lunes, 15 de febrero de 2016

La trompa de Elpidio Valdés



La Plaza, nada menos que la Plaza de la Revolución, vivía una mañana espléndida. El sol se asomaba a ratos; en lo alto,  la torre del conjunto escultórico parecía hincar un lecho de cielo gris, pero el tiempo estaba dominado por una temperatura agradable, en ese punto medio, tan esquivo a los cubanos, que a veces sí consigue nuestro «invierno»: fresca sin exagerar.

El visitante estaba en su puesto —flanqueado por el diplomático local que cumplía el protocolo— para colocar la ofrenda de flores a nuestro paradigma mayor: José Martí, el gigante que, sentado en su trono de mármol, evalúa con autoridad de Apóstol cuanto hacemos con su causa.

La banda musical comenzó a interpretar el primer himno. Repasé a los jóvenes intérpretes y admiré como siempre sus notas limpias, su marcialidad, su alineación milimétrica e impecables uniformes. Tropecé con un problema: el muchacho de la trompa no estaba tocando, pero me adentré en la melodía, poniendo en silencio letras a la bella Bayamesa.

Cuando arrancó el segundo himno, el del invitado, volví a mirar al bisoño músico, que aun disertaba un «a capella» soberbio. Su silencio era escandaloso. Fijé mi mirada en él y por fin me vio.

El remedio fue peor: noté en sus ojos más nerviosismo todavía. Observaba de soslayo el instrumento, pero no se atrevía a tocar los pistones ni a besar la boquilla de la trompa. Llegué a pensar que, si lo hacía, podría arrojar en plena Plaza un meteorito desafinado capaz de alterar la sagrada paz de los turistas y hasta de crear un disgusto internacional. ¡Mira… que en estos tiempos cualquier cosa desata un conflicto! ¿Quién ve que un moreno habanero provoque la Tercera Guerra Mundial?

No pude evitar el recuerdo del muñequito de Elpidio Valdés en el que una trompa es el único instrumento que, en un asalto, los mambises dejan a los españoles y el infeliz músico a cargo tiene que traducir a solas, a la tropa peninsular, el difícil lenguaje de la batalla. «¿Y ahora, qué ha toca’o ese…?», pregunta al jefe un oficial andaluz tras cada intervención del músico, en medio de la refriega, hasta que la paciencia del General Resoplez estalla en coscorrones.

La historia del muchacho de la Plaza fue a la inversa. Aun de lejos, él es de los nuestros, de la columna de Elpidio, pero no voy a negar que, por muy patriota que soy, cuando terminó la ceremonia me marché con una pregunta: «¿por qué no ha toca’o ese?».     

miércoles, 3 de febrero de 2016

El banquete



Ayer, ante una mesa más que magra, hacía a un par de compañeros de trabajo una anécdota que ya forma parte del folclor camagüeyano. Esa cuna mía, marcada por la leyenda al punto de que por siglos fue llamada El Camagüey Legendario, guarda entre sus perlas nuevas este relato reciente: resulta que, en esos días particularmente anoréxicos del período especial,  una noche en que no había ni para comprar la luna desapareció del pequeño zoológico local, ubicado en el centro mismo de la ciudad, nada menos que… un ñandú.

Sí, ese pajarraco enorme que llega a alcanzar un metro ochenta de altura, que puede correr hasta los 80 kilómetros por hora y, si el apuro lo requiere,  es capaz de nadar, había sido raptado con todo éxito. Imaginen las cualidades físicas del secuestrador para vencer en el terreno el currículo de su víctima: a no dudar, el ladrón sería todo un campeón olímpico.

Los días pasaban, la gente hablaba y el caso ñandú no se esclarecía, sin embargo todo cambió radicalmente la mañana en que un niño de enseñanza primaria, imbuido por ese afán de alarde que tienen los pequeños, les dijo a sus incrédulos compañeros:

—¡Mi mamá cocinó un pollo que tenía unos muslos de este tamaño…! —exclamaba mientras abría sus bracitos, emulando en centímetros el regaño que sin dudas ganaba de su padre.