miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tiempo


Tiempo. De eso se trata la vida. No se dejen engañar. Incluso esas tres misiones de nobleza poéticamente encargadas al ser humano: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro, no son más que entrañables maneras de aspirar a traspasar las verjas de nuestra época.

Los encargos parecen sencillos, mas no lo son. Será por algo que la mayor parte de los mortales se va del mundo sin cumplir en su totalidad el triple mandato: con demasiada frecuencia el amor, la sensibilidad y el talento, que son las tres llaves que abren esas puertas, no se ponen de acuerdo para habitar el mismo cuerpo. Y aun haciéndolo, puede que falle la suerte. Son los casos en que no se completa la ecuación y se tienen hijos sin poesía, árboles sin índice, libros sin frutos…

No somos más que agujitas de inmenso reloj, minuteros galácticos que le damos sustancia a un tiempo que nos trasciende. Pese a las apariencias, no creamos los almanaques para medir un tiempo que es insondable, sino para marcar los pasos que a título de individuos nos es dado dar en la encarnación que nos tocó. Es por eso que no hay nacimientos sin inscripciones, uniones sin aniversarios ni muertos sin epitafios.

Un hijo, un árbol, un libro… o quién sabe si dos. Fecundemos con limpios deseos un vientre, un surco, una blanca cuartilla. Disfrutemos la angustia de aprovechar este trozo de tiempo porque a menudo una vida no alcanza para vivir.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Lámparas nuevas por viejas

 
Cada año nos pasa lo mismo: cuando más embullados estamos con el año, resulta que a este le entran los fatales calambres de diciembre y no se nos ocurre otra cosa que festejar su deceso con la presunción de que tras él vendrá uno mejor: nuevecito de paquete, próspero, dichoso, vaya, esperanzador...

Les confieso que en ocasiones quisiera quedarme con el viejo, el caduco, el muchas veces vilipendiado año que suele terminar sus días lleno de cruces, tatuajes y cicatrices de guerra en el almanaque de la pared. ¿Qué le voy a hacer…? A veces, cuando el camión del tiempo pasa en diciembre frente a mi puerta en franca gestión de trueque, regateo con la esperanza de conservar al menos por otros doce meses el año que agoniza.

¡No se lo lleven…! –he rogado en vano junto a su ataúd, argumentando el balance aceptable de los últimos 365 amaneceres.

Me pasa entonces como a esas personas que, en trance parecido, vacilaron en aceptar refrigeradores nuevos a cambio de entregar los antiguos —casi entrañables miembros de las familias pese a sus nombres distantes—, alegando los inolvidables recuerdos que desde las parrillas de vetustos Frigidaires, estoicos Минск y otras moles semejantes sembraron en sus paladares los helados caseros de las abuelas de antaño y las madres de ayer.
Cuando se trata de explicar lo inverosímil, la gente no regatea neuronas:

Es que el hielo no sabe igual, mi’jo y los dulces, mucho menos –me trató de convencer en su momento una señora, como si la congelación no dejara siempre idéntico gusto glacial. Sin embargo le creí, porque sé que los viejos afectos calan más hondo que el frío.

Entonces, como ahora, recordé aquel pregón de “cambio de lámparas nuevas por viejas” que condujo al pésimo negocio con que la esposa del joven Aladino le hiciera perder en un instante toda la riqueza que un frotado mágico había puesto a su disposición.

No me tilden de pesimista. Simplemente soy de los que se encariña con las cosas. Así que no entiendo cómo los demás pueden despachar tan tranquilamente un año que durante todo un año nació y se crió en nuestros hogares, comiendo de nuestra mesa y haciendo, sin protestar, los mismos deberes que hicimos nosotros.

Quisiera que me dejaran criar por más tiempo el 2012, quisiera verlo hecho un hombre que llegue a la universidad, se gradúe y busque alguna buena muchacha para formalizarse. Claro, cuando se case y tenga un hijo, yo pensaría en aceptar otro calendario, desde chiquito.

Ya sé… me han dicho que no, por enésima vez, en cambio no deja de llamarme la atención la alevosía con que todos planean liquidar el 2012. Los fiesteros parecen ignorar que las delicias en púa, las bebidas alegres, los arbolillos con luces, la música acompañante… han corrido a cuenta del año viejo y hasta de otros anteriores, porque el que viene no ha puesto nada en el menú.

Les pido que no me juzguen mal: me interesa sobremanera el futuro, pero en muchas ocasiones no cambio año nuevo por viejo. No, no “muerdo” la trampa escondida en la ganga del hechicero magrebí; para algo tuve el placer y la paciencia de leerme, cuento por cuento, las mil y una noches que vivió Sherezada.

Les juro que en más de un cambio de año recuerdo al suertudo Aladino, lustro la lámpara nueva del enero de turno y veo con pena que no aparece por ningún lado el genio que hasta unos meses antes me respondía al instante, cuando yo le frotaba la casa:

Tus deseos son órdenes para mí...

Y una vez que le explico mi pedido, agrega con voz grave, rebosante de convicción:

¡Guapea, amo, guapea y te será concedido!

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Un gran cabrón

Tal vez él no lo sepa, quizás jamás se entere, pero con 85 años Chichín es uno de mis mejores amigos. Voy a su casa de vez en cuando y siempre le encuentro trabajando en su máquina de talabartero, de buen talante.

—¿Tú no sabes que de los cinco tipos de cabrones que hay en el mundo, yo soy del único bueno? -me pregunta orgulloso.

Irma, su mujer, se burla cariñosamente del autorretrato que se hace su hombre. Hace ya cincuenta años que se unieron y quien los ve se percata en seguida de que la suya es de esas parejas que, desmintiendo al cura, faltando a los votos, burlando ceremonias, no serán separadas por la muerte más muerta.

El hogar de estos viejitos es de los pocos agujeros blancos de la galaxia donde me animo a tomar un café y a decir, e incluso sentir de veras, que está bueno. Ya se sabe que el cariño hace milagros.

Les cuento: yo llego y saludo, les abro las ventanas altas a que no alcanzan, me siento y recibo una ráfaga de anécdotas que complementan la Historia que aprendí de mi país. Poco a poco me ubico en su línea del tiempo: parodiando a Martí, la que me hace Chichín es la Historia de Cuba contada por sus cosas.

Su casa es para mí un laboratorio de afectos. Allí voy a veces en son de pintor de brocha gorda, de tapicero ayudante (pongo más ceros que “tapis”), jardinero o carpintero, que es el oficio en el que sin dudas brillé en otra vida. Lo curioso es que lo engaño: mientras finjo que le ayudo, lo que hago es aprender de instrumentos de hierro y añejas herramientas del corazón.

—¡Cómo quiero a esta viejita...! -me confiesa a menudo, abrazando a su mujer.

En febrero sumarán otro año a su ajuar. Aunque él no cesa de trabajar y ella esté encorvada de tan larga máquina de coser, de tanta vida, de tanto hacer y muchísimo dar, a los dos se les ve intacta en los ojos la chispa del flechazo.

La vida es una montaña rusa, pero él no se baja de su carro. Chichín, que ha sido vendedor ambulante, chofer, tapicero, zapatero, carpintero y hasta jefe de algo en alguna parte, vio intervenido su negocillo privado a inicios de la Revolución. Respondió a la medida con su férrea política: la del sudor.

Les sacó a sus manos pequeñas la honra y el sustento. Concibió con su Irma una hija que enseña, escribe y lee y replica en la vida la hondura de sus padres. Sin pretender diplomas, Chichín Borroto le dio a Cuba una fuerte familia. Ya con eso asaltó un cuartel Moncada.

—¡Yo soy un cabrón...! -me dice mi amigo a cada rato. Y de veras les juro que lo entiendo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La guerra del reguetón

Desde un bando y otro los tambores llaman al combate. ¿La causa?: una letra torcida, un fonema grosero, un lexema sin alma, unas presentaciones más sonantes que cantantes, un fotograma a medio vestir y loco por desnudarse. La reciente declaración de un funcionario pudiera interpretarse como el primer disparo, pero dudo que atrás lleguen las ráfagas.

Hay polémica en Cuba acerca de los textos y las imágenes que acompañan no pocos reguetones. Llegan como por arte de birbirloque a los grandes medios y seducen rápidamente a las grandes masas, que por motivos mayores tienen caderas sensibles al insulto.

Con los músicos no... yo siempre digo. Por dinero que hagan (y que hacen), por patéticos epítetos que se pongan y se crean creerse, por los giros extraños y las lejanas giras, por las mansiones sin pasiones y los gigantes que guardan sus espaldas de nadie sabe qué amenaza, por los autos de lujo que atropellan mil honras, por el oro abundante que encadene sus vidas desde el cuello, por las muchas “jevitas” y “jevitos” y los ambos inclusive (si existieran)... los groseros cantantes no dejan de ser simples mulas de carga de esta droga.

Hay también mucha música buena, mucho verso entonado en esta Isla para halar el asunto por los pelos. Igual que pasa y pesa con la marihuana y otras hierbas, vale aquí lo que siempre Latinoamérica replica a los yanquis: si no hubiera consumo se paraba la droga.

A mí, de veras, lo que más me preocupa es el público. Es por eso que digo —y hasta canto si es que alguien perdona mi aburrida pobreza en groserías—, que esta guerra es pamplina si no la comienzan en casa y en la escuela padres y maestros bien almados que enseñen a los niños los acordes exactos del respeto, la cadencia precisa del amor.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Carbón

Ya no se ve en ningún lado, pero pocas cosas unen tanto a las personas como preparar, montar y velar un horno de carbón. Los trabajos son duros, las noches larguísimas, y ante tales obstáculos no queda si no el alivio de la palabra. 

Pregúntenle a Onelio Jorge Cardoso, un ángel guajiro que seguramente andará buscando Juan Candelas que calienten con sus cuentos, con sus brasas, los helados parajes de la muerte.  

De mi infancia regresan a cada rato, ¡en cada ruta!, los extintos vendedores de carbón de Santa Cruz del Sur. Andaban todo el pueblo en carretones mugrientos halados por caballos siempre negros, aunque fueran blanquísimas sus actas de bautismo. Apenas tenían que pregonar para vender aquel tesoro que a precio de quilos resolvía en la cocina la mitad del problema de las amas de casa pobres; porque la otra parte, bueno... quién sabe esa... Del sombrero a las botas, los carboneros vestían de oscuridad una empolvada grandeza. 

Alguna vez mi padre plantó su horno en el patio. Y allí le acompañé, entibiando diálogos, admirando fuegos, amansando humos. A su lado bajé estrellas cercanas que a esa hora velaban en el cielo su horno particular. Con él entendí, sin discursos audibles, los más sólidos porqué del trabajo. Y orgulloso ayudé a sacar el carbón mientras también sacaba lecciones que los años no han logrado enfriar aunque ya me haya ido, aunque falte la casa, aunque no queden humos y en el sitio del patio, bajo ajena maleza, quede apenas la tierra ennegrecida desde donde mi padre se fue a susurrarle historias al gran Onelio Jorge Cardoso.

martes, 4 de diciembre de 2012

Intolerancia

Por mucho que tratara de pasar inadvertida, siempre era objeto de burlas y relinchos. Sus colegas le decían la invertida tan solo porque, en la manada, era la única cebra blanca con rayas negras.