lunes, 23 de julio de 2012

Zapatacienta

Después del baile y la ilusión, de las doce campanadas, la fuga y todo lo demás, el mayordomo de palacio cumplía su encargo: iba de sitio en sitio comprobando qué zapato era el hermoso propietario de la muchacha de cristal que quedó tirada en la escalera.

lunes, 16 de julio de 2012

Enroque

Que todo aburre. Con el paso del tiempo, dejó de gustarles la carne de vaca. Ahora, para pasar el Amazonas con seguridad, el rebaño de reses solo tiene que honrar a las pirañas echando al agua a un viejo pastor.

miércoles, 11 de julio de 2012

El plan

A sus 13 años, Daniel está a solo 11 centímetros de mi Polo Norte, terminó octavo grado con notas mejores de las que yo logré y no tiene reparos en hacerme correcciones:
 
―Papi, te falta la coma del vocativo -me dijo sin pena la tarde en que yo le mostraba mis intercambios con amigos de este caimán  que crío en la red.
 
Mi hijo me va superando en todo, y cuando alguien me lo sugiere casi con lástima, no más respondo:
 
―Ese es el plan.
 
De veras no aspiro a otra cosa. No sueño regalarle el Paraíso que no he conocido ni espero ver; apenas pretendo susurrarle claves para que saque con sus manos, de estas piedras, la parte celestial que pueda. Pretendo que no se me encandile con las etiquetas, que su alma sea más grande que sus ojos y que en su corazón haya habitaciones para el amor y el goce, y para el sufrimiento. Porque, ¿qué bueno no sabe sufrir?
 
¿Qué será, qué será...? Daniel parece andar a gusto entre el laberinto de las ciencias. Y yo me alegro, por dos miserias: porque muy poco puedo apoyarle con sus complicados números y porque muy poco tienen que darle mis austerísimas letras.  
 
Eso no quita que le exija. Siempre que mercadeamos cariños y trueco sus sonrisas por mis consejos, le aclaro algo: él sabe bien que el día que me desalojen de este mundo quiero llevar bajo mi brazo un título suyo: aquel que lo acredite como un gran ser humano.

martes, 10 de julio de 2012

Conclusión pericial

Mi mañana fue noche esta mañana. Cuando iba al trabajo, en un punto de la ciudad pasé por una escena, intacta, de accidente. Y el centro de la escena era un cadáver.

Fuera de la televisión, no tenía experiencia de este tipo. En Cuba, por fortuna, hasta esta fecha, los muertos pueden verse solo en funerarias, pero este no había llegado aún a la suya; al parecer tropezó en su camino (camino a algún lugar sin llantos ni ataúdes) con un camión enorme que no le perdonó su endeble condición de ciclista y le cambió la ruta para siempre.

Allí el cadáver, allá la bicicleta, su vida al otro lado de la vida. Y a la vera el camión, gigante avergonzado de su golpe, quién sabe si culpable o inocente. ¿Qué importa lo que diga el tribunal...?, ya nada tornará al muerto hasta el latido.

Pese a que quise hablarle y darle vivos ánimos al muerto más solo que haya visto —tan solamente solo en negra carretera—, yo nada pude hacer. Yo nada pude hacer; escribo para revelar la causa a los peritos: el camión impactó la extinta bicicleta porque la luna abandonó su puesto al cesar su jornada y el sol durmió mucho, demorando su luz, y las nubes cerraron de grises los espejos del cielo. Son los cables científicos del alma: les digo que este martes fue noche mi mañana.

lunes, 9 de julio de 2012

Caguayos

Aunque parecen los bichos más callados del mundo, los caguayos hablan. Lo supe hace tiempo, en los días de corretear mi infancia nueva de paquete por Santa Cruz del Sur. 

Cierta vez que perseguíamos uno, Pastora, la anciana de verdísimos espejuelos que apenas salía de su casa, nos reveló el secreto:
 
―Cuando yo era chiquita -dijo la mujer- dos muchachos torturaban un caguayo y este se dio la vuelta y les preguntó por qué lo hacían...
 
No hizo falta más que imaginar la escena. Con su relato escalofriante, la viejita había pronunciado el indulto de aquel animalillo caleidoscópico y me había impuesto la inmunidad para toda esa familia, por los siglos de los siglos.  

Mas también certificó mi condena: desde entonces arrastro la más firme convicción de que al darles la espalda, los caguayos cuchuchean entre ellos:
 
―Mira al bicho de un solo color: otro más que tuvo que aprender a respetarnos.

jueves, 5 de julio de 2012

Una promesa

Este 5 muy jueves mi padre cumplió 15 años en la nada. Mi viejo debe estar aburrido en ningún lugar, haciendo del ocio su gran trabajo. Desempleado por la crisis más severa (la única irremediable), tendrá a esta hora su melancólica cara de héroe sin gloria rulfiano.

Porque la muerte es el imperio del vago sigo pensando que mi padre fue reclutado por error o adelanto: aunque tuviera defectos que yo heredara, siempre quiso trabajar. Por eso, y no por otra cosa, morirse debió parecerle un castigo.

No hubo fotos de 15 años para el viejo Enrique. La Parca, que no es nada fotogénica, hace tiempo dejó sin empleo a los fotógrafos, que no pueden retratar, por dentro, a esas personas cuyas cáscaras risueñas glorificaron en vida.

Los vivos somos profundamente egoístas y actuamos como si nunca fuéramos a marchar: yo, por ejemplo (sin ejemplo), pienso que es harto doloroso ver partir tan solo a un ser querido, sin brújula ni compás. Pero hay algo que me duele más que eso: quedar aquí sin él.

Yo no tengo para “máquina”, así que recordándolo hoy me monté en mi bicicleta del tiempo. Y dando pedales pensé en las postalitas de foto con lema que los muchachos de otra época regalábamos para el Día de los Padres. Una vez, a mis 13, le di una con mi cara en sonrisa y esta frase:

—Padre, te prometo ser mejor.

Mi rostro de hoy no ha sonreído tanto. Hoy me di cuenta de que hace tres lustros se fue sin decir si le cumplí.

domingo, 1 de julio de 2012

Flacos

Lo advierto: este es un post huesudo y largo. Hace un año y nueve meses mi directora, una mujer perspicaz, calculó cuántos kilos yo pesaba, me miró con cara de reunión y me dijo:

—Pues te toca Alejandro.

Doce meses después, al próximo septiembre, como comprobó que yo no había ganado peso (parece que no convierto en gramos, ni siquiera en onzas, el sempiterno picadillo del almuerzo) me repitió la dosis:

—María Antonieta es tuya por dos años.

Lo escribo así, inmodestamente, porque este viejo que soy, este diablo a que aspiro, sabe más por flaco que por longevo Satán. Y la editora para la que trabajo me puso a atender como tutor a los dos muchachos recién graduados cuyo diseño corporal más se parece al que tengo.

Alejandro Rodríguez es un flaco acelera’o que nunca se está tranquilo. Los bolígrafos sufren en sus manos extrañas epilepsias. Siempre va armado de un cigarro y jamás tiene fósforos. Su barrio de origen le permite entender el mecanismo de reloj suizo que rige las ventas de trineos polares en Camagüey, pero no se vayan a confundir; así como el bajo mundo, conoce tanto el elevado, casi celestial, que le permite quitarse sus zapatos para dárselos, sin cálculos ni sicotes, a algún amigo en apuros.

María Antonieta Colunga es una versión mejorada de Alejandro. Yo diría que bastante mejorada. ¡Muy mejorada! No se preocupen: como soy el tutor no voy a caer ni en incesto ni en pederastia. Bueno, trataba de decir que ella calza más o menos las libras de Alejandro. A su edad, asombra su vocación maternal y la madurez que muestra contradice a las claras una piel que le sentaría bien a cualquier princesa de Disney. Sus neuronas no solo son intranquilas; también, guerreras, y cuando defiende un criterio poco importa quién sea el polemista que en vano pretenda llevarle la contraria. Guapa en las dos variantes (a la española y a la cubana) y solidaria al punto de hacer con sus límpidas manos una sopa para dar de comer a un anciano enfermo y solitario.       

Esos son mis “alumnos”. Sin que se entere la directora que ya mencioné, he de confesar que no les he enseñado nada. Nada que no sea la implicación periodística de este cuerpo aedesaegyptico:

—Vean (les digo señalándome a mí mismo) un ejemplo de síntesis. Soy una ele anoréxica, un lead abreviado, una línea sin raya, una pirámide vertida. Y más que sumario, soy un restario.

Parece que ellos me entienden porque, pese a las libritas que María Antonieta incrementa muy de vez en cuando, se mantiene, tanto como Alejandro, del lado de los delgados. De esas cosas hablamos, porque de teoría y técnica y rollos y blablablá lo hacemos bastante poco.

Yo vivo orgulloso del par que me tocó en el reparto de flacos. Por eso cuando supe que ella había ganado Premio y Mención, y él, Premio, en el Concurso Nacional de Periodismo 26 de Julio, sentí alegría de padre y los llamé en seguida y busqué para ellos los detalles del caso. Y cuando he oído en titulares de aquí y allá sus laureados nombres, he pedido al Señor de la dieta una simple plegaria:

—¡Dios mío, protégelos, que la fama no me los suba de peso…!