Ya no se ve en ningún lado, pero pocas cosas unen tanto a las personas como preparar, montar y velar un horno de carbón. Los trabajos son duros, las noches larguísimas, y ante tales obstáculos no queda si no el alivio de la palabra.
Pregúntenle a Onelio Jorge Cardoso, un ángel guajiro que seguramente andará buscando Juan Candelas que calienten con sus cuentos, con sus brasas, los helados parajes de la muerte.
De mi infancia regresan a cada rato, ¡en cada ruta!, los extintos vendedores de carbón de Santa Cruz del Sur. Andaban todo el pueblo en carretones mugrientos halados por caballos siempre negros, aunque fueran blanquísimas sus actas de bautismo. Apenas tenían que pregonar para vender aquel tesoro que a precio de quilos resolvía en la cocina la mitad del problema de las amas de casa pobres; porque la otra parte, bueno... quién sabe esa... Del sombrero a las botas, los carboneros vestían de oscuridad una empolvada grandeza.
Alguna vez mi padre plantó su horno en el patio. Y allí le acompañé, entibiando diálogos, admirando fuegos, amansando humos. A su lado bajé estrellas cercanas que a esa hora velaban en el cielo su horno particular. Con él entendí, sin discursos audibles, los más sólidos porqué del trabajo. Y orgulloso ayudé a sacar el carbón mientras también sacaba lecciones que los años no han logrado enfriar aunque ya me haya ido, aunque falte la casa, aunque no queden humos y en el sitio del patio, bajo ajena maleza, quede apenas la tierra ennegrecida desde donde mi padre se fue a susurrarle historias al gran Onelio Jorge Cardoso.
Pregúntenle a Onelio Jorge Cardoso, un ángel guajiro que seguramente andará buscando Juan Candelas que calienten con sus cuentos, con sus brasas, los helados parajes de la muerte.
De mi infancia regresan a cada rato, ¡en cada ruta!, los extintos vendedores de carbón de Santa Cruz del Sur. Andaban todo el pueblo en carretones mugrientos halados por caballos siempre negros, aunque fueran blanquísimas sus actas de bautismo. Apenas tenían que pregonar para vender aquel tesoro que a precio de quilos resolvía en la cocina la mitad del problema de las amas de casa pobres; porque la otra parte, bueno... quién sabe esa... Del sombrero a las botas, los carboneros vestían de oscuridad una empolvada grandeza.
Alguna vez mi padre plantó su horno en el patio. Y allí le acompañé, entibiando diálogos, admirando fuegos, amansando humos. A su lado bajé estrellas cercanas que a esa hora velaban en el cielo su horno particular. Con él entendí, sin discursos audibles, los más sólidos porqué del trabajo. Y orgulloso ayudé a sacar el carbón mientras también sacaba lecciones que los años no han logrado enfriar aunque ya me haya ido, aunque falte la casa, aunque no queden humos y en el sitio del patio, bajo ajena maleza, quede apenas la tierra ennegrecida desde donde mi padre se fue a susurrarle historias al gran Onelio Jorge Cardoso.
Amigo, jaj, me sale una risa de alegría por este texto tan bueno, de verdad lo digo y espero me disculpe la forma del comentario. Me llegó esta memoria que pinta parte de su vida y nada menos que junto a su viejo. Te dejo mi respeto, José López Romero, de https://tantorra.blogspot.com (corazón urbano)
ResponderEliminarGracias, José. Qué bien que regrese por aquí. Esos son de los recuerdos que todos tenemos, con colores propios. Los respetos son recíprocos.
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