Mostrando entradas con la etiqueta La Habana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La Habana. Mostrar todas las entradas

martes, 31 de mayo de 2016

Cuando se encoge La Habana


Parece que a mí, que no la conozco, ya me sirve cierto estribillo musical que dice «la Habana me queda chiquita». Resulta que, pese a sus dos millones y tantos de habitantes y a sus incontables visitantes de afuera, de adentro y de adentrísimo —¿de dónde si no sería, por ejemplo, un turista de Najasa, Moa o de Júcaro en el calor de La Rampa?— he vivido un auténtico milagro.

Unos 27 años después de despedirnos me encontré en una parada a un amigo de los días de Becas Quintero, en la santiaguera Universidad de Oriente. Se llama Osmany Guerra Chang y comenzó la carrera y se graduó un año antes que yo, pero como mi grupo, el suyo y otro más arriba eran uno y el mismo, todos nos sentíamos como hermanos de una familia numerosa. El pan, la cuerúa, el pru, el dulce para «bajar» un arroz imposible, la sopa sin fideos, las largas temporadas de calamar, la sequía, los temblores de tierra, los temas de periodismo y el afecto fueron compartidos por igual en aquella ciudad rodeada de lomas.

Pues bien, agobiado por uno de esos trámites burocráticos que te recuerdan que estás en Cuba y no en otro sitio de la galaxia, llegué el lunes a aquella parada del reparto Santos Suárez a esperar la ruta 174 y vi allí a un hombre bajito, de estampa familiar, que leía mientras aguardaba la suya. Lo estudié discretamente, asombrado porque hacía apenas dos días había escuchado su nombre en la radio y me había propuesto —al constatar que no estaba fuera de Cuba— localizarlo en La Habana.

«Escaneé» la cara y apliqué la máquina del tiempo al ignoto lector: le quité canas, le alargué un tanto el pelo, le resté algunas libras, puse en su rostro un semblante un tanto adolescente y bonachón… le resté, en fin, 27 años y, en efecto, según del DNI del aprecio, parecía mi amigo Osmany. No obstante, fui cauto y le pregunté si él era él. Era, así que cuando, escuchado mi nombre, él echó a andar su propio proceso arqueológico sobre mi figura, empleó a mi estampa el método del Carbono 14  y verificó mi identidad, la alegría fue mutua.

—Suave con el abrazo, que estoy pasando una sacrolumbalgia tremenda-, le dije. 

En efecto, no soy el que en aquellos tiempos corría varios kilómetros diarios ni el que aprovechaba su delgadez extrema para tandas de ejercicios vedados a otros. Hoy soy lo que se llama un hombre maduro que ha pasado y pensado mucho, a veces demasiado. Por eso mismo, hago una fiesta con silente algarabía cuando la gran ciudad que me cobija deja sus ínfulas metropolitanas, se achica y se pone humildemente a mi tamaño para que encuentre de nuevo a esa gente valiosa que hace, a fuerza de bondad, que este mundo complicado no se escore del todo.

lunes, 15 de febrero de 2016

La trompa de Elpidio Valdés



La Plaza, nada menos que la Plaza de la Revolución, vivía una mañana espléndida. El sol se asomaba a ratos; en lo alto,  la torre del conjunto escultórico parecía hincar un lecho de cielo gris, pero el tiempo estaba dominado por una temperatura agradable, en ese punto medio, tan esquivo a los cubanos, que a veces sí consigue nuestro «invierno»: fresca sin exagerar.

El visitante estaba en su puesto —flanqueado por el diplomático local que cumplía el protocolo— para colocar la ofrenda de flores a nuestro paradigma mayor: José Martí, el gigante que, sentado en su trono de mármol, evalúa con autoridad de Apóstol cuanto hacemos con su causa.

La banda musical comenzó a interpretar el primer himno. Repasé a los jóvenes intérpretes y admiré como siempre sus notas limpias, su marcialidad, su alineación milimétrica e impecables uniformes. Tropecé con un problema: el muchacho de la trompa no estaba tocando, pero me adentré en la melodía, poniendo en silencio letras a la bella Bayamesa.

Cuando arrancó el segundo himno, el del invitado, volví a mirar al bisoño músico, que aun disertaba un «a capella» soberbio. Su silencio era escandaloso. Fijé mi mirada en él y por fin me vio.

El remedio fue peor: noté en sus ojos más nerviosismo todavía. Observaba de soslayo el instrumento, pero no se atrevía a tocar los pistones ni a besar la boquilla de la trompa. Llegué a pensar que, si lo hacía, podría arrojar en plena Plaza un meteorito desafinado capaz de alterar la sagrada paz de los turistas y hasta de crear un disgusto internacional. ¡Mira… que en estos tiempos cualquier cosa desata un conflicto! ¿Quién ve que un moreno habanero provoque la Tercera Guerra Mundial?

No pude evitar el recuerdo del muñequito de Elpidio Valdés en el que una trompa es el único instrumento que, en un asalto, los mambises dejan a los españoles y el infeliz músico a cargo tiene que traducir a solas, a la tropa peninsular, el difícil lenguaje de la batalla. «¿Y ahora, qué ha toca’o ese…?», pregunta al jefe un oficial andaluz tras cada intervención del músico, en medio de la refriega, hasta que la paciencia del General Resoplez estalla en coscorrones.

La historia del muchacho de la Plaza fue a la inversa. Aun de lejos, él es de los nuestros, de la columna de Elpidio, pero no voy a negar que, por muy patriota que soy, cuando terminó la ceremonia me marché con una pregunta: «¿por qué no ha toca’o ese?».     

lunes, 1 de junio de 2015

Coprocuentos

Un amigo me hizo un relato realista-mágico: resulta que durante una reunión de análisis de problemas comunitarios en un lugar de La Mancha… ubicado en Centro Habana, en medio de calurosos debates, los oradores se pusieron exquisitos y uno empleó este término antológico: «fecalismo al vacío».

Aunque a fina ninguna le gana, la expresión refería una práctica desagradable, hasta entonces ignorada por mí, a fin de cuentas un cándido inmigrante de corta data: en ciertos barrios de La Habana rotunda donde el agua es apenas una invitada veleidosa, los vecinos, que carecen en sus in/sanitarios baños del líquido de la higiene, hacen «popó» en ciertas bolsas que, a cualquier hora de la noche, sobrevuelan la vieja ciudad cual platillos voladores.

¡Fecalismo al vacío…! Yo, novicio en los chismes de la añeja San Cristóbal de La Habana, creí que tenía entre manos una historia extraordinaria y una tarde se la conté, con aires de autor exclusivo, a otra amiga que desconocía la «calificación», pero tenía elementos para elevar mi historia a otro nivel.

—Yo conversé —me contó— con una muchacha que vive semejante rutina. Un día, ella rellenó su bolsita y, como es educada y decente, bajó a la calle a buscar un depósito de basura donde descargar aquello.

Mi amiga prosiguió su contada: la muchacha caminaba tranquilamente hasta que un delincuente, que pasó en bicicleta, le arrebató aquel envoltorio de contenido desconocido —«¿dinero?», se preguntaría el atracador— que ella portaba con tanto celo.

Pero eso no es lo más garciamarquiano de la anécdota. Lo que le da tinte macondiano al asunto es que, a esa hora, la asaltada salió a correr, despavorida, en sentido contrario al del asaltante.

—Su miedo era —me dijo mi amiga— que el caco, al topar con la caca, sintiera ofendido su orgullo de malhechor y regresara a tomar represalias.

lunes, 12 de enero de 2015

Irma


Irma Trujillo ha muerto. Seguramente muy pocos, más allá de sus allegados, sepan qué significa esa oración que escribo justamente así, como un rezo. Es que ella era uno de esos tesoros ocultos que existen en el algún lugar para demostrarnos a los incrédulos que siempre le cabe un color a la vida. A mí nunca me engañó: jamás me pareció casualidad que naciera en un pueblo llamado Esmeralda.

Para ser su primera muerte, hay que decir que le ha quedado como un acto típico en ella, que siempre hacía sus cosas calladamente, sin alardes ni avisos que lo parecieran.

Yo, que me traje a La Habana, entre otros amuletos de sobrevivencia, el cariño de esa amiga que pasaba los 80, llamo como un día cualquiera, para saber de ella, y me dicen que no, que esta vez no puede tomar el teléfono. Me dicen y entiendo que ya el día no es cualquiera. Me dicen y yo, que la conozco bien, sé que tiene que ser muy fuerte la razón para que esta vez no quiera hablar conmigo.

Con su inocencia característica, Irma se llevó a otra parte cosas mías. Ya sé que cuando vuelva a Camagüey no me esperará su beso de anciana venerada; ya sé que no pondrá en su mesa un dulce casero que ella, viéndome comerlo, disfrutaría aun más que yo, que es mucho decir. Ya sé que a mi despedida no podré estrechar con mucho cuidado sus manos delgadísimas ni oírle decir, por millonésima vez, que yo era parte de su familia y aquella era mi casa. La muerte es cruel: me doy cuenta que tal vez sea ahora que le creo.

Como solía hacer a cada rato, Irma puso el punto burlándose rotundamente de sus caderas fracturadas, de su columna en huelga, de su piel de orquídea y su apetito de pajarillo y emprendió a solas, sin andador, el viaje más empinado. Esté donde esté, sé que me mirará (como a otros muchos) diciéndome: «Esta es tu casa, Milanés…». Tal vez un día vaya a visitarla. Y cuando tenga a la fuerza que mudarme para allá, sería un alivio tener vecinos semejantes.

No es cosa de ahora: Irma Trujillo siempre fue un espíritu de bondad, pero no hagan mucho caso de esa condición. Nunca vayan a tomarle lástima porque ella lleva sus filos. Yo estoy seguro de que en el sitio donde se encuentra ya tiene graves problemas: aun sin convencerme de su muerte, no tengo, sin embargo, la menor duda de que los ángeles se dieron cuenta de que ahora sí tienen competencia.

jueves, 2 de octubre de 2014

París era otra fiesta


¿A qué negarlo? Es uno de los traumas de mi vida. Hace muchos años soñé que estuve seis días en París. La nitidez de las imágenes era asombrosa —se supone que si sueñas con la Ciudad Luz, tu sueño esté más que iluminado— y la gente parecía auténtica. Estuvimos, porque no anduve solo en mi aventura y otros estarán ahora rumiando ensoñaciones parecidas, en esos lugares que casi todos los terrícolas desean visitar pero que los más pobres de este mundo cabeza abajo apenas pueden tocar en postales estrujadas o fotos digitales pixeladas de tanto replicarse.

En fin que a veces, como si recibiera un golpe en la cabeza, me regresa el sueño francés y me veo de nuevo en el Museo de Orly, trepado en la Torre Eiffel, sumergido en la paz de Notre Dame o interrogando de cerca la sonrisa de una Mona Lisa que, si no ocultara bastante con la anécdota que dio paso a la más célebre sonrisa del arte, sigue negada a revelar del todo —con el mayor respeto a sus derechos de género— su identidad sexual.

El otro día, repentinamente, retornó mi crisis: creía yo que estaba trabajando en La Habana, en una cobertura de mucho ringo rango y, de momento, regresó París. Soñé que un importante científico cubano ofrecía en perfecto francés —en mi sueño yo sentía orgullo de tener compatriotas así— la información requerida por un visitante ilustre.

Todo estaba muy bonito, en colores y hasta en la esquivísima 3D, pero había un problema. Siempre hay un problema: los periodistas que cubríamos el asunto éramos  cubanos y, evidentemente, no estábamos al tanto del idioma de Víctor Hugo. Al principio nos miramos un tanto desconcertados, como preguntando en lenguaje sin señas: «¿no es un chiste?», pero muy pronto dimos al asunto la respuesta mambisa: «hay que meterle el pecho al problema».

Confieso que en mi sueño dudé. Primero cerré la agenda, pero como entendí que no habría concesiones a Cervantes y que mi periódico no perdona la falta de iniciativa, me dispuse a pellizcar, de sílaba a numerito, algunas ideas de una presentación digital también escrita en la culinaria lengua de Doña Galia.

Pasó el tiempo, terminó la charla y me fui al trabajo con una curiosidad: ¿cómo se verían, al otro día, las notas escritas por nosotros, simples hispanorreporteros? Pensé que la resultante de un periódico a otro, de un canal a la radio, sería un cadáver exquisito —cadavre exquis, aclararía en seguida el ponente de esa tarde—, con frases inconexas de este y aquel y secuelas hilarantes, pero también pensé que si metía la pata más de la cuenta, el muerto, como decimos en buen  «cubano», lo pondría yo sin muchas exquisiteces.

Por fortuna, la sangre no llegó al Sena. Cuando vi la nota impresa y esperé un tiempo prudencial eventuales protestas que no se produjeron, me di cuenta de que los periodistas cubanos tenemos, entre muchos otros potenciales que el mundo no atina a ver, enormes aptitudes plurilingües. ¡Ni qué decir para el francés...! También me di cuenta, como en el otoño de 1995, de que el de ahora no había sido un sueño. Había vivido otra estampa francesa, aunque esta vez, más allá de la gracia de la anécdota, París fuera una fiesta peligrosa.

jueves, 31 de julio de 2014

Irse


Juro que nunca pensé irme, pero lo hice. Nunca pensé correr la ignota suerte del emigrado, y aquí estoy. Dejé casi todo atrás; atrás me dejé a mí mismo para venir. No sé qué estará delante. Como tanto recién llegado, he trabajado un mes “por la izquierda”, buscando unos quilos para no vivir en lo que “llegaban” los papeles.

Llegaron ayer. Desde ayer tengo un carné de identidad con dirección de La Habana. Claro que me dolió dejar el otro, condenar al destrozo el viejo carné que por tantos años soportó mis cuitas camagüeyanas. Era tan noble el viejo que falleció sin una multa pintoresca, sin extravío de fiesta, sin un ahogo en lavadora, sin un despegue siquiera. Yo creo que, en el fondo, mi carné era mejor tipo que yo, pero aun así era él quien debía inmolarse: exigencias de la norma burocrática. En otro país me hubieran cambiado a mí y dejado intacto el documento; aquí es distinto, por suerte, todavía.

"¿Va a donar órganos?", preguntó una mujer y dije que sí, aunque sé que, ni en vida ni en muerte, ninguna de mis piezas le serviría a alguien para algo. En todo caso, en lugar de contribuir a un programa de donación, mis órganos pueden ayudar a elevar la productividad de un programa de eutanasia.

En resumen, dos horas bastaron para el cambio. Debo decir, en defensa de lo pocas veces defendible, que me asombró la eficiencia del mecanismo. Tanto me asombró que al final casi le pido a la empleada que añadiera a mi nombre este alias: “el hombre del gato”, pues llegué allí con la esperanza maldita de que no se pudiera hacer o demorara un tiempo imposible de esperar.

Yo creía que obtener la residencia oficial requería pasar un curso para entender y hablar el idioma habanero —hay quien consigue una cosa, hay quien la otra; hay quien no logra ninguna de las dos—, o aprobar un riguroso examen de Historia que pregunta, por ejemplo, cómo fue que Industriales salvó la Guerra de los Diez Años. Pero no, pasé ileso el trámite y al final del proceso una morena de enormes uñas azules me dio el nuevo documento.

Lo miré extasiado: ¡ahora puedo viajar! En efecto, con el nuevo carné de identidad puedo volar a Camagüey, aunque pasaría por la tentación de tantos que se quedan al primer viaje. ¿Ustedes se imaginan viajar a Camagüey y regresar?      

Camagüey tiene mi mayor raíz (mi madre) y mi mejor rama (mi hijo); Camagüey guarda muchos de mis afectos. En La Habana he hallado de todo, desde amigos todo abrazo hasta gente cegada por el odio. Por compleja que sea la balanza, traté de venir para quedarme. De todos modos, no quisiera por ahora viajar a Camagüey: yo no sé si sean tan fuertes mis “principios” como para no quedarme allá.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Palabras de bronce


Bueno, periodista, yo creo que ya es hora de que cambiemos los papeles: por aquí pasa todo el mundo y Subirat les habla de mí; gente que viene quién sabe de dónde y el Subi les cuenta maravillas mías. Con usted vamos a hacer una excepción: yo le voy a comentar cosas de él, de Norberto Subirat Betancourt, porque él no será una escultura, como yo, pero tiene una historia muy interesante.

Ahora lo retratan al lado mío, con un periódico en las manos, pero en buena parte de sus 80 años él tuvo muy poco tiempo para leer en un banco. Ya se ha hecho un símbolo de Camagüey, sin embargo nació en Bacallao, en la finca La Redonda, cerca de La Vallita. Vino para la ciudad en 1952 y, según me ha confesado en esas tardes en que vienen pocos turistas y podemos hablar más, en sus tiempos tuvo que comer mucha harina de maíz seco.

En fin, que había leído muy poco periódico, pero imagínese usted que una importante creadora vaya a su casa y le proponga que pose para ella, que quiere hacerle una escultura en la Plaza de El Carmen. ¿Quién va a decirle que no? Y si es Martha Jiménez, la gran artista ceramista, mucho menos. Eso cambió la vida del Subi, y también le embelleció la existencia a miles de personas que se quedan admirados con lo que encuentran en esta plaza. Seguro que usted también, ¿verdad?

Martha quedó satisfecha, y a Subirat nunca se le achica la alegría; si por él fuera, le daba un Premio Unesco todos los días a esta mujer que lo invitó a leer para siempre un periódico de bronce. Dice la artista que lo escogió por sus rasgos; es que él es nieto de canarios. Resulta que ella se propuso mostrar en estas esculturas costumbristas nuestra riqueza cultural. Y así se ven cerca de mí tres negras gordas, las únicas chismosas que caen bien en un barrio, se ven los enamorados que no se pelean y Mata'o, el aguador que aunque murió con 96 años todo el mundo cree que sigue vivo. ¡Es que el arte hace milagros!

Sigamos con Subirat. Nunca lo he visto pedir, pero ningún dinerito que puedan regalarle lo marea. Sin ser el vigilante de la plaza está arriba de los muchachos para que no rieguen ni se suban en las esculturas. ¿Qué otra cosa puede hacer, si está enamorado de Camagüey? “La Habana será la capital, pero Camagüey... Camagüey es una belleza”, me comenta a cada rato, mirando las dos torres de la iglesia.

A Subirat han querido conocerlo turistas rusos, norteamericanos, españoles, canadienses... y a todos les cuenta cosas de la ciudad y de Martha, la mujer artista que lo parió dos veces en la misma plaza: primero en marmolina, y ahora en bronce. Él está seguro de que va a ser eterno en este rinconcito, “la plaza me insiste que mejor representa al pueblo. Subi confía en que los camagüeyanos del futuro sabrán el nombre del viejito que leía el periódico en El Carmen.

Ese es, periodista, Norberto Subirat Betancourt, el modelo que inspiró lo que soy. Publíquelo así, porque él los quiere a ustedes; dice que en una ciudad vieja como esta los periódicos son los que anotan el acontecer. Se pasa la vida deseándoles salud y bendiciones porque, para él, todo el que defienda a Camagüey se merece una escultura.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Un piojito

A quienes no la conocen se las presento: con 11 años, mi sobrina Chanel es el ser más adorable de la familia.

Cuando vivía en Nuevitas y era más pequeña, Chanel era amiga de todo el barrio y no había maestro o chiquillo de escuela que quedara indiferente a su carisma.

Tampoco ahora que contra su voluntad vive en La Habana ha perdido el toque de los seres especiales. Hace tan solo unos días la visité y recordábamos la anécdota del piojo.

Porque por muy especial que ella sea, no puede librarse de esa eventual visita a su cabeza. Y, un día, Chanel atrapó entre sus uñitas aquel turista sin visa:

—¡Mira mami, un piojito...!

Sin embargo, inmediatamente lo devolvió a sus cabellos.

—¿¡Por qué hiciste eso, Chanel!? –le preguntó molesta la mamá.

—Es que, pobrecito, si lo dejo solo, seguro se muere por ahí.    

miércoles, 22 de agosto de 2012

Chernobil

Ahora que andamos de extramarcianos por Marte, bajando allá aparatos curiosos que miran por nosotros, es bueno saber que también redescubrimos pedazos amargos de la Tierra. Lo ha declarado recientemente el ucraniano Oleg Bondarenko, miembro de la Comisión Nacional para la Defensa de la Radiación: Chernobil es, otra vez, apta para la vida.
 
Sí, ya sé… los científicos fallaron un día y el error no deja de quemar, pero hay que confiar en la ciencia, que aprecia indicadores favorables para la vida humana en la urbe cuyo nombre acompaña desde 1986 la nuclear fatalidad de una noticia.
 
Dicen que se podría vivir incluso en la faja Sur del anillo de exclusión fijado hasta 30 kilómetros de la planta nuclear accidentada. El dictamen pudiera legalizar a quienes regresaron a escondidas y residen allí porque sí —¿por qué no?, dicen ellos—, en franco desafío a legislaciones y radiaciones. Y tal vez, agregan los que saben, en un futuro se pueda criar ganado y sembrar lino.
 
Yo escucho Chernobil y pienso en los más de 26 000 niños y adolescentes que desde 1990 han recibido en La Habana un tratamiento a base de la mezcla única de medicina, magia transparente, efectivo afecto y trópico terapéutico.
 
Escucho Chernobil y pienso más en Prípiat, la ciudad maldita ubicada a solo tres kilómetros de la planta, la urbe dormitorio cuya sanación no veremos nosotros porque los 24 milenios de radiación estimados parecen mucho tiempo.
 
Prípiat, conocida como “La ciudad del futuro” en la URSS que se fue; Prípiat, con su promedio de edad de apenas 29 años y su  millar de nuevos niños cada vez que el almanaque daba una vuelta; Prípiat, la tierra en que cada uno de sus 40 mil habitantes sembró un arbusto de rosas para sentirse en casa; Prípiat, la tierra de hermanos que no conocía la criminalidad... 
 
Escucha uno el término accidente y recuerda a los “liquidadores”, aquellos bomberos, obreros, voluntarios… que en masa apagaron los incendios y construyeron el sarcófago de sellado del reactor 4 y en masa murieron, a velocidad muy personal.
 
Prípiat es un fantasma de concreto que se quedó a cinco días de inaugurar su parque de diversiones. Los niños de entonces no pudieron estrenar una estrella mecánica que nunca llegó a girar. La gente fue evacuada “por unos pocos días” y dejó todo, por eso las fotos muestran polvorientos zapaticos en los jardines de infancia y cuadernos escolares esperando a solas el próximo timbre, y parques sin novios… No volverán.
 
No lo veremos nosotros, pero podemos escribir las historias para los descendientes que estarán allí dentro de 240 siglos: esos niños de genética marcada curados en La Habana son la buena semilla de la que alguna vez rebrotarán las rosas en Prípiat.

jueves, 19 de abril de 2012

¡Completo Camagüey!

Puede que el mío sea un humor esquimal, pero siempre me han dado mucha gracia los coterráneos que se van a La Habana para en seguida inscribirse en algo así como un movimiento de camagüeyanos en la capital.

El asunto tiene su pompa, según se oye desde acá, y en pleno Parque Agramonte uno hasta se acompleja de no ser tan camagüeyano como aquellos que decidieron arrostrarlo todo con tal de instalarse 500 kilómetros al Oeste.

Porque los comprovincianos ausentes tienen una especie de tácito decálogo de la camagüeyaneidad (sí, ya sé que el término se las trae, pero recuerden que los académicos tienen que vivir) capaz de medir en milígramos y amperes, en arrobas y nudos, en mazos y jarritos, qué tan pura sangre es cada uno a ese respecto.

Yo trabajo a una cuadra de donde nació El Mayor, muy cerca de las casas natales de Nicolás Guillén, Carlos J.Finlay, La Avellaneda, Enrique José Varona y Aurelia Castillo, pero ese barrio de ilustres no alcanza a autentificarme. 

Todavía, si me arriesgo, puedo tomar agua de tinajón y salir ileso de ese lance. Y de entre la maleza auditiva de los reguetones aun puedo sacar en los diálogos de esta comarca expresiones francamente cervantinas, sin embargo no es suficiente. No califico.

No tengo la menor idea de en qué sitio se sentirá plenamente realizado un habanero, pero estoy convencido de que quien quiera ser un camagüeyano completo tiene que irse a La Habana, a todas luces el mejor lugar del mundo para sentirse camagüeyano.

Los hipercamagüeyanos vienen como turistas intranjeros en fechas gloriosas o durante sus vacaciones y con aval de otra parte se agencian los mayores reconocimientos de esta tierra que tanto les agradece su curso de camagüeyaneidad por encuentros.

Así se ha ido formando frente al Morro una legión tan grande de camagüeyanos que no estoy seguro quepa en su provincia de origen, la más grande de Cuba, sea dicho de paso. No quiero pensar qué ocurrirá cuando la vieja Santa María del Puerto del Príncipe cumpla sus 500 años en febrero del 2014. Parafraseando a Formell: ¡no hay vaca pa’ tanta gente!

Nadie tome a mal esta estampa sociológica. Les soy sincero: también yo tengo mi corazoncito; a cada rato me levanto con tremendas ganas de hacerme camagüeyano, pero señores, La Habana queda muy lejos y el transporte está difícil. 

miércoles, 11 de enero de 2012

Cheques

Un alambre punzante divide Guantánamo. Y aunque el mundo lo crea, no es cosa nueva. Allá por 1903 Tomás Estrada Palma, inaugurando un largo capítulo de robos, les arrendó a los yanquis, en precio de feria y perpetua concesión, algo que no era suyo: la mejor tajada de aquella bahía.

Desde entonces, los “americanos” nos roban el mar, consiguiendo lo que mucho tiempo después creímos era una metáfora del despojo inventada por la fértil imaginación garciamarquiana.

El tiempo pasó y pesó. Hoy hace diez años que el Gobierno de Estados Unidos, con una veintena de presos de estreno, relucientes reos color naranja, estableció allí la cárcel más cara del mundo. La tortura a cada detenido le cuesta 800 000 dólares por año. Nadie podrá calcular la internacionalísima factura de lágrimas.

El verdugo no solo es mudo; también calla a la víctima. La insensatez que se aprecia es apenas la nariz de un iceberg de vidrio hiriente y de gélida alma. Se sabe que junto a presuntos terroristas allí fueron a parar ancianos con demencia senil, maestros, granjeros, adolescentes sin causa probada ni bombas probables.

Omar Kahdr fue detenido en Afganistán con solo 15 años. Lo llevaron al pedazo oscuro de Guantánamo. Le hicieron de todo: le encarcelaron el sol, le quitaron a su astro toda condición “real” y el derecho del descanso. Omar no tenía noches y vivía condenado a la luz eterna, la vigilia sin fin, el destello inacabable que para muchos preludia la muerte. No había luna ni estrellas posibles para él.

Es solo un caso. Dicen que aún quedan allí 171 “combatientes enemigos”. Tal vez nunca se sepa cuántos son claramente. Tal vez la cifra exacta sea lo de menos. Es mucha cárcel esa cárcel;  condenó a pena capital la palabra de Obama (promesa que murió indignamente, sin combate); esa prisión se bebió de un trago brusco a Ginebra con todo y Convención; esa cerca burló en alambres torcidos los derechos más humanos.

A la vista del crimen, Cuba es una Guajira Guantanamera que lleva más de un siglo cantando décimas rebeldes, entre versos libremente sencillos de Martí, para arrancar de su tierra la huella de bota y la mala semilla.

Cada año Washington hace un papel a La Habana para pagar su presencia. Y la Isla no cobra esos cheques de 4 085 dólares. La dignidad no se alquila. Cuba los colecciona para mostrarlos en un museo que aún no existe: el que abrirá allí mismo, en aquel lado de Guantánamo, cuando Estados Unidos libere el pedazo de bahía que manchó de naranja.

martes, 9 de agosto de 2011

Estilo libre

Tuvo que parar a 29 horas de lanzarse. Muchos afirman que falló por par de veces, y no faltan los nadadores de agua seca que sostienen que está vieja y hasta un poco loca: “¡A quién se le ocurre, con su edad...!”

A ella, a Diane Nyad. A la estadounidense que desafió no solo el asfixiante aislamiento entre Washington y La Habana sino sus 61 agostos, las corrientes del Golfo, los animosos tiburones de la zona, el asma, los calambres y hasta a la mismísima Diane Nyad que con 28 años intentó por primera vez la hazaña, dizque sin conseguirlo, en 1978.

Esta vez, en La Habana, declaró que Cuba es su país preferido y comenzó a nadar, buscando acercar desde el agua a vecinos que parecen siempre más distantes en la pantanosa orilla de la política. Cada brazada fue una cachetada al odio, así que calculemos: no fueron pocas en 29 horas.

La gente de alma sumergible insistirá en que falló, pero los ojos más sabios le verán triunfadora por segunda ocasión. Habrá de ensancharse con nadadoras semejantes el Estrecho: ese lanzarse a conectar pueblos en el mar, ese cantarle Guantanameras a las olas, ese desatarle nudos a los vientos, ese nadar contra las jaulas... nos dice que esta Diane veterana dio de nuevo en el centro preciso de su diana.

viernes, 20 de mayo de 2011

Cinco cuadros de Da Vincis

En Miami les llaman los espías, en La Habana los nombramos los Héroes, en el mundo les dicen Los Cinco. Su caso es largo y complicado porque es un caso lleno de cosas colaterales: mucha espina, mucho humo y algazara para escondernos la flor.

Ellos, que nadie duda están entre dos fuegos con brazas de política, sencillamente trataron de parar bombas que irían a caer, por “pura” gravedad, con toda gravedad, cerca de su gente, en esta Cuba altiva y cerrera que se resiste a caer.

Parecen prisioneros de otra época porque viven la paradoja de estar encarcelados por prevenir un terrorismo que quienes los condenan dicen combatir.

Tras sus hierros han sufrido de todo: perdido a la madre, al abogado amigo, el sexo y el calor. El sol mismo, que se supone sale siempre para todos, a cada rato les dedica un personal eclipse. Y en otra condena condenable, alguno está perdiendo las opciones matemáticas de darle al mundo un hijo que un día escriba la historia de su padre. Es la esterilidad forzosa, el genético apartheid.

Sus vecinos de celdas se han asombrado: estos cubanos que dicen Buenos días y se hacen respetar son pintores, dibujantes, aviadores, poetas, ingenieros, economistas, grandes pensadores... casi Da Vincis tropicales pero con más: con un toque jodedor que el gran florentino jamás supo tener.

What the hell are they here...? se preguntará en inglés de frontera alguno de los muchos latinos segregados que abundan en las cárceles que el amo del mundo construye para nosotros, con muchísimo amor.

Se llaman Fernando, Ramón, René, Gerardo y Antonio. Aunque pocos las sepan en el mundo, sus historias son conmovedoras. Todas ellas. Pero acaso sacuden más los detalles íntimos de Tony, el preso sensible que, pese a tener en el pecho un arsenal de versos listo a estallar, es el único de Los Cinco al que del otro lado de la celda no lo espera una mujer.

viernes, 22 de abril de 2011

Un cuadro polisémico

Conocí a Agustín Bejarano hace unos pocos años, en una galería de arte de nuestro común Camagüey que a la sazón exponía unos cuantos trabajos suyos. Cuadros increíbles, es verdad, pero es verdad también que, por sobre ellos, me impactó más su crecida sencillez de ser humano.

Me pareció entonces, como ahora, un cubano que no ha dejado que suba a su cabeza el colorido remolino de la fama. Fue un pincelazo de charla, pues dice poco y no hablo mucho, sin embargo ello bastó para un retrato: me contó ―nos contó, al par de colegas que le trazábamos preguntas― de cómo fomentaba el grabado en nuestra tierra, proyecto que incluía donar de su bolsillo equipamiento.

Hoy, lo que de él graba Miami es otra cosa: que si abusó lascivamente de un pequeño. Y para no variar un óleo conocido, La Habana entera jura lo contrario.

No soy fiscal ni emito veredictos. No estuve allí, en ese baño que guarda una desgracia y, más que olores fuertes, es trágico capítulo en esta Historia del Arte que ya rebasa la paleta.

No estuve allí, pero no obstante  veo la sentencia: si él es culpable, habría teñido de negro sempiterno la transparente infancia de un muchacho; si es inocente ―como no dejo de pensar recordando el boceto que aquella vez me hice de sus formas― no hará mucho cambio que un día pueda quitarse el nada artístico traje que hoy viste como reo: ya una maldad nada infantil habría teñido su vida de naranja.   

martes, 28 de diciembre de 2010

GPS

Rodolfo llevó su bondad hasta Miami para que en días como estos le extrañase a ambos; para siempre. Ramón, eterno fraternal, está en Venezuela brindando en su persona lecciones de sencillez; por un trío de años. Abierto con mayúsculas, José Ernesto voló y puso nido nuevo en su Canadá de adopción pese a que sus alas estuvieron a punto de congelarse.

Jesús escribe sagradas palabras de duende desde una Habana que a veces también parece el extranjero. Alejandro me persuade en esos almuerzos del trabajo cuyo menú resulta la mejor lección de extracto periodístico. Cerca de él, Daicar tolera mis malacrianzas de niño prorrogado y Yanetsy a menudo comparte una guayaba que no lleva veneno en la pared de enfrente.

Allá por Santa Cruz del Sur, Vladimir guarda una valija llena de anécdotas de infancia que un día de estos tendré que recoger. Alguna que otra vez, Ortelio llama desde Ciego de Ávila para repasar afectos de efectos jodedores y Oscar me dedica largos silencios espirituanos que silentemente correspondo a la camagüeyana, con todas las de la ley. Leonardo continúa en Las Tunas suyas, las únicas que no hincan, como dos metros de nobleza vertical que las primeras canas no logran inclinar.

Curándonos con su herida, Willy nos sigue demostrando que hay deliciosas formas de ser Maceo. Pilar parece haber perdido gran parte de su azúcar en trámites de aduana de extraños aeropuertos, mas no me importa si miro para el mapa: varias hogueras, sopladas por rostros desconocidos, se encienden a mi nombre en ciudades que nunca podré visitar.

Cual náufrago del tiempo, Carlos reapareció después de veintitantos años, en el preciso lugar donde aparecen los desaparecidos. Muchos amigos siguen flotando en la interrogante donde estuvo, hasta que un yate de facebook o un comando de expertos internautas se encarguen de revivirlos.

A Antonio no: al buen Tony no habrá quien lo rescate. Hace tiempo, él fue montado en una barca cuyo oscuro remero lo llevó más lejos. Demasiado.   
   

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La vida secreta de Dios

Hasta Él a veces se ausenta de casa. Por allá por el borde de La Habana, frente al espejo acostado donde cada tarde el sol se zambulle en la sal, mister God tiene una gran filial de su oficina. Tras las ventanas, sus celestiales burócratas vigilan nuestros signos vitales: “¡¿Cómo?! ¿Siguen andando los cubanos?, ¿Cómo es que siguen andando?, ¿Cómo me los como?...” y otras comeduras de cómos muy características de tan ocupado santoral.

Allí mismo, en el recinto lleno de una luz paradisíaca, su larga lista de funcionarios nos lanza al malecón cualquier suerte de mandatos contemporáneos, sin considerar que la tierra en que caen es altamente pecadora, pero totalmente nuestra.

En Cuba, donde todo el mundo cree saber de todo, los teólogos de barrio han registrado un detalle que no puede ausentarse de las escrituras: los cubanos aprendimos a leer esta variante del arameo sagrado —a veces, justo es reconocerlo, hasta nos arameamos en ella— y en seguida identificamos los divinos requerimientos.

Entonces iniciamos el ritual: con humildad nos encogemos de hombros, hacemos una mueca, torcemos los ojos, pensamos oraciones que no caben en La Biblia —y no precisamente por largas—, les damos a las exigencias de culto una messiana patadita rumbo al agua y simplemente decimos: “Nada... maleconadas de los yanquis”, antes de continuar el camino de la fe.