sábado, 27 de abril de 2013

La fruta madura

Por fortuna, cuando muchos olvidan queda la Historia —una dama que se conserva muy bien para la edad que tiene— con su muy buena cabeza para las fechas. Fue ella quien recordó que este 28 de abril cumple 190 años la poco agropecuaria Doctrina de la Fruta Madura.
 

Aunque torcido, el derecho de autor es de John Quincy Adams, entonces secretario de Estado, luego presidente. Johncito habló por primera vez del fatalismo geográfico cubano que, tras “espera paciente”, permitiría a Estados Unidos hacerse de la Isla como su “adquisición más interesante”, al decir de otra perlita: el presidente James Monroe.
 

Ha llovido un poco desde entonces y la manzana sigue en su rama. Muchos no lo entienden; otros no quieren creerlo, pero es muy sólida la evidencia: como el dinosaurio de Don Augusto Monterroso, ella está ahí, a la vista, en cada despertar. La fruta se ha aferrado a lo suyo con amor caribeño a pesar de las plagas endémicas —que las padece—, pero debe aclararse que la espera del vecino no es ni paciente ni limpia: a cada rato instruyen un gusanillo ducho en las cosas de Newton para que apresure el proceso de la gravedad.
 

De vez en cuando, incluso, alquilan a un toro salvaje para sacudir la mata con bovina violencia. Sin embargo, ni con esas... Cuba, que es una tierra sin manzanos, ha de tener la manzana más vieja del mundo por cosechar. Así de especial será cuando tanto se quiere tumbar, cuando tanto se quiere salvar; así de orgullosa, cuando mece su aroma bajo el firmamento de una sola estrella y rechaza el pronóstico de colgar su belleza en el cielo florido de galaxia ajena.  

jueves, 25 de abril de 2013

Ladrar español

Supongo que fue por el Día del Idioma, 397 abriles después de que Don Miguel callara para siempre y se fuera de este mundo. Estaba sentado en casa, viendo un programa sobre ese misterio que es el español hablado en Cuba. El espacio, de cuyo nombre no quiero acordarme —créanme que esta vez merezco ser el dueño de la frase—, se trasmitía nada menos que por el Canal Educativo.
 

Alguien abordaba transeúntes en la calle. Casi todos reconocían los tajazos que a diario propinamos a nuestro idioma y, para no dejar dudas, los demostraban en sus palabras, a cielo abierto, quién sabe si con honestidad o con desparpajo. Entonces tocó el turno a un niño de unos ocho o nueve años: “¿Cómo hablamos los cubanos?”, le preguntaron.
 

—¡Sabroso, rico, porque nosotros sí gozamos…! ,-respondió el muchacho con la correspondiente mímica acompañante.
 

Hasta ahí yo estaba apenas apesadumbrado, tranquilamente dolido mientras calculaba el trabajo que nos dará en unos pocos siglos retornar a la jungla y volver a treparnos en los árboles, considerando que, pese al notorio interés que mostramos para hacerlo, desaparece la jungla y hay cada vez menos árboles, porque si nos rehusamos a articular, ¿cómo vamos a querer sembrar?
 

Hasta allí fui un duelista controlado, púgil en esquina blanca, soldado lejos del frente, pero cuando de veras quise ir a Lepanto, rescatar el arcabuz que hirió la izquierda de Cervantes y perseguir a los mismos malandrines que en La Mancha sulfuraban al Quijote, fue cuando escuché a quien hacía la encuesta televisiva —no sé a quién asaltaría para hacerse de un micrófono— declarar frente a cámara, con una sonrisa de levante a poniente:
 

—¡Este niño va a ser tremeeendo orador! 

jueves, 18 de abril de 2013

Evolución

¿Y qué pasa si mañana descubrimos la verdad, si de repente nos enteramos que jamás hubo palabras y seguimos siendo mudos, escandalosamente mudos, en plena Era del Ruido?
 

¿Qué tal si comprendemos que las letras no fueron más que un largo sueño de las manos, amor platónico, pretendiente sin dote, sin ningún tipo de seducción cerebral?
 

¿Y si nos quitan de este trono que quitamos, si la jungla nos obliga a pasar sin privilegio y nos da un lugar modesto que nos aplaque el orgullo?
 

¿Qué pasa si perdemos la articulación y debemos aprender a articularnos?
 

¿Imaginas que la boca solo sirva para abrirse en buen asombro ante un paisaje virgen? ¿Imaginas algo virgen? ¿Imaginas?
 

¿Has pensado en la posibilidad de no saber besar, de que todos los labios del mundo vuelvan al kilómetro cero y se regalen la ilusión de descubrirlo?
 

—Yo fui el primero en besar el Labio Norte -proclamaría un explorador de luengas barbas mientras tres o cuatro buscadoras se disputan el honor meridional.
 

¿Qué pasa si la vida en su carrera tras la muerte, si la muerte en su escapada de la vida, se conceden una tregua y tenemos que recordar, miles de siglos después, cómo era decirnos el amor con los ojos?

lunes, 15 de abril de 2013

En otro momento

Que Facebook no aprende nada, como no aprende Yahoo. De un tiempo a esta parte, ambos sitios persiguen mis aperturas con un llamado: “Añade tu número de teléfono para proteger tu cuenta y mucho más”. Al leerlo me molesto un poco, pero en seguida se me pasa el berrinche y acudo a un botón salvador que colocan abajo, a la derecha: “En otro momento”.
 

No obstante, yo sé que en ningún momento habrá otro momento. Ni Yahoo ni Facebook me dan un espacio para explicarles que no tengo teléfono móvil ―o celular, que para carencias el nombre da lo mismo― ni voy a tenerlos. Jamás podré pagar lo que cuesta el aparato, lo que cobran por la línea, el importe de la recarga, lo que pesan los minutos. Jamás llegaré siquiera a comprender los mecanismos del atraco.
 

No me extrañaría comprobar que la mayoría de los que accedemos por alguna vía a la Red no tenemos billetes para un móvil, o que la mayoría de los que llegan por algún atajo hasta el móvil ni se acercan a la Red. Pero bueno, es fácil percatarse de que Facebook y Yahoo saben poco o nada del cubanísimo chiste de la compaginación de la lista con el billete.
 

De tal suerte, Facebook y Yahoo, esos tozudos muchachones virtuales que se pasan la vida retozando on line, como si no tuvieran más que hacer, insisten hasta mi cansancio. A veces quisiera decirles que no quiero un móvil: no me interesa un teléfono que me incite a callar. Sin embargo, así como está no nato y muerto mi diálogo con la susodicha telefonía, se ha cortado mi comunicación con estos sitios de la web. No me dejan defenderme; entonces, hasta el infinito y más allá seguiremos jugando a que ellos me invitan a añadir lo que no tengo y yo, todo educación, declino responderles a la cubana, cual haría, por ejemplo, la docta Juana Bacallao, y les susurro como lord inglés: “In another time”.    

sábado, 6 de abril de 2013

Mi estrella

Los científicos, que con demasiada frecuencia despojan el encanto de las cosas, tienen una explicación para el hecho de que el pelo no duela al ser cortado: cuando alcanza la superficie —argumentan— ya está muerto.
 

Sentado en mi sofá de dudar —ese desde donde alguna noche dejo que el televisor me vea— yo escucho y asocio: pienso de nuevo en cada chispa de luz que en el firmamento nos anuncia la noticia de otra estrella cadáver. Desde que descubrieron esa curiosidad astronómica nos condenaron a todos a la culpa, porque ¿quién no ha pasado alguna vez por el trance morboso de alabar la belleza de una estrella… difunta?
 

Pero esto del pelo es demasiado. Me niego a creerlo. Me resisto a aceptar que la hermosura de la cabellera de aquella muchacha sea como el postrer suspiro de una estrella pasada.

jueves, 4 de abril de 2013

Paparazzi

Ahí está, como siempre, asediando los carros más brillantes, sin embargo no pide dinero; lo suyo es otra cosa: cámara en mano, se dedica a fotografiar a los extraños, a los blanquísimos, a los obesos. Tira una foto, y otra, y otra más...

Sus aseguramientos profesionales —trípode raro, más que exclusivos limpia lentes, bolsa sui generis...— le aguardan tranquilos en la esquina; algo tendrán para que estén a salvo, para que, en horas, a nadie se le ocurra echarles mano.

De repente deja de perseguir a algún “famoso” que pasa con su chica, abandona la pista de un grupo parrandero y entra al establecimiento comercial; también allí hace sesión de fotos: congela en clicks la imagen de vidrieras, de gente que compra no importa qué, de qués que compran no importa gente, de risas sin recato que apuntan directamente al rostro del fotógrafo.

El sol se agota, la luna va alumbrando, y él simplemente regresa a su rincón, recoge el rústico báculo, la jaba vieja, los trapos sucios. Él aprieta en sus manos la cámara inservible y sueña con las fotos de mañana.

Es solo uno que estrelló su cabeza —que dio con las estrellas, o que vive entre ellas—, un ser olvidadizo que perdió la razón en cualquier sitio y en el trance halló el sueño de hacerse un gran turista. Es solo un desquiciado, un loco, un demente... un colega al que casi nadie reconoce.

lunes, 1 de abril de 2013

La más bella


Sentado frente a la tele madrugada adentro, miraba la última saga fílmica inspirada en la obra de Homero y me detenía en el rostro de Helena, interrogándolo lunar por lunar, preguntándome si aquella belleza valía 10 años de guerra ―hasta con dioses muy serios involucrados― y si su recuerdo merecía los versos enormes de La Ilíada y los cientos de miles de fotogramas que el cine ha dedicado a una historia que arrancó como si nada, cuando Paris pidió a la joven casada: “¡Ven conmigo!” Y ella accedió.

El resto se conoce: asedio, tensiones, combates, la cólera de un guerrero de malas pulgas ―el único, realmente, al que no se debía incomodar―, el desgaste... hasta que un caballo de madera burló el muro y cayó Troya, la ciudad invencible, aparentemente al menos por causa de una mujer.

Claro que el asunto no acabó ahí. Muchos siglos después, en un frío reino, cierta madrastra exigía a su espejo mágico que se conectara “on line” y que, en búsqueda que dejaría pálido a Google, determinara quién era la más bella. Todo fue bien hasta que apareció en pantalla aquella muchachita de hemoglobínicos cachetes que uno, mal pensado como es, sospecha que fue a dar a casa de los enanos como posible donante de sangre, dado el trabajo extenuante y la mala dieta de los siete pequeños buscadores de diamantes. Si después vino un príncipe y en el último momento los malos recibieron lo suyo, si Blanca Nieve recuperó su herencia y todos fueron felices, no podemos molestarnos: se sabe que entonces no había telenovelas, y de algo la gente tenía que dormir.

La Bestia, un señor por alguna razón así llamado, dio con una muchacha de beldad terapéutica que consiguió, al primer beso, algo que en reiterados intentos muchas fallan en nuestros días: borrar lo feo, lo áspero, lo violento de sus parejas. Esta damisela de apariencia frágil logró otra cosa no menos milagrosa para el mundo en que vivimos: devolver la vida a disímiles cubiertos en desuso.

En efecto, hoy no es muy diferente. Los gurúes de la moda, los editores de revistas del corazón (y de su estuche), los directores de cine y los millonarios que desean atractiva representación, se la pasan tras la pista de las bonitas. Algunos, los más impacientes, terminan cortando y pegando en el photoshop lo que por sí sola no pudo hacer la genética en el cuerpo de ellas.

¡Oh, la más bella...! También yo he sucumbido a la pesquisa y alguna vez creí tener la pista. Ahora mismo pudiera dar un nombre, pero no quiero contradecir a otros exploradores.

La diana de esta búsqueda depende de la flecha; esto es, de los ojos que indaguen. Así, desde inicios del tiempo cada hombre creyó tener al lado o a tiro de sus ojos a la Ella Suprema, la musa insuperable. Y no es cosa prudente, ni segura misión, ponerse a desmentirlo.

Si de tanto soñarla muchos imaginan a La Bella, diamante sin diamantes, en el Cielo, los dioses mitológicos, tan fuertes, tan sabios y tan Dioses, a menudo bajaron hasta aquí buscando compañeras. El mismo Zeus hizo incursiones que trascendieron en seres intermedios, olímpicos equivalentes de nuestros mulaticos.

Hay un detalle técnico que frena el resultado. La belleza mayor es muy “mediterránea”: no está afuera en la costa; reside tierra adentro. No puede fotografiarse ni nadie la ha filmado. Recuerden: de la Gioconda, la mona lisa y encumbrada, lo que más seduce aun son sus misterios: no el pelo ni la piel, no el torso ni los ojos; la sonrisa y no el labio, cien ideas en la sien, no la sien sin idea.

El viaje más hondo de a por ella es el que enrumba la proa, en rojo mar, al corazón de una u otra. Lo más bello en la bella es que invite a zarpar, aunque inspire la guerra.