martes, 12 de enero de 2016

La espera


Un día, sus sospechas se cumplieron y tuvo que morirse a solas. Ni él mismo se animó a compartir sus exequias y partió —cual había intuido— horizonte hacia arriba, sin boleto ni escalas. Allá lo esperó Dios en persona, deseoso de hacerle una pregunta:

—¿Qué esperabas…? —le espetó casi el Creador, cansado de los viejos desplantes del recién llegado. Te envié una y dos y tres… hasta cuatro mujeres escogidas por mí y te diste el lujo de ignorarlas.

El viajero dejó que el Todopoderoso, con su muy bien ganada fama de Señor hablador, terminara el regaño.

—Ven, te invito a mirar la muchacha largamente soñada que dibuja mis noches todavía —dijo el nuevo inquilino al incrédulo Altísimo.

Dios movió con la diestra toda nube del alba y fue así que la vio, adornando la tierra. Conmovido, el Divino le echó el brazo al grisáceo hombre de solapa escarlata y le dijo, fraterno:

—¡Ella…! Ha llenado tu alma mujer semejante porque vale mil siglos. ¡Continúa esperando. Has ganado el derecho de tenerla en el Cielo!  

1 comentario:

  1. Ay, Mila, cuanta espera. Prefiero recordarte aquel refrán de que ningún mal dura cien años; y me atrevo a añadirte que sí hay un cuerpo que lo resiste: el tuyo. Cualquiera de estos días, cuando menos lo esperes, se cumplirá tu deseo. Cariños miles.

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