martes, 23 de diciembre de 2014

La manzana en la cabeza



Generosa como es, me regaló una manzana. Conociendo su paladar de cristal, su apetito milimétrico, su afición al misterio gastronómico y al detalle natural, yo debería saber que se ha quitado un tesoro y estar más que agradecido. Pero no, no agradezco ni un poquito.

Horas después, mientras camino y devoro esa maravilla que un ignoto campesino sembró, nunca para mí, yo reboso ingratitud.

De a poquitos, la fruta perece en mi boca y solo pienso en que quiero que ella me obsequie un campo infinito —en el que se pierda la vista y hasta se pierda la vida— donde me invite a legalizar, una por una, toda  manzana prohibida del mundo.

martes, 9 de diciembre de 2014

Colores del invento



A inventar no hay quien nos gane. ¿La efectividad del invento? Bueno, eso es otra cosa. «Vengo de allá de la ciénaga», les confieso parodiando al poeta, y en mi tierra de origen, que quiero tanto y que a veces también me corresponde, descubrieron un día que los CVPs —miembros del Cuerpo de Vigilancia y Protección de empresas y establecimientos diversos— no hacían del todo bien su trabajo.

Resulta que los insomnes guardianes cerraban las puertas y se acostaban a dormir a pierna suela en el sofá más cómodo que encontraban. Y los ladrones, delicados como son los ladrones cubanos, tenían el cuidado de no despertarlos mientras hacían su incomprendida labor.

Bueno, para no aburrirlos, les cuento el final: alguien tuvo la genial idea de crear un equipo de guardia que chequeara al CVP, o sea, una guardia que le hiciera guardia a la guardia. Esta guardia también podía quedarse dormida o algo así, de manera que yo, que ya no estoy cerca, tampoco estoy seguro de que no hayan inventado otro mecanismo para controlar la segunda línea de combate.

Una amiga mía tuvo una experiencia más directa. A la vista de una construcción que se levantaba, ella quiso, en broma, probar a un CVP.

—¿Cómo consigo una de esas tejas? –preguntó en un susurro la mujer.

—Yo quisiera «ayudarte», pero ya no se puede. Aquí resolvíamos hasta que pusieron a los azules y nos trancaron la jugada.

En efecto, mi amiga conversaba con un CVP «carmelita» —por el tono de su uniforme—, sin embargo, como la probidad de ese color se puso en tela de juicio, otro sesudo decidió colocar allí un cuerpo de CVPs «azules» cuya misión esencial era vigilar a los «carmelitas». ¿Quién sabe si a esta altura hayan incorporado otro color?

lunes, 8 de diciembre de 2014

¿Pequeña?

El tiempo, que parece haberla colocado en medio de sus poderosas prensas, encoge a mi madre. Cada vez que la veo la encuentro más pequeña.

Sin cesar,  mi madre me recuerda a la suya, una abuela que siempre creí de juguete. Casi una Pulgarcita, abuela Cacha tenía, sin embargo, la autoridad del amor: aconsejaba y sumaba; pedía y conquistaba; besaba y simplemente había que rendirse. Abuela, siempre tierna, hablando siempre de un Dios que solo sentí creíble cuando salía de su boca.

Mima no tiene menos jerarquía. Y si su talla pierde centímetros, esas estrellas que solo los buenos llevan dentro y nadie más que los buenos alcanzan a ver en el firmamento de un pecho ajeno sugieren que, con todo y su escasa cultura, sus larguísimos silencios y su absoluto desinterés por las órdenes, mi madre puede mandar a un ejército.

Yo la veo, cada vez menos alta, y me preocupo a medias: por un lado temo que llegue el día en que se agote la longitud de su vida y se lleve con ella todas mis medidas, pero también pienso que, en este mundo tan deficitario, puede que alguien esté traficando a muy buen precio esos centímetros de bondad que, como de todo manantial verdadero, brotan sin pausa de mi madre.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Espejo


Tras una vida ya larga sin mirarlos, hoy tropecé en algún lugar con un espejo. Tropezamos los dos: el otro y yo, y en ambos descubrí idéntico recelo. Él me miraba a hurtadillas; de soslayo espiaba yo sus movimientos. Y en el centro, aquel doble agente que nos vigila a todos sin servir a ninguno, pues no acepta gobierno.

Mientras los dos callábamos, el cristal, mediador vanidoso,  se puso a despotricar a ambos extremos: habló de mis canas, apurada blancura en mi cabeza que amenaza tragarse el ya menguado negro; y de su delgadez de azogue que le hace difícil hallar adecuada talla de espejo. Habló de mis prisas eternas que lastiman su ególatra calma de bello feudo; y del ancestral cansancio de su vida que contradice el extendido discurso del festejo.

Por un instante, el frívolo calló y miró. Miró y pensó. Pensó y halló una coincidencia que nos hacía gemelos:

—Los ojos, los ojos son —dijo con doctísima pose, con calma y sin pudor, sin ningún miedo— dos pares de tazas café, de idéntica amargura. Tal vez ella quisiera si fueran otros ojos, tal vez…

Fue entonces que ambos, sin dejarlo acabar, salimos disparados en sentido contrario, seguramente a buscarnos nuevos ojos para seguir mirando tercamente a la misma mujer.