Ayer, ante una mesa más que magra, hacía a un par de compañeros de trabajo una anécdota que ya forma parte del folclor camagüeyano. Esa cuna mía, marcada por la leyenda al punto de que por siglos fue llamada El Camagüey Legendario, guarda entre sus perlas nuevas este relato reciente: resulta que, en esos días particularmente anoréxicos del período especial, una noche en que no había ni para comprar la luna desapareció del pequeño zoológico local, ubicado en el centro mismo de la ciudad, nada menos que… un ñandú.
Sí, ese pajarraco enorme que llega a alcanzar un metro
ochenta de altura, que puede correr hasta los 80 kilómetros por hora y, si el
apuro lo requiere, es capaz de nadar,
había sido raptado con todo éxito. Imaginen las cualidades físicas del
secuestrador para vencer en el terreno el currículo de su víctima: a no dudar,
el ladrón sería todo un campeón olímpico.
Los días pasaban, la gente hablaba y el caso ñandú no se
esclarecía, sin embargo todo cambió radicalmente la mañana en que un niño de
enseñanza primaria, imbuido por ese afán de alarde que tienen los pequeños, les
dijo a sus incrédulos compañeros:
—¡Mi mamá cocinó un pollo que tenía unos muslos de este
tamaño…! —exclamaba mientras abría sus bracitos, emulando en centímetros el
regaño que sin dudas ganaba de su padre.
Mila, me hiciste reír, y sí que me acuerdo del suceso!!!, fue algo espectacular, como mismo lograste escribirlo, mis cariños familiares..., ja ja ja
ResponderEliminarGracias, Cuqui, por sentarte a este blog a probar este ñandú. Una estampa de nuestra tierra que bien valía la pena escribir. Abrazos a todos.
ResponderEliminarCon gusto me comería yo uno de esos muslos... qué hambre tengo!!
ResponderEliminarBueno, Marian, te propongo hagamos un inventario por los zoos de La Habana. después hablamos.
ResponderEliminarMejor no, querido Kike, esos tienen más hambre que nosotros.
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