A sus 13 años, Daniel está a solo 11 centímetros de mi Polo Norte, terminó octavo grado con notas mejores de las que yo logré y no tiene reparos en hacerme correcciones:
―Papi, te falta la coma del vocativo -me dijo sin pena la tarde en que yo le mostraba mis intercambios con amigos de este caimán que crío en la red.
Mi hijo me va superando en todo, y cuando alguien me lo sugiere casi con lástima, no más respondo:
―Ese es el plan.
De veras no aspiro a otra cosa. No sueño regalarle el Paraíso que no he conocido ni espero ver; apenas pretendo susurrarle claves para que saque con sus manos, de estas piedras, la parte celestial que pueda. Pretendo que no se me encandile con las etiquetas, que su alma sea más grande que sus ojos y que en su corazón haya habitaciones para el amor y el goce, y para el sufrimiento. Porque, ¿qué bueno no sabe sufrir?
¿Qué será, qué será...? Daniel parece andar a gusto entre el laberinto de las ciencias. Y yo me alegro, por dos miserias: porque muy poco puedo apoyarle con sus complicados números y porque muy poco tienen que darle mis austerísimas letras.
Eso no quita que le exija. Siempre que mercadeamos cariños y trueco sus sonrisas por mis consejos, le aclaro algo: él sabe bien que el día que me desalojen de este mundo quiero llevar bajo mi brazo un título suyo: aquel que lo acredite como un gran ser humano.
!Qué afortunado es Daniel de tenerte! Quisiera conocerlo un día.
ResponderEliminartere
María Teresa: En mi miseria, el afortundo soy yo: por tenerlo a él y por tener amigos como tú.
EliminarPrecioso, como siempre. Al leer, me parecía estar viéndote sin conocerte, Enrique. Gracias otra vez. Voy a llevarle este post a alguien muy especial. Besos, Fan de este Caimán.
ResponderEliminarSi dices que vas a convertir mi post en un regalo, tengo que agradecerte más. Ojalá sirva para multiplicar el bien. Un saludo.
Eliminar