Cada
año nos pasa lo mismo: cuando más embullados estamos con el año,
resulta que a este le entran los fatales calambres de diciembre y no
se nos ocurre otra cosa que festejar su deceso con la presunción de
que tras él vendrá uno mejor: nuevecito de paquete, próspero,
dichoso, vaya, esperanzador...
Les
confieso que en ocasiones quisiera quedarme con el viejo, el caduco,
el muchas veces vilipendiado año que suele terminar sus días lleno
de cruces, tatuajes y cicatrices de guerra en el almanaque de la
pared. ¿Qué le voy a hacer…? A veces, cuando el camión del
tiempo pasa en diciembre frente a mi puerta en franca gestión de
trueque, regateo con la esperanza de conservar al menos por otros
doce meses el año que agoniza.
—¡No
se lo lleven…! –he rogado en vano junto a su ataúd, argumentando
el balance aceptable de los últimos 365 amaneceres.
Me
pasa entonces como a esas personas que, en trance parecido, vacilaron
en aceptar refrigeradores nuevos a cambio de entregar los antiguos
—casi
entrañables miembros de las familias pese a sus nombres distantes—,
alegando los inolvidables recuerdos que desde las parrillas de
vetustos Frigidaires,
estoicos Минск y
otras moles semejantes sembraron en sus paladares los helados caseros
de las abuelas de antaño y las madres de ayer.
Cuando
se trata de explicar lo inverosímil, la gente no regatea neuronas:
—Es
que el hielo no sabe igual, mi’jo y los dulces, mucho menos –me
trató de convencer en su momento una señora, como si la congelación
no dejara siempre idéntico gusto glacial. Sin embargo le creí,
porque sé que los viejos afectos calan más hondo que el frío.
Entonces,
como ahora, recordé aquel pregón de “cambio de lámparas nuevas
por viejas” que condujo al pésimo negocio con que la esposa del
joven Aladino le hiciera perder en un instante toda la riqueza que un
frotado mágico había puesto a su disposición.
No
me tilden de pesimista. Simplemente soy de los que se encariña con
las cosas. Así que no entiendo cómo los demás pueden despachar tan
tranquilamente un año que durante todo un año nació y se crió en
nuestros hogares, comiendo de nuestra mesa y haciendo, sin protestar,
los mismos deberes que hicimos nosotros.
Quisiera
que me dejaran criar por más tiempo el 2012, quisiera verlo hecho un
hombre que llegue a la universidad, se gradúe y busque alguna buena
muchacha para formalizarse. Claro, cuando se case y tenga un hijo, yo
pensaría en aceptar otro calendario, desde chiquito.
Ya
sé… me han dicho que no, por enésima vez, en cambio no deja de
llamarme la atención la alevosía con que todos planean liquidar el
2012. Los fiesteros parecen ignorar que las delicias en púa, las
bebidas alegres, los arbolillos con luces, la música acompañante…
han corrido a cuenta del año viejo y hasta de otros anteriores,
porque el que viene no ha puesto nada en el menú.
Les
pido que no me juzguen mal: me interesa sobremanera el futuro, pero
en muchas ocasiones no cambio año nuevo por viejo. No, no “muerdo”
la trampa escondida en la ganga del hechicero magrebí; para algo
tuve el placer y la paciencia de leerme, cuento por cuento, las mil y
una noches que vivió Sherezada.
Les
juro que en más de un cambio de año recuerdo al suertudo Aladino,
lustro la lámpara nueva del enero de turno y veo con pena que no
aparece por ningún lado el genio que hasta unos meses antes me
respondía al instante, cuando yo le frotaba la casa:
—Tus
deseos son órdenes para mí...
Y
una vez que le explico mi pedido, agrega con voz grave, rebosante de
convicción:
—¡Guapea,
amo, guapea y te será concedido!
A mí se me cumplió mi deseo, tu blog sigue en el mismo lugar
ResponderEliminar¡Qué bueno oírte eso! ¿No te han dicho que los caimanes siempre buscan el mar?
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