siguiendo pasos suyos, desvelada, de la cuna al balance de cargarnos. Por ahí va el mundo. No hay más laboratorio que su amor ni mejor Consejo de Seguridad que la más breve oración de su paciencia.


Un día, cualquiera de ellas cambiará para bien los currículos científicos y cuestionará más de un Nobel con la yema amorosa de sus dedos. Un domingo de estos, especiales, esa “vieja” que aviva nuestras vidas revelará en doméstico susurro que el severo Big Bang que inició el universo no fue más que inmediata reacción, corajuda y poética, de la madre común que creyó en peligro a su criatura.