Caminaban. En algún sitio con
hierba silvestre y encantada, ella la vio:
—Quiero esa flor, tan sola y
amarilla –pidió.
Tuvo en la mano la flor que siempre
tiene dentro. Alumbró su cabeza, que ya llevaba toda la luz que pueda
concebirse, y siguieron andando.
Horas después, él pensaba en las
dos y sonreía a solas, seguro de que ella jamás conocería lo que la flor —que
estaba allí emboscada, esperando aquel paso de huella cristalina— suplicó al
viento que siseaba, a cambio de su polen:
—Quiero ser bella. Quiero que pongas
encima de este pétalo a esa muchacha que con su rostro opaca mi hermosura.